Diamela Eltit -Premio José Donoso 2010- no es una escritora convencional. En las entrevistas que brinda no existe esa parafernalia del ‘creador ’ que expresa la sonrisa de un autor autocomplacido por ser leído por un sinnúmero de personas.  

"Yo nunca he escrito para que me lean todos porque sería muy angustioso tener esa responsabilidad. Siempre he pensado que un libro posee todas las lecturas que tiene sean cien, mil, un millón… Creo que los lectores encuentran sus textos, tarde o temprano. No necesariamente es [un proceso] lineal. Hay obras que se han leído 150 años después de muerto el autor porque tenemos una mirada inmediatista, muy coyuntural, pero el trabajo con los signos tiene otro tiempo",expresó en una entrevista para la radio de la Universidad de Chile

La autora chilena de 49 años sabe que su obra toca los rincones sucios de la sociedad chilena. Los recuerdos de una época violenta –que como los familiares atacados por la locura- es mejor ocultar o incluso apelar a una operación más sofisticada: creer que nunca existieron.

Si la Literatura es la vereda del frente de la Historia, entonces Eltit es una vigilante que conoce los espacios íntimos de su fisonomía, sus rajaduras y las pequeñas hojas que crecen dentro de sus agujeros llenos de la humedad. Las escenas contemporáneas de Chile regresan a través de las limitaciones, el coraje y las frustraciones de sus protagonistas: las mujeres.

diamela eltit/foto: pablo sanhueza

La narradora santiaguina ingresó al mundo oficial de la literatura en 1983 con la publicación de su novela Lumpérica. Cuatro años antes, junto a Raúl Zurita (poeta), Fernando Balcells (sociólogo), Lotty Rosenfeld y Juan Castillo (ambos artistas visuales) fundó el Colectivo Acciones de Arte (CADA) que se caracterizó por buscar una renovación teórica y práctica en el ambiente artístico chileno en plena dictadura de Augusto Pinochet.

Posteriormente, en 1985, recibió la beca Guggenheim. Un año después publicaría Por la patria, su segunda novela. Después vendrían Los trabajadores de la muerte y otras publicaciones que han ganado, a pulso, a sus lectores: Vaca Sagrada (1991), Mano de Obra (2002), Impuesto a la carne (2010), Fuerzas Especiales (2013), entre otras.

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Jamás el fuego el nunca es un verso del poema Los nueve monstruos de César Vallejo. Un texto ‘hervido de entrañas’ que expone la violencia del dolor. Pero también es el título de una de las novelas más singulares de Eltit (publicada en el 2007). Sus protagonistas son un hombre y una mujer enfrentados a sus últimos años de vida tras haber formado parte de algunas células izquierdistas que fueron al encuentro con la Historia para llevar adelante la utopía socialista con extrema disciplina.

La narradora-personaje expone el relato de una gesta que se erigió para combatir dos grandes males: el fascismo y el autoritarismo. Y, claro, como todo germen de revolución, la clandestinidad es un requisito indispensable.

"Pero a pesar de que el tiempo no cesa de transcurrir, nunca, vivimos como militantes, austeros concentrados en nuestro principios. Pensamos como militantes. Estamos convencidos de que nuestra ética es la única pertinente. Lo sabemos, lo constatamos a cada instante. Entendemos que no nos podemos dejar avasallar por sentimientos comunes, sabemos que la historia terminará por darnos la razón. No necesitamos de ninguna confirmación, ni siquiera discutirlo en el interior de la célula en que nos hemos convertido" (Pág. 33).

La actividad al margen de la ley, cuando es movida por ‘altos ideales,’ puede generar simpatía en el entorno, en los ciudadanos hartos de las injusticias que sufren por los tentáculos de diferentes poderes. Pero existe un lado que a menudo soslayamos: el peligro del mesianismo. La fantasía de que nadie más puede emprender la misión que te has propuesto. Esta actitud podemos encontrarla también en los súperheroes de los cómics. Pensemos en Batman, por ejemplo, cuya terquedad por acabar con el crimen con sus propias manos, lo conduce al aislamiento radical.

foto: manuel angelo prado

Un fenómeno parecido surge con la pareja protagonista, especialmente con el personaje masculino. El impulso por cumplir con una gesta social trae consigo una entrega excesiva a los esquemas políticos y teóricos. Con el tiempo,  esas torres llenas de principios se derrumban. No se trata de un viraje ideológico, sino de una consecuencia de la mirada endogámica, un dejar pasar a la contemporaneidad que deshace, altera, y rompe sin ninguna consideración una estructura previamente construida.

"Por esos pensamientos que ahora reconozco como estúpidos, dejé de lado la monserga, la tuya, que me calificaba de estalinista, una definición que llegaba en los momentos en que iban a cesar las células y entre ellas, la nuestra ya invadida e infiltrada por el petiso que colaboraba con los grupos reformistas, el mismo petiso que después asomaría su rostro en la fotografía del diario y ambos cerramos los ojos conmocionados o aterrados de ver a Maureira sin su chapa, reconvertido ahora en Javier Montes […] el petiso que se cambió de lado, en el momento justo, cuando todavía era posible y debilitó nuestra célula sin dudar para conseguir su permanencia en una historia que, lo vemos, lo vivimos, lo padecemos, no iba a llegar a ninguna parte o se iba a anclar justo en el estadio productivo que alguno de nosotros había presagiado" (Pág. 135).

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No hay mejor espejo del fracaso que el cuerpo. Existe un trabajo realizado por el personaje femenino que lo expone: el cuidado de ancianos, ciudadanos acomodados que , llegada la vejez, entregan parte de sus ahorros a los miembros de una clase menos favorecida para hacer más cómoda su decrepitud que no es otra cosa que la antesala a la muerte.

Eltit describe sin tapujos el proceso de limpieza de un cuerpo entrado en años por una exmilitante de izquierda. La narración es directa y suave pero no por eso menos condescendiente. Las heces, la orina y los olores nauseabundos no se soslayan. Al contrario, tienen un protagonismo que destierran cualquier artificialidad.

"Exprimo y exprimo la esponja, con la que he limpiado su entrepierna, hasta que me cercioro de cómo se escurre, por el desagüe, en medio de un agua circular, el último resto de caca que aún permanecía en sus genitales […]El olor va perdiendo su consistencia. Solo permanece el pesado halo a orines que ya ha invadido definitivamente la pieza y el baño. Como si se hubiera parapetado en las paredes, el olor a orina, constante, rebelde, inconfundible"(Págs.61-62).

Hay una ironía histórica en imaginarse a una exmilitante limpiarle el trasero a un burgués o a una burguesa. Y aunque algunos despistados podrían ver este fenómeno como una reivindicación tardía, solo es un lado de la moneda: a lo largo de la novela asistimos a la derrota del protagonista masculino a causa de la enfermedad que evidencia su poderío en el diario vivir: la molestia para caminar o ir al baño; la pesadez para manejar el cuerpo y salir a la calle; y la imposibilidad de establecer alguna relación social.

“Y sales al pasillo a buscar el baño, caminas, en cierto modo, titubeante, con los talones fuera de la zapatillas. Llevas en la mano un pedazo de diario y lo recorres de manera superficial y después te limpias el culo con el papel. Te da un cierto asco tolerable la caca, su olor, el tuyo. Siempre. Te afecta el papel, todo te irrita la piel. Y vuelves a la pieza e intentas, intentas, mientras se desencadena en ti un momento extremo y pernicioso, caminar por encima de las tablas, pero no sólo te agotas sino que te duelen los talones y los muslos, pero especialmente te enloquecen los crujidos que provienen de la severa irregularidad del piso, lo sé” (Pág.97).

El remate final de los sueños para la mujer, sin embargo, no es la confirmación de que la utopía política fue una fantasía, una especie de vocación incumplida, sino la imposibilidad de engendrar vida. ¿Acaso un impedimento -en clave biológica- de alguna fuerza maligna para bloquear cualquier continuidad de un pensamiento que cuestione el sistema político y social? Tal vez.


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