"El lenguaje era artificioso y, peor aún, el conflicto que se refería no estaba sustentado por un adecuado conocimiento de la realidad. Aunque la imaginación ayuda bastante, no es suficiente para suplir la falta de experiencia vital", escribe Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955) en el apéndice que incluye la reciente reedición de Caballos de medianoche (Planeta, 2016), un libro publicado originalmente en 1984, con un auspicioso prólogo de Mario Vargas Llosa.
Volver a publicar un libro iniciático supone una confrontación peligrosa para un escritor, una especie de combate con la propia biografía: con aquello que fuimos. Y como sabemos, el pasado puede ser un enemigo muy poderoso debido a su implacable honestidad.
Aun así, Niño de Guzmán no tuvo reparos en poner sobre la pantalla blanca, las deficiencias propias de un autor que se inicia en el oficio literario. Las palabras que citamos al inicio de este texto, refieren a la reflexión que el narrador y periodista hace tras recordar que fue en el suplemento Imagen Cultural -del desaparecido La Prensa- donde apareció publicado, por primera vez, un cuento suyo.
A partir de aquel momento comenzaría un proceso largo pero a la vez excitante: el desarrollo de un estilo propio. La epopeya que todo escritor debe pasar, a menudo con mucho dolor, y que demanda el temple de un boxeador que se resiste a perder por knockout.
El trayecto no fue en vano. Con tres libros publicados –Una mujer no hace un verano (1995) y Algo que nunca serás (2007) son sus otros dos títulos- y un sinnúmero de artículos periodísticos, publicados en revistas y periódicos, Niño de Guzmán se ha erigido como uno de nuestros cuentistas más sólidos y hacedor de un mundo oscuro, lleno de jazz, desamor y derrota.
Desde un rincón de la librería El Virrey de Miraflores –poblado de libros de arte y cine- el escritor le concedió una entrevista a LaMula.pe.
¿Cuáles son los errores que un hincha de Ernest Hemingway no debe cometer a la hora de escribir cuentos?
El gran error es tratar de imitar a Hemingway porque, como toda imitación, se corre el riesgo de ser una vulgar caricatura. Él es inimitable. La aparente sencillez de su estilo hizo pensar a muchos jóvenes escritores que podían adoptar con facilidad sus métodos. Sin embargo, no es así.
A mí me parece que uno de los puntos centrales de la estética de Hemingway es el tratamiento del dato escondido, lo que el llamaba la teoría de iceberg. Es decir, al igual que esta mole de hielo que aparece en el océano, solo se ve una novena parte de toda su constitución, pero ese fragmento está sostenido por aquello que no vemos. Él trató de aplicar esto a la narrativa, sobre todo, a la escritura de cuentos. Así, varios elementos de la historia los expuso de manera latente, para que el lector, a través de pequeños indicios, pudiera inferirlos y completar el relato, terminar de culminar el drama. Por ello, en muchos de los cuentos de Hemingway, aparentemente, no pasa nada y eso es porque la procesión va por dentro. El lector tiene que tener la sutileza y sagacidad para encontrar ese dato escondido.
En el libro Caballos de Medianoche hay atmósferas lúgubres, algunos dirían tristes, en las cuales se expone la derrota. Esta, en general, no es triste en sí misma, depende de la forma cómo se asuma. ¿Por qué escogió la más oscura?
En los comienzos no me lo explicaba. Cuando escribí estos cuentos era muy joven: tenía 25 años y fueron publicados a los 29. Fueron objeto de correcciones sucesivas. No obstante, a la larga, entendí que esos relatos no podían ser más oscuros ni sórdidos por la simple razón que yo atravesaba un periodo existencial en el cual estaba dominado por una angustia profunda. Más tarde descubriría que eso se debía a tendencias depresivas que han marcado mi personalidad desde muy niño. Digamos que, clínicamente, soy un depresivo crónico. Y, aunque eso no lo sabía en aquella época, era evidente por las historias tan tristes y desafortunadas que se me ocurrían. No solo eran producto de la imaginación, yo mismo me sentía tan afectado como mis personajes. De ahí que, tal vez, eso haya sido decisivo para que adquieran fuerza y sean tan vívidos.
Por supuesto, muchos de los hechos que narro no me sucedieron, pero los sentimientos de los personajes sí estaban en mi fuero más interno. Por ejemplo, en el cuento Caballos de medianoche, narro el drama de un padre alcoholizado con su hija pequeña. Yo, por entonces, no tenía pareja ni hijos y tampoco albergaba la esperanza de tenerlos algún día. Me había planteado retrasar, todo lo posible, la idea de tener descendencia por cuanto quería tener la libertad suficiente para poder desarrollar mi actividad creativa. No deseaba verme obligado a hacer concesiones como les pasó a algunos amigos que, debido a la necesidad de sustentar a su familia, veían reducidas sus posibilidades de viajar y de trabajar en lo que más les gustaba.
¿Alguna vez esa depresión le dificultó la escritura de su narrativa?
Es penoso reconocerlo, pero sí. Padezco de inevitables bloqueos que no solo se prolongan durante días o semanas sino también por años. Me ha ocurrido en algunas etapas de mi vida y ha sido un factor para aumentar mi desesperación. No hay nada más terrible para un escritor que no poder escribir. Y son bloqueos fuertes, espantosos. No consigo ni siquiera poner una línea sobre el papel. Lo peor de todo es que no sé cómo combatirlos. Aparecen cuando menos los espero. Supongo que algún psicólogo podría decir que es un mecanismo para causarme daño por alguna culpa que experimento en mi vida privada, pero no soy consciente de ello. Lo cierto es que preferiría otra pena o castigo.
A pesar de esos bloqueos, sin embargo, ha escrito muchos textos periodísticos.
Claro. El bloqueo ocurre sobre todo en el ámbito de la ficción pero, a veces, también se extiende a otros tipos de escritura. Como bien dices, yo me he ganado la vida, esencialmente, como periodista. Esto me ha obligado a seguir ciertas rutinas. Cuando era periodista de planta, por ejemplo, debía escribir contra el tiempo, para poder cumplir con el cierre y no me acostumbraba. Eso me sigue sucediendo aún hoy que soy freelance, porque, por lo general, me comprometo a entregar un texto en una determinada fecha. Y, a veces, siento mucha angustia a medida que se aproxima la fecha de entrega porque si algo me desagrada de sobremanera es incumplir un trato. Por suerte, ya son varios los años que me dedico a este oficio y poseo algunos recursos extremos para poder resolver ese tipo de problemas. Por ejemplo, cuento con un enorme corpus de textos que he escrito a lo largo de 40 años. Lo que permite refrescar ideas y examinar mis juicios de determinados libros y autores con vistas a hacer comentarios actuales. Eso es una ventaja y se lo debo a la perfecta organización de mis archivos que ha hecho mi esposa. A mí mismo me sorprende. A lo largo de cuatro décadas he escrito más de lo que yo creía. Claro, estoy hablando de los trabajos periodísticos.
¿Por qué reescribir un cuento? [en referencia a Cinco balas de plata, una nueva versión de El olor de la noche] Algunos dirían que es una forma de ajustar cuentas con el escritor novato que uno fue.
Te diría que esa actitud de exigencia puntillosa, la advierto cuando escribo ficción, así como textos periodísticos. Creo que dedico tanto esfuerzo en redactar un artículo como el que consagro a un cuento. Es una cuestión de estilo, de pulir las frases, de encontrar la expresión más adecuada, la palabra exacta. Por ello me costaba trabajar en la redacción de un diario o revista porque no poseo la destreza de escribir a ‘vuelo de pluma’ como veía a muchos de mis colegas. Cometo muchos errores y tengo que madurar con mucho cuidado las frases para no caer en reiteraciones o cometer torpezas. Para mí, el verdadero trabajo está en la reescritura.
Esta actitud me llevó a emprender el reto de publicar la nueva versión de Caballos de medianoche. Hace algunos años autoricé una edición de este libro a cargo del Fondo de Cultura Económica y que apareció en Lima. Como yo no quería hacer la corrección, se la encargué a un amigo, con tan mala suerte -quizás por amistad o porque pensó que no iba ser retribuido- que lo hizo a ‘media caña’, y aparecieron varios errores. Por ello, me había resistido a reeditar el libro a menos que yo estuviera dispuesto a hacer la corrección. Si lo he hecho ahora ha sido por insistencia de varios amigos y lectores. Y durante un tiempo pensé que no iba a poder lograrlo porque corregir de esta manera, tan exhaustiva, un libro que uno ha escrito en su juventud, es una tarea casi condenada al fracaso.
¿Por qué dice eso?
Porque hoy día ya no soy ese joven escritor torpe y de pocos recursos que rompía sus primeras armas literarias. Ahora poseo una experiencia y un conocimiento que podrían ser perjudiciales a la hora de examinar y restituir textos tan incipientes. Por eso he tardado casi un año en alistar esta edición. Yo quería que saliera con motivo de los 30 años de la publicación original [que se conmemoraron en el 2014] porque no solo se trataba de corregir los errores sino reparar algunas fallas de redacción -de sintaxis- y reiteraciones. Todo ello sin romper la estructura del párrafo. Además no quería quebrar el espíritu original del libro, es decir, la frescura y la intensidad de los cuentos. Fue muy difícil para mí.
Hacer este trabajo con los ojos y la conciencia de hoy, colisionaba con el aura del libro original que tampoco quería perder. Por eso ha sido una corrección limitada por ciertos parámetros que yo mismo me puse porque si no hubiera caído en una recreación total de cada historia.
En el apéndice de esta edición aparece un texto en el cual explica la gestación del libro. Ahí usted no tiene vergüenza en señalar su falta de experiencia y habilidad tras la publicación de un cuento suyo en un suplemento cultural. A su vez, uno reconoce que es muy exigente con sus ficciones ¿Cree que esa autoexigencia la han perdido los escritores de hoy?
Creo que eso se debe a los apremios del mercado. Los escritores que emprenden una carrera -por lo general los novelistas- se ven obligados a entregar un libro nuevo cada dos o tres años a lo sumo. Yo diría que están forzados a escribir rápido y eso no les permite madurar sus ficciones.
Yo, por ejemplo, tengo un método que no recomendaría a nadie. Cuando escribo un cuento, raras veces, es corregido o reescrito hasta encontrar su forma original para ser publicado en una revista o un periódico. Por lo general, escribo un relato y lo guardo por un tiempo indefinido. De lo que se trata es de tener una cierta distancia para que al momento que uno vuelva a leer el texto -para corregirlo o reescribirlo- tenga la mirada más fría y el juicio más severo. Cuando el cuento está 'caliente', el escritor se puede dejar llevar por el entusiasmo y no repara en debilidades que de otra forma saltarían a la vista. Por lo demás, debo decir que mi aptitud hacia la escritura tiene algo de obsesiva. Debo ser uno de los pocos autores que todavía no pueden contenerse al ver una obra publicada y experimenta la tentación de corregirla después. Eso también me sucede con artículos que, al verlos publicados en una revista o diario, me provoca agarrar el lápiz y corregir. Y, en algunas oportunidades, lo he hecho porque si no siento que se queda una herida abierta.
En un testimonio que dio el año pasado, habló sobre los programas de escritura creativa y me quedó la sensación de que tiene cierta desconfianza hacia ellos.
Con respecto al tema, hay una paradoja que suelo mencionar: es posible enseñar a escribir pero no es posible aprender a escribir. Claro, las técnicas narrativas se pueden enseñar y ejemplificar con textos de autores conocidos. Pero otra cosa es la manera peculiar como uno recurre a ellas para configurar el mundo que imagina.
Pongamos el caso de la gastronomía y los libros de cocina. Tú puedes seguir escrupulosamente una receta, midiendo la cantidad de los ingredientes tal como se indica, y ello no va a garantizar que el plato final sea similar al del chef que lo preparó originalmente.
Ahora bien, alguien puede decir que existen escuelas de bellas artes, música, cine, etc. Sin embargo, qué gano sabiendo cómo funciona el monólogo interior o el estilo indirecto libre si no tengo qué expresar o no he madurado una realidad alterna. A fin de cuentas, se trata de escribir a partir de la experiencia. Por eso pueden existir poetas precoces pero, difícilmente, habrá narradores precoces. Los cuentistas y novelistas necesitan asimilar unas experiencias de la vida que, raramente, pueden hacerse con éxito antes de la mayoría de edad. Naturalmente, hay excepciones pero son mínimas si se comparan con los vates, para quienes no es necesario acumular experiencias tanto como captar sentimientos y emociones. Después de todo, escribir una novela o un cuento se asemeja a narrar la vida. Hay una historia por desarrollar.
Un aspecto importante del oficio literario es la búsqueda de una intensidad vital. A lo largo de la historia, los autores han escogido diferentes intensidades (soldado, bohemio, revolucionario, marinero, etc.).
Hay una tendencia que un crítico percibió, en Inglaterra, hace unos cuantos años. Él pensaba que la intensidad no era beneficiosa para la creación literaria. Decía que -a diferencia del pasado- cuando surgían narradores natos que necesitaban darle forma literaria a sus historias, las cuales habían captado a través de una vida intensa, en la actualidad ya no era así. Según él, lo normal era que un autor estudiara Literatura en la universidad y mientras hacía eso tuviera la opción de escribir comentarios o reseñas para revistas y periódicos. Paralelamente, mientras estaba en ese proceso, comenzaba a crear sus primeros cuentos o novelas, lo cual alertaba a los editores, quienes se apresuraban a ofrecerle interesantes anticipos para que se dedique íntegramente a su oficio. Y, efectivamente, con ese método, se propició la carrera literaria de muchos jóvenes, pero estos, en su mayoría, no tenían nada que contar. ¿Por qué? Porque apenas habían estado en la universidad y no sabían lo que era luchar por la vida cotidiana. Y acuérdate que hay muchos grandes autores que no pasaron por la universidad; sin embargo, se dedicaron a vivir intensamente y acumularon experiencias suficientes en los trabajos más disímiles, lo que les permitió contar con un caudal increíble de historias. Esta situación ha cambiado drásticamente.
¿Y cómo fue en su caso? ¿Cómo buscó esa intensidad?
Cuando concluí la universidad no tenía ninguna intención de dedicarme a la vida académica. Yo quería, simplemente, vivir para tener experiencias de las cuales escribir. No poseo, además, habilidades para la docencia. Por ello encontré mi camino en el periodismo. Y esto fue de manera casual. Si no fuera porque Luis Jaime Cisneros no hubiera fundado un suplemento en el diario La Prensa, el cual encargó a sus alumnos favoritos, quizás no habría derivado en el periodismo cultural.
Más tarde, me sentí devorado por la rutina y quise probar otras vías. Así que me ofrecí como voluntario -cuando trabajaba en el semanario Oiga- para ir Ayacucho en la peor época de la guerra contra el terrorismo (en la primera mitad de los Ochenta). Después haría lo mismo en otra escala, cuando me animé a acompañar a otros periodistas para reportar la guerra de Bosnia (1992-1995). Ello me permitió llegar a Sarajevo que por entonces era una ciudad sitiada. Posteriormente, tuve una tercera experiencia en Ecuador. Pude visitar el frente del Cenepa en dos ocasiones. Era un trabajo excitante -adrenalínico- pero debo reconocer que sentí vergüenza porque entendí que no se puede ir a las guerras movido por un afán de aventuras, sino por una necesidad profunda de testimoniar la verdad y denunciar los excesos de la humanidad.
[Foto de portada: Jenny Woodman (1985)]
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