Dos delincuentes retirados (Renato Rossini y Julián Legaspi) son llamados por un capitán de la Policía, que aparentemente nunca ha visto televisión en su vida, para infiltrarse en una mafia de narcotráfico dirigida por Reynaldo Arenas y conformada básicamente por jueces corruptos y sicarios dispuestos a matar policías. Los personajes de Rossini y Legaspi aceptan sin más esta misión suicida (como si no existiese tal cosa como la policía inflitrada), a pesar de que hace 20 años que se ‘retiraron’ de la vida criminal. Una vez infiltrados, los dos encuentran múltiples obstáculos que consisten en su mayoría en mujeres semi desnudas con las que tienen que decidir si tener sexo o no.
Lo que pasa es que el villano de Reynaldo Arenas es blando, se comporta como si fuese el villano de una serie cuyas maldades ya conocemos y, por lo tanto, estuviese de antemano justificado llamarlo ‘intocable’. No basta, pues, que la primera línea de su personaje sea “¡maldito imbécil!” para constituir el jefe temible que todos los demás parecen dar por sentado. Solo al final de la segunda mitad (¿o fue al principio? No estoy segura, todo fue dolorosamente largo) Arenas da alguna muestra de la locura propia de un hombre que llama a su industria de cocaína ‘mi firma’.
Así, el único peligro tangible que queda para los autocomplacientes Rossini y Legaspi en Al filo de la ley es caer en las ‘garras’ de por lo menos ocho mujeres vestidas como muchachas yendo a la discoteca Gótica en el verano limeño, las cuales, gracias a un guión no en vano co-escrito por los propios actores, se les tiran encima apenas entran a una habitación. Entre esta aparente inercia por la que los dos hombres (que –debo decirlo– no están en su mejor momento físico) son imanes de mujeres y la repetición de frases como –y cito– “ustedes ya lo tuvieron todo: dinero, lujos, mujeres”, Al filo de la ley es uno de los peores insultos al género femenino que he visto desde el retorno de la Paisana Jacinta.
Lo peor es que Milett Figueroa, cuyo ‘debut cinematográfico’ es lo que parece haber llevado a miles de personas a las salas en que se exhibe la película, es en realidad quien parece tener el único potencial como actriz en todo el elenco. Su personaje, ‘la Gata’ (no es broma), se limita a tratar de tener sexo con Renato Rossini y, después, a rechazarlo. A pesar de que, en teoría, es la ‘mano derecha’ o ‘joya más preciada’ (sigue sin ser broma) de Reynaldo Arenas, nunca la oímos decir más de dos palabras que no estén relacionadas con sexo. Esta podrá ser una estrategia de márketing efectiva, pero hasta los espectadores con intenciones más vulgares terminarán por aburrirse de lo literal y poco sutil que es la dinámica de Al filo de la ley.
La única mujer de la película que podría tener algún tipo de agencia aparte de su sexualidad –insisto con el tema porque es una película con más mujeres que hombres– es una periodista que los directores Hugo y Juan Carlos Flores despachan sin más ni más, haciéndola raptar para nunca más ser vista. Otra mujer cuya agencia, aunque fuese sexual, podría haberse aprovechado en un guión con una pizca de conocimiento dramático, es la de la novia/esposa de Reynaldo Arenas, interpretada por Fiorella Flores.
En vez de eso, el personaje de Julián Legaspi la viola y después pretende cuidarla. Sí, repito: la viola. Cuando una persona es obligada a tener sexo a pesar de decir una o varias veces que no, se trata de una violación. El personaje interpretado por Legaspi tiene la conchudez, luego, de actuar como si la quisiera, en algún tipo de percepción torcida de la realidad en la que ella ‘no se deja pero sí quiere’.
La misoginia, sin embargo, no es el único aspecto en el que Rossini, Legaspi y los hermanos Flores dan cuenta de su completa desconexión de la realidad cinematográfica y cultural. Pretenden hacer una película de acción protagonizada por dos amigos, pero olvidan que el corazón de la amistad cinematográfica yace en un tira y afloja, la química y el conflicto. Rossini y Legaspi no solo no tienen química, sino que parecen nunca estar en desacuerdo en nada, ni conversar sobre nada.
No ayuda a mejorar la situación el que las líneas de diálogo de Al filo de la ley tengan una tendencia a ser risibles. Como remedio para esto, antes de ponerse a hacer la secuela que temo inevitable, recomiendo –ruego– que vean un par de películas sobre el género que pretenden estar realizando (por ejemplo: 21 Jump Street, Pineapple Express y demás ‘bromedias románticas’, además de La ciudad y los perros de Lombardi, como para hacerse de un ejemplo peruano de la amistad en el cine).
Por otro lado, es más bien preocupante lo mal formulada que está la intriga de esta película. Nada tiene sentido: ni la ‘estrategia’ de los protagonistas, ni la de los policías, ni siquiera la de los criminales. Aquí podría ayudar ver un par de películas como Donnie Brasco, Los Infiltrados, Perro Guardián o incluso Desaparecer y, no se pasen, investigar un poco sobre cómo funciona el narcotráfico en este país.
Renato Rossini no será el personaje más sutil de la farándula peruana, pero quizá alguno de sus compañeros de producción pueda averiguar, de paso, cómo escribir personajes femeninos que no sean por completo ofensivos tanto para el público como para las actrices. En este rubro, ya que probablemente ninguno de ellos se vaya a poner a leer a Julia Kristeva, yo propondría títulos como Bridesmaids, Mad Max: Fury Road y la peruana Django en la que, aunque el protagonista tiene sexo con las dos mujeres que aparecen, por lo menos esto causa algún tipo de conflicto y tiene un sentido dramático.
Esperemos que Al filo de la ley sea la peor película peruana del año –y por qué no, de la década– y podamos en el futuro cercano volver a ver proyectos inteligentes, modernos y valiosos en la cada vez más estable industria cinematográfica peruana.
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