"Las familias de los desaparecidos no esperan. Buscan". Es el lema de la  campaña regional lanzada recientemente  por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para concienciar respecto de la importancia del enfoque humanitario en las políticas públicas sobre reparación y seguimiento  de casos de desaparición forzada. 

En el Perú, donde los desaparecidos durante los años del conflicto armado interno se cuentan por miles, las familias han buscado por décadas, y la tarea de reparar ha empezado progresivamente en algunas de las regiones más golpeadas por la violencia. 

El pasado 27 de junio, en Huamanga,  los restos de 64 de esas víctimas, asesinadas entre los años 1984 y 1992, en diferentes comunidades ayacuchanas,  fueron entregados a sus familias en una ceremonia de restitución organizada por el Ministerio de Justicia (Minjus). La Mula acompañó a la delegación del CICR y a las familias. 

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Guilermina Velasque Morales tenía 17 años cuando la muerte se cruzó en su camino. En Cunya, como en muchas comunidades de Ayacucho, había que esquivarla todos los días refugiándose en los cerros, escondiéndose entre matorrales. No había escapatoria. Solo quedaba apretar los dientes y resistir. Pero aquel día de 1984, mientras su familia estaba en otro pueblo, en ese caserío del distrito de Uchuraccay, provincia de Huanta, se desató la matanza y no hubo tiempo de escapar. Tampoco para llorarla en paz.

Casi 35 años después, Catalina Morales, su madre, anciana y quechuahablante, ha llegado hasta Huamanga, acompañada de su nieta Elizabeth, para recibir los restos de Guillermina y para recordarnos que las heridas de la guerra no se cierran, que el dolor está vivo y que el derecho de las familias a ser reparadas sigue vigente. Basta verla y escuchar el tono tembloroso de su voz, mientras cuenta lo que pasó,  para intuir el terror y sus secuelas.

Catalina Morales y su nieta Elizabeth llegaron desde Huanta  para asistir a la ceremonia y llevar de regreso a casa los restos de Guillermina

Acompañada de un representante de la Dirección de Búsqueda de Personas del Ministerio de Justicia, la señora camina por los pasillos del Ministerio Público y cumple el mismo rito inevitable que siguen todos los familiares: recibir los restos de quien perdieron y volver a casa con un pequeño cajón blanco, para velarlo y enterrarlo dignamente, para despedirse sin los apuros del miedo y con el cuidado que merece su pena.   

La antesala de esa despedida comunitaria es la ceremonia oficial de restitución que se realiza cada vez que un grupo de restos óseos ya identificados por el equipo forense del Instituto de Medicina Legal está listo para ser devuelto. 

 Esta vez fueron 64 personas de más de 10 comunidades, repartidas en todo el territorio de Ayacucho: Uchuraccay, Panti, Ccano, Chuqui, Cunya, Qocha Qocha, Pampalca, Chungui, Vilcashuaman, Vischongo, Huayrapata, Ocros, Huaychao, Tincuy, Huancasancos, Chuya. De Huanta a Lucanas, todas víctimas de los dos fuegos que los azotaron entre 1984 y 1992, los años más duros de la violencia.

La Catedral de Huamanga recibe los féretros en una noche de miércoles lluvioso y el altar, al final de los acomodos, queda listo para el evento del día siguiente: impregnado de blanco, rodeado de flores y salpicado de algunas de las pocas fotografías que atesoran las familias de los desaparecidos.

En la ceremonia, que preside el arzobispo de Ayacucho, Salvador Piñeiro, están presentes familiares de las víctimas que han llegado desde sus comunidades, autoridades de Lima y también algunos vecinos de Huamanga que se acercan atraídos por la curiosidad o, más bien, por la empatía. No hay ayacuchano que no tenga una historia cercana de pérdida, de desolación, de horror. 

Alguien como Nery, por ejemplo, una mujer de unos 60 años que se sienta en una de las bancas de adelante y, luego de rezar varios minutos arrodillada frente al altar, pregunta por los detalles de evento. No hay ningún familiar suyo aquí pero sí una memoria parecida. Casi inmediatamente y, como en un susurro, se anima a contar lo que vivió en Huaychao: el mismo patrón que une todas las historias de la región,  la misma rutina de esconderse, el miedo constante, las balas corriendo y, en su caso, también los abusos sexuales recurrentes. 

 a La ceremionia de restitución asistieron los familiares de las victimas y muchos vecinos de huamanga. 

Esa forma de violencia es un monstruo oculto que se adivina en cada mirada de las mujeres sobrevivientes del conflicto, pero del que muy pocas se animan a hablar.

En la ceremonia, se suceden uno tras otro los discursos de las autoridades. El viceministro de Derechos Humanos, Daniel Sánchez Velásquez, hace hincapié en que esta restitución constituye un hito importante para que las familias puedan cerrar un ciclo doloroso y ensaya una disculpa por el demorado cumplimiento del compromiso del Estado para dar respuesta, justicia y reparación a las víctimas. El representante del Ministerio Público hace el recuento apurado de los recursos desplegados para devolver identidades y menciona los incipientes avances en las investigaciones que determinarán a los responsables de tanta muerte.  

El discurso que más impacta es el de uno de los familiares: lo pronuncia íntegramente en quechua, sin intérprete. Se quiebra varias veces al recordar. Se dirige a los presentes que han sufrido lo mismo que él, pero su tono golpea las conciencias de todos los que estamos escuchando, aunque no lo entendamos o, tal vez, precisamente por eso. Cuando todos terminan de hablar es inevitable pensar en el reloj que sigue corriendo −mientras hay aún muchas fosas por descubrir−, en las vidas robadas o en esas irremediablemente rotas.

Acabada la ceremonia todos los familiares están listos para volver a casa. Catalina y Elizabeth irán a Huanta.

Cada grupo de familiares es acompañado de representantes del Estado y miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja, que en Perú, como en otros países, realiza un seguimiento minucioso de los avances en la búsqueda de desaparecidos. 

También forman parte de las comitivas algunos equipos periodísticos. El nuestro acompaña el cortejo hacia Vilcashuamán, al sur de Ayacucho. Allí, a dos horas de Huamanga, en el distrito de Vischongo, en el centro poblado de Huayrapata, también se desató el terror e irrumpió la muerte. Allí hay también una historia de dolor pendiente.


Todo sucedió en marzo de 1984, recuerda don Gerardo Chuchón, uno de los sobrevivientes de aquella tarde de marzo. En Huayrapata habían velado hacía pocas horas a dos de sus vecinos, Urbano Chuchón y Mauro Sulca, muertos en extrañas circunstancias luego de que un miembro del destacamento policial de la zona se los llevara fuera del pueblo. Las balas empezaron a correr nuevamente al quinto día en una de las casas del pueblo donde estaban reunidos los dolientes. “Fueron los sinchis”, dicen quienes recuerdan ese episodio de desaparición de los dos hombres y la matanza que vino después. En esta última incursión murieron cuatro personas: Pedro Chuchón, Ambrosio Chuchón, Baltazar Medrano y Alejandro Medrano. Todos padres de familia que dejaron viudas desvalidas y, en el caso de los Medrano, ocho huérfanos desamparados.

“Es mucho el dolor por el que hemos pasado. Y es injusto. Eran hombres mayores, inocentes. Queremos saber por qué pasó, quién dio la orden. Solo así podremos estar realmente en paz”, dice Gerardo, quien ha buscado respuestas y justicia para su padre y su hermano durante más de tres décadas. Junto con él, otros deudos son la réplica de la tragedia sin explicación. Eudocia y Rosa Medrano perdieron a su padre Baltazar aquella noche y quedaron, junto a sus tres hermanos, solo bajo el cuidado de su madre, una mujer que no tuvo muchas opciones para sacar adelante a sus hijos.

“Somos analfabetos, vivimos en la pobreza, no hemos podido estudiar, terminar la primaria siquiera. No somos nada, no tenemos nada. Si a mi papá no lo hubieran matado, otro sería nuestro destino”, dice Eudocia, entre lágrimas, mientras recuerda la historia que su madre le contó sobre lo ocurrido aquella noche. 

Ahora, pasados los años, están todos reunidos nuevamente para la despedida final. El velorio se realiza de manera conjunta en el local comunal inaugurado el año pasado por la gestión del presidente Martín Vizcarra. Una placa colocada en una de las paredes celestes del frontis es el recordatorio de esa obra y también el único rastro visible de la presencia del Estado. 

Los vecinos se acercan de a pocos durante la noche. A la mañana siguiente, el entierro en el cementerio del pueblo será el punto final de este viaje por la memoria y un importante alivio para su sufrimiento.

Local comunal de huayrapata. 28 de junio de 2019.  las seis víctimas recuperadas sonn veladas de por sus familias.

“La participación de la CICR y de los miembros de la Dirección de Búsqueda de Personas Desaparecidas, en coordinación con el trabajo de identificación e investigación que viene realizando el Ministerio Público, tiene el objetivo de facilitar a las familias el acceso a un trato digno y respetuoso de su duelo”, dice Susana Cori, una de las representantes de la CICR que ha viajado hasta Huayrapata para asistir a este grupo de familias. 

Además de la ayuda técnica y el.acompañamiento,  el organismo internacional asumió el compromiso y costos del traslado de las familias desde su lugar de origen hasta Huamanga, para asistir a la ceremonia. El ministerio, por su parte, se encargó de la gestión de la ceremonia, de cubrir los costos de alojamiento de los visitantes y de asegurar retorno cómodo de los deudos a sus comunidades.

Guisell Estevez, relacionista comunitaria y miembro del equipo de Búsqueda de Desaparecidos del Minjus, la atención desde las instituciones del Estado es necesaria e importante pero debe centrarse en el componente comunitario. “La comunidad encuentra sus propios mecanismos para salir adelante. Los espacios no formales ayudan más porque permiten dejar salir el dolor pero también encontrar fortaleza en las experiencias compartidas. En el discurso y en la vida, las personas de las comunidades no hablan en primera persona. Siempre está muy presente el 'nosotros'”, dice. 

Encontrar y despedir es el fin de un ciclo de dolor y el inicio del proceso de recuperación para estas familias. Sanar, sin embargo, es una tarea de largo aliento. Y es de todos.

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