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Un ojo siempre nos descubre

En la poesía de José Watanabe (1945-2007), la mirada es un factor a través del cual la realidad puede ser desmontada. Y esto es un rasgo inequívoco de inconformidad.

Publicado: 2014-04-25

Hay que tener cuidado con la poesía, pues tiene la capacidad de desarticular la apacible concepción que uno maneja de la realidad. Mientras más certera sea, más desconcierto nos habrá de producir. Y lo que se creía que era una sólida capa resistente a los furibundos vaivenes del tiempo, no será más que un tejido que no dejará de deshacerse en todo momento.  

En la poesía de Watanabe se comprueba esta afirmación. A partir de la contraposición entre lo que la razón sospecha (y cree estar clarificando) y lo que la intuición revela (aunque pueda lucir como algo contradictorio), el sujeto deja de ser víctima de una quebradiza red de ilusiones y, más bien, es la realidad la que pasa a ser la presa. Todo esto por medio de la mirada.

El ojo se convierte en una herramienta fundamental. No solo nos permite entrar en contacto con los fenómenos y eventos que la realidad presenta, sobre todo aquellos que brillan y se sacuden estrepitosamente; también tiene la opción, siempre y cuando se lo entrene para ello, de hurgar en los pliegues más recónditos de la misma y, así, intentar acceder al núcleo original de las cosas.

Las escenas descritas en los poemas de Watanabe —o bien desde la perspectiva de un observador anónimo pero que no deja que nada se le escape, o bien desde las experiencias de una criatura que enfrenta al destino con su mirada— nos demuestran que no hay situación a partir de la cual sea posible desarmar la realidad para explorarla y para exprimirle una enseñanza.

Por supuesto que no existe ningún aliento moralizante detrás de sus palabras. La obra de Watanabe se caracteriza por mostrarse como un testimonio de ignorancia. Inconforme ante las imágenes con las que la realidad pretende marearnos —quizá porque espera que haya algo más detrás de ellas— el poeta quiere acceder a la sabiduría que lo cotidiano, lo fortuito y lo banal le pueden entregar. 

Este ojo insatisfecho, sediento de un conocimiento trascendente, por lo tanto, nos ayuda a percibir lo que se oculta tras la superficie (y que termina pasando desapercibido), pero también nos permite hurgar en nosotros mismos, sacando a la luz nuestra condición genuina, la de criaturas pasajeras pero necesitadas de lo sublime.

Con una rápida revisión de algunos de sus poemas caeremos en cuenta que ello es así:

La mantis religiosa 

(De El huso de la palabra, 1989)

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol 

hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de 

mis ojos.

Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del

Chanchamayo

y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas, 

confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.

Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre, 

pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza 

cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido

a un macho 

vacío.

La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:

el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando

hembra

y la hembra ya estaba aparecida a su lado,

acaso demasiado presta

Y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.

En el beso

ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él

y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,

que va licuándole los órganos 

y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,

y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando

la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho

se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula

a la muerte.

Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita. 

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra

queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta

del macho.

Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra

de agradecimiento.

Sala de disección 

(De El huso de la palabra, 1989)

Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,

sin embargo los estudiantes admirablemente

estaban entusiasmados con su muerto,

lo rodeaban

y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.

Yo aprendía otra lección:

la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.

Los estudiantes me previnieron

que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:

a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.

No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,

una modesta sierra de carpintero

cortó el cráneo a la altura de las sienes,

luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.

Yo me dedique a observarlo, solo, en otra mesa

mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el

muerto.

Sorpresivamente

una bruja brillante brotó del interior del cerebro

como un mensaje venido de la otra margen,

y no había boca que lo pronunciaría.

No había boca.

La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.

Animal de invierno 

(De Cosas del cuerpo, 1999)

Otra vez es tiempo de ir a la montaña

a buscar una cueva para hibernar.

Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas

son como huevos vacíos donde recojo mi carne

y olvido.

Nuevamente veré en las faldas del macizo

vetas minerales como nervios petrificados, tal vez

en tiempos remotos fueron recorridos

por escalofríos de criatura viva.

Hoy, después de millones de años, la montaña

está fuera del tiempo, y no sabe

cómo es nuestra vida

ni cómo acaba.

Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro

en su perfecta indiferencia

y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.

He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.

En este mundo pétreo

nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo

y me tocaré

y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña

sabré

que aún no soy la montaña.

El guardián del hielo 

(De Cosas del cuerpo, 1999)

Y coincidimos en el terral 

el heladero con su carretilla averiada

y yo

que corría tras los pájaros huidos del fuego

de la zafra.

También coincidió el sol.

En esa situación cómo negarse a un favor llano:

el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

El hielo empezó a derretirse

bajo mi sombra, tan desesperada

como inútil.

Diluyéndose

dibujaba seres esbeltos y primordiales

que sólo un instante tenían firmeza

de cristal de cuarzo

y enseguida eran formas puras

como de montaña o planeta

que se devasta.

No se puede amar lo que tan rápido fuga.

Ama rápido, me dijo el sol.

y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,

a cumplir con la vida:

yo soy el guardián del hielo.

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Escrito por

Paulo César Peña

Literatura. Historia. Arte. Lima. Y también dibujo ciudades en mis ratos libres. @dinamodelima


Publicado en

Redacción mulera

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