"Así como el amor es ciego, la amistad es entender hasta lo que uno no entiende de sus amigos y perdonarles absolutamente todo, aunque joda", escribió Alfredo Bryce en su novela No me esperen en Abril. Y es verdad. Considerar a alguien un amigo no significa ser indiferente a los defectos; al contrario implica un compromiso tácito de no juzgamiento y sobre todo, de lealtad. 

Desde luego, la amistad no es solo una relación que nos lega grandes caminatas o intensas conversaciones cuyo término es la madrugada. Existe, además, un aprendizaje. Un proceso donde descubrimos fortalezas que nos causan admiración y defectos que nos son familiares (y que molestan menos cuando son compartidos).

El oficio de escritor, catalogado casi siempre como una práctica solitaria, no está exento de desarrollar intensas amistades. Algunas de ellas nos han regalado más de una graciosa anécdota y algunas enseñanzas. En nuestro país, son muchos los ejemplos de camaradería literaria. A continuación, comentamos algunos de ellos.


Ribeyro y Bryce: sentido del humor a la peruana.

Cuando el autor de Crónica de San Gabriel sentía que iba morirse, en 1973, grabó un cassete que luego envió a su hermano Juan Antonio. En él decía: “No vayas a pensar que muero solo en París, muero con otro hermano que es Alfredo Bryce Echenique"

Estas palabras explican la fuerte amistad que unía a los dos autores limeños. Ambos se conocieron en la capital francesa. Ese París bohemio, sesentero, que, por ese entonces, se había convertido en una parada obligatoria para muchos escritores latinoamericanos que añoraban publicar en las grandes editoriales europeas.

Gracias a la reciente publicación de Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro del periodista Daniel Titinger (puedes leer una reseña aquí), podemos indagar en una relación que no estuvo exenta de buen humor, botellas de vino (o pisco) y, claro está, muchos abrazos. Bryce, por ejemplo, recuerda cuando su amigo quiso conquistar a la exmiss Perú Mary Ann Sarmiento en un cóctel dado en la embajada peruana de París: “Se metió al comedor y le dijo: Mary Ann, hace cuarenta años… y la otra, que ya estaba luchando con los años ni lo dejó terminar: Cojudo, hace cuarenta años, yo no había nacido” (Pág.93). 

foto: baldomero pestana

Y es que, al igual que en cualquier amistad, los momentos más memorables entre dos escritores (o más) no son los relacionados a grandes reflexiones literarias, sino a hechos cotidianos, divertidos y hasta absurdos.

Ribeyro también recuerda la pulcritud inglesa de su colega, cuando le dio hospedaje luego de que su primer matrimonio acabara (porque las penas de amor 'son menos amargas' con los amigos) : “ […] dos escritores en una misma casa podría ser nefasto, pero Alfredo es tan comedido, ordenado, discreto que prácticamente puedo seguir llevando mi vida de solitario, sin casi sentir su presencia” (Pág.90)

Y aunque Bryce perdió a su 'compañero de aventuras' en 1994, poco después de ganar el Premio Juan Rulfo, siempre lo ha tenido presente al punto de convertirlo en personaje en tres de sus novelas: Tantas veces Pedro, La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz

foto: Rodolfo hinostroza con RIBYERO Y bryce Echenique en parís (Década del ochenta)/foto:herman braun-vega

Ya lo había anunciado, el Flaco: "Si mis libros no perduran pues yo lo haré en los libros de Alfredo Bryce". Aunque, felizmente para nosotros, la obra de Ribeyro se mantiene fresca a poco más de veinte años desde su muerte. 


Blanca Varela: la amiga mayor

Dentro de la literatura peruana hay poco espacio (incluso hoy) para las escritoras. Muchas narradoras y poetas tuvieron que bregar mucho para ver publicadas sus creaciones. Recientemente, por ejemplo, una colección de novelas peruanas de El Comercio causó la molestia de algunas autoras como Gabriela Wiener y Claudia Salazar por no incluir novelas escritas por mujeres.

Esta indiferencia hacia el trabajo literario femenino, no obstante, generó que se formaran fuertes lazos amicales entre algunas autoras. Y una de las figuras cohesionadoras fue, desde luego, la poeta Blanca Varela (1926-2009). En ella, escritoras más jóvenes encontraron la guía y el impulso necesario para desarrollar su propia obra.

blanca varela/foto: andina

Su casa en Barranco fue escenario de muchas reuniones a la que asistieron autoras como Giovanna Pollarolo, Ana María Gazzolo, Rocío Silva Santisteban, Patricia Alba, Mariela Dreyfus, Rossella de Di Paolo, entre otras.

Dueña de una vida intensa, Varela se convirtió en una amiga mayor. La compañera que compartía con frescura y horizontalidad sus recuerdos y experiencias. Como se sabe, la autora de Ese puerto existe fue parte de la Generación del Cincuenta, un grupo conformado por importantes escritores como Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y Sebastián Salazar Bondy. Además , en su viaje a Francia, entabló amistad con Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Octavio Paz.

Rossella Di Paolo (1960), una de nuestras más importantes poetas, recuerda que la conoció cuando tenía veinte años. Ella fue a entrevistarla a la oficina peruana del Fondo de Cultura Económica que Varela dirigía por ese entonces. Luego tendría la oportunidad de conversar con la experimentada escritora en su propia casa. La franqueza fue uno de los rasgos que más le llamó la atención: “[…] la recuerdo hablando con mucha agudeza. Era directa en su manera de abordar cualquier tema, y eso me parecía refrescante en una ciudad como la nuestra que siempre habla a media voz”, señaló a LaMula.pe

rosella di paolo/Foto:

 Aun más importante fue el apoyo que brindó a las poetas de la generación de Di Paolo: “Me sentí muy feliz cuando ella vino a la presentación de mi libro […] Fue muy generosa y abierta. Le interesaba lo que hacíamos los poetas y las poetas de mi generación, y nos alentaba”.


Javier Heraud: el amigo que se convirtió en héroe

Cuenta César Lévano, poeta y director del diario La Primera, que cuando Javier Heraud conoció a César Calvo en un café cerca del Parque Universitario, le dijo: “Yo voy a ser mejor poeta que tú”, a lo que el autor de Pedestal para nadie contestó: “Yo también”.

El tiempo, juguetón, no le dio la razón a ninguno. Ambas obras poéticas son indispensables en la literatura peruana. Y las dos tuvieron un inicio auspicioso, cuando ambos escritores ganaron el Premio Poeta Joven del Perú (1960) convocado por la revista trujillana Cuadernos Trimestales de Poesía. Heraud por El viaje y Calvo por Poemas bajo la tierra

Pero entre los dos vates no hubo recelos. El tiempo tejió una entrañable amistad que los llevó, en 1961, a idear juntos un proyecto poético llamado Ensayo a dos voces. Un libro que presentarían a los Juegos Florales de San Marcos. Lamentablemente, solo llegaron a escribir un solo poema (puedes leerlo completo aquí).  

FRAGMENTO DE ENSAYO A DOS VOCES/fOTO: DURAZNO SANGRANDO

Pero esta amistad tendría un giro dramático. Como se sabe, Javierd Heraud murió acribillado por las fuerzas del orden en 1963. El joven poeta había regresado desde Cuba (y de forma clandestina) a la selva peruana como miembro de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional. 

Calvo quiso homenajear a su amigo con el arte. “Para un gorrión caído”, es un poema canción que llegó a ser interpretado por el propio vate acompañado por la guitarra del maestro Carlos Hayre. Pero compararlo con un ave no fue suficiente. El poeta compartió con Chabuca Granda su admiración por su amigo y producto de esa confidencia, nuestra voz criolla compuso tres temas: "Las flores buenas de Javier", "Silencio para ser cantado" y "El fusil del poeta es una rosa". 

De izquierda a derecha: césar calvo, arturo corcuera, javier heraud/foto: foroperuanodelasartes.blogspot

Su asesinato generó una profunda tristeza no solo en Calvo. La desazón y la rabia también se apoderaron de Antonio Cisneros, Hildebrando Pérez, Reynaldo Naranjo y Arturo Corcuera. Todos ellos compañeros en el ejercicio de la creación poética (la Generación del Sesenta). Justamente, el autor del Noé delirante fue el elegido para quedarse con los libros que Heraud dejó en su casa antes de partir a Cuba para estudiar cine y donde también se entrenó como guerrillero. Corcuera relata en un programa de la televisión nacional, la última vez que vio a su amigo: “El estaba especialmente tenso ese día y tenía la sensación de que no nos volveríamos a ver […] Cuando se despedía me decía ‘Arturo ven por los libros, por favor, ven por los libros. Yo sé que nunca más volveré a ver mis libros’”


Arguedas y Westphalen: cuando el río y el mar se unen

Lo occidental y lo andino se hicieron amistad palpable en las figuras de José María Arguedas y Emilio Adolfo Westphalen. A pesar de que provenían de espacios geográficos y culturales distintos, ambos escritores desarrollaron un intenso diálogo que tendió puentes entre dos espacios que a menudo se consideran opuestos y que, casi siempre, se piensan dentro de la dicotomía barbarie/civilización. 

josé maría arguedas

Nacidos en 1911, los autores se conocieron en los patios de la Universidad San Marcos en 1932. Por aquel entonces, Westphalen concluía sus estudios de Letras, mientras que Arguedas los iniciaba. Su amistad marcada por la literatura tuvo momentos duros como aquella ocasión en que ambos estuvieron presos (en el caso de Westphalen fue por corto tiempo)  en el Penal El Sexto en 1937 bajo el gobierno de Oscar R. Benavides a causa de su activismo político a favor de la República Española y en contra del facismo. Ambos editaron clandestinamente, con el poeta Manuel Moreno Jimeno, cinco números del boletín del CADRE (Comité de Amigos de la República Española) hasta que la policía los descubrió. Esta información la recuerda Peter Elmore en su artículo El Cauce y el Caudal: Emilio Adolfo Westphalen y José María Arguedas en la cultura moderna peruana.

El investigador menciona que la amistad entre los dos escritores “maduró gracias al aprendizaje mutuo de las diferencias y a la calidez de los afectos. La nutrió también una afinidad ética, ideológica y estética que se expresa en inclinaciones similares rasgos compartidos: el compromiso pleno con la vocación artística y el trabajo intelectual, el rechazo al orden oligárquico, la hispanofilia conservadora, el aprecio por las creaciones autóctonas…”. 

emilio adolfo westphalen/foto: 


Desde luego, la cultura peruana se benefició de ese compromiso. Recordemos que tanto Arguedas como Westphalen fueron grandes gestores culturales. El primero llegó a ser jefe de la Sección de Folklore, Bellas Artes y Despacho del Ministerio de Educación, desde donde se preocupó por la difusión y estudio del arte popular. Por su parte, el autor de Las ínsulas extrañas fue el director de dos importantes revistas que se caracterizaron por una rigurosidad intelectual y artística: La Moradas (1947-1949) y Amaru (1962-1971). En ambas, Arguedas colaboró junto a otros escritores como Blanca Varela y Jorge Eduardo Eielson (con quienes se reunía en la Peña Pancho Fierro).

Y aunque la muerte de Arguedas, en 1969, dejó apenado al poeta y traductor, su amistad ha quedado testimoniada en las decenas de cartas que ambos se enviaron entre 1939 y 1969 y que han sido recopiladas por su hija Inés Westphalen Ortiz en un libro publicado por el Fondo de Cultura Económica: El río y el mar (2011). En aquellas misivas, se puede rastrear la evolución de una relación que traspasó lo íntimo y que dejó frutos en la literatura peruana.

No está de más decir, que el poeta fue uno de los primeros en comprender la complejidad de la obra arguediana y no se dejó llevar por anteojeras estéticas como otros críticos. Recordemos, asimismo, que el El zorro de arriba y el zorro de abajo fue dedicado al violinista Máximo Damián, quien falleció el último jueves, y al propio Westphalen. Este último respondería esa generosidad con el poema El Niño y el río (publicado en 1984) . El año de la muerte de Arguedas, además, el vate publicaría un texto (Jose María Arguedas 1911-1969) donde señaló que entrar en un relato o novela de José María Arguedas significaba “entrar a un mundo completo poblado de seres vivientes en intercambio constante entre sí y con el medio que los rodea. No hay carácteres estereotipados, tics retóricos, ni la preocupación de demostraciones ideológicas, de ceñirse a consignas o programas”.

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