Han pasado más de 35 años desde que el conflicto interno rompió la paz de miles de peruanos y se ensañó especialmente con las poblaciones altoandinas. Según la CVR, Chungui fue el distrito más afectado del país, con el mayor número de víctimas. Muchos se marcharon a otras provincias en busca de refugio. Los que quedaron vivieron en zozobra por los ataques terroristas de Sendero Luminoso y por la brutal represión de las Fuerzas Armadas y policiales.  Dolores Guzmán fue una de las que vivió la pesadilla y se salvó de ella. LaMula.pe la acompañó en su regreso a Chungui para el estreno del documental 'La Búsqueda' y recogió los detalles de su lucha cotidiana en Lima.

Fotografía: Gianmarco Castillo

I


No hay día en que se despierte y no piense en volver a su pueblo. Dolores Guzmán es una sobreviviente que añora estar en Tastabamba, una comunidad ayacuchana que, junto con otras de la zona, fue arrasada por la violencia terrorista en los años ochenta. A pesar de las horas de espanto que no se borran, ese sigue siendo su verdadero hogar.

Para ella, que lo ha vivido todo, si de dificultades se trata, no importa tanto que para llegar hasta allí haya que caminar casi un día entero porque, en el distrito de Chungui, las carreteras son un lujo al que casi ningún centro poblado puede aspirar. Tampoco la disuade que los servicios de salud o la cobertura de necesidades básicas siga siendo una demanda cubierta a medias por el Estado. Dolores siempre quiere volver. Aunque cada vez que lo hace, junto con la alegría del retorno a la tierra, regresan también los recuerdos lacerantes del pasado.

Regresar a Chungui, un reencuentro con la memoria.

Según las cifras recogidas por la Comisión de la Verdad, la población de Chungui sufrió un descenso de cerca del 47.5% entre 1981 y 1993: se redujo de 8,257 habitantes a 4,338. Los desaparecidos y muertos a causa de la violencia de Sendero Luminoso, y también por culpa de las intervenciones militares en la zona,  suman más de 2000 y las fosas siguen apareciendo.

Dolores tiene el recuerdo fresco de cómo fueron esos años. Ella estuvo en una de esas masacres sin nombre. Fue el 14 de julio de 1984. Estaba en Paccha, uno de los caseríos donde los comuneros eran acosados por senderistas, cuando llegaron los “sinchis”. Eran unos 50, recuerda ella. A punta de gritos y balazos amedrentaron a los pobladores, detuvieron a una treintena de ellos y luego asesinaron a la mayoría, haciéndoles cavar antes las fosas a donde los lanzarían luego.

Aquella vez ella se salvó de los disparos pero no de la tragedia. Tenía 20 años, cuatro meses de embarazo y, después de esa incursión, también una viudez precoz. Allí murió su conviviente y seis miembros de su familia. Según los informes forenses que resultaron de las exhumaciones de cuatro fosas, casi 31 años después, solo quedaron los restos de 21 cuerpos, 12 de ellos eran niños.

A Dolores, los sinchis se la llevaron a Chupón y allí la dejaron. En ese lugar nació, en 1985, su hija Sonia. Pero la tranquilidad no le duró mucho. Un mal día a Chupón entraron los senderistas, mataron a siete dirigentes del pueblo y ella, que ahora tenía que proteger la vida de su hija, no tuvo más remedio que escapar. Huyó junto con una pareja amiga. Caminó por varios días, cruzó el río con una recién nacida en los brazos y el miedo en la garganta. Se refugió finalmente en un pueblo cerca a Andahuaylas. Cuando pudo volver a Ayacucho se encontró con una familia rota: un hermano muerto y a su padre postrado a causa de las heridas irremediables provocadas durante uno de esos ataques criminales contra la población.


Emergencia en las alturas

Chungui es de esos lugares perdidos en el mapa y en la memoria de un Perú centralista y varias veces indiferente. Para llegar hay que viajar casi ocho horas por carretera desde Huamanga. Una suma de curvas, un recuento de montañas, un cielo azul decorado con nubes que parecen dibujadas y una vista desde alturas que te dejan sin aliento. Así es el camino que nos lleva a un territorio cuyo nombre se ha pronunciado tantas veces para recordar tragedias.

El camino a chungui, el contraste entre  la belleza del paisaje y la dureza de los recuerdos.

Cuando Dolores salió de allí, la zona aún estaba inmersa en el infierno de la guerra: los habitantes de las comunidades esquivaban la muerte a diario, los senderistas los obligaban a efectuar las llamadas “retiradas”- que implicaban la movilización del pueblo entero hacia el monte para eludir y confundir a las fuerzas del orden-, los militares, por su lado, empezaban a instalar sus bases en la zona y a desplegar sanguinarios métodos contra todo lo que consideraban como el enemigo. No había tregua para los inocentes atrapados en medio de dos fuegos.

Pero los tiempos de la muerte pasaron. Ahora que ya no es más un pueblo secuestrado por el terror de Sendero, en Chungui la vida se abre paso. Aunque el despliegue policial y algunas advertencias nos recuerdan que sigue siendo una zona considerada en estado de emergencia- por la presencia de remanentes en las partes más alejadas del distrito- ya no se respira miedo.

Plaza de Armas  de Chungui

El progreso llega con lentitud, las obras avanzan a trompicones, pero la gente ya sonríe y, ante la presencia de visitantes, es receptiva y afable. Muchos han abierto pequeñas bodegas, hospedajes o restaurantes para sostener su precaria economía. Los programas sociales como Juntos tienen enorme vigencia en zonas como ésta, en la que las cifras del MIDIS sobre pobreza y pobreza extrema son del 74% y 51%, respectivamente. Pero el aporte resulta insuficiente para una población que empieza con desventaja su carrera hacia el desarrollo. 


Prueba de vida

Dolores Guzmán, tiene ahora 53 años. Lleva en la memoria las huellas del dolor que vio y vivió pero no parece marcada por la amargura de quien ha sufrido injustamente. Acaba de convertirse en abuela de mellizos. Son los hijos de Sonia, que han nacido prematuros y frágiles como para probar si ella aún puede luchar más y salir airosa. Y parece que siempre puede. Y parece que nunca se amilana.

No lo hizo hace 30 años cuando con una hija que mantener, sacó fuerzas de donde ya no había y trabajó sin descanso. Después de dejar Ayacucho, pasó una temporada en Chanchamayo, cosechando café y a Lima llegó en 1988. Aquí conoció a quien es ahora su esposo y padre de los otros tres hijos que tuvo además de Sonia. Encontró un poco de la paz que Ayacucho le negaba por culpa de Sendero. Y se fue quedando. Y el tiempo pasó. Pero los recuerdos seguían vivos. “Muchas veces soñaba con esas cosas terribles que he visto. Maldecía a esos terrucos y lloraba. Mi hijita me preguntaba por su papá y yo lloraba”, dice y en su rostro, casi siempre sonriente, se dibuja un gesto serio de labios apretados, ese de la pena que no se olvida.

Día de buena venta en ÓVALO de santa Anita 

Dolores no tiene mucho tiempo para estar triste. Su día empieza a las 4 de la mañana, como hacen en el campo. Solo que ella lo que tiene por delante es la Lima hostil de los agentes municipales que no la dejan trabajar tranquilamente y la obligan a ir cambiando de cuadra un día sí y otro también. Pero ella sigue firme. Como cuando recién llegó a ese terreno que hoy es su casa de tres pisos y era solo terral. Una invasión incipiente a la que ella se aferró contra todas las opiniones y a pesar de las negativas de su familia de acompañarla.

En SU casa en ate,  cria carneros, gallinas y cuyes

“Había solo unas esteritas y una colcha ponía para que fuera techo. Y aquí me quedaba. Mi esposo no quería. Tenía ya a mis dos hijitos. No había nada. Ni agua ni luz. Nada. Entrábamos caminando desde Puruchuco. Nos hundíamos en la arena. Hacía frío de noche. Pero me quedé. Yo misma me decía: ‘si los demás luchan yo tengo que luchar más’. Recién luego de varios meses aceptó venir mi esposo”. Y juntos fueron levantando los cimientos. Poco a poco. Ladrillo a ladrillo. Han pasado 27 años desde aquella terquedad que le permite ahora tener su casa propia.

Desde hace 14 años trabaja como vendedora ambulante de comida en una calle aledaña al ovalo de Santa Anita. Hasta allí llega todos los días desde su casa en Ate. Toma dos mototaxis y un colectivo con los bultos apenas acomodados en un carrito de compras de metal oxidado. Papa con huevo y charqui, mote, habas, queso frito y para tomar: un vaso de “curayaku” (agua que sana). Ese es la oferta y fieles a ella son los clientes que ha cultivado y a los que trata como viejos amigos. La meta de cada día son unas 50 porciones vendidas. Unos 150 soles en el bolsillo diariamente que le permiten sustentar a su familia y volver a hacer las compras para el día siguiente.

Volver

Dolores regresa todos los años al pueblo donde nació. Se queda un mes o si puede más y, cuando llega la hora de volver, lo hace más por los pedidos de sus hijos que por un deseo propio. Esta vez regresó a Chungui por un motivo distinto a la nostalgia. Lo hizo para acompañar a los chunguinos a reencontrase con el pasado a través de una película. Ella es una de las protagonistas de 'La Búsqueda', documental que es fruto de cinco años de trabajo de Mariano Agudo y Daniel Lagares, los dos directores españoles que construyeron un relato a tres voces (la de Dolores, la de Lurgio Gavilán y la de José Carlos Agüero) para mostrar el pasado de violencia política como una lección urgente y una deuda pendiente en el presente. 

En Chungui, casi todos tienen un pariente perdido, un dolor por contar. Pero no hablan mucho de eso. Les cuesta hilvanar el recuerdo. Elvin Ccacuri, el alcalde, es también un sobreviviente. Perdió a casi una decena de familiares. Su padre y su hermana están entre esos muertos que tras muchos años han sido recuperados de las fosas y enterrados adecuadamente en el cementerio del pueblo.

El alcalde recorre la zona que escondió por muchos el horror de la muerte 

Los restos de más de doscientas personas fueron encontrados en ese paraje en el que ahora se divisan más de una decena de excavaciones. Esas fueron las fosas que escondieron la verdad por tanto tiempo y ahora, a la vista, reavivan no solo la memoria sino las heridas jamás cicatrizadas de los crímenes cometidos. De esas tantas historias truncas, solo 30 restos han podido ser identificados y devueltos a los familiares. Melissa Lund, antropóloga forense que ha viajado a Chungui como parte de la delegación de la Cruz Roja, y que ha participado en varias exhumaciones en el pasado, comenta que ésta es una de las más grandes que le ha tocado ver.

Tantos muertos, tanto dolor, tanta impunidad, tantas preguntas sin responder, tantas familias sin un cuerpo al que llorar. Tan poco soporte para superar traumas tan grandes. Por eso la identificación es tan importante. Por eso la creación del Banco de Material genético que se aprobó el 28 de agosto pasado da un respiro a ese reloj que corre y se lleva a tantos padres ancianos que perdieron a un hijo, a tantas familias que aún esperan poder empezar su duelo.


                                                                II

Ahora en Chungui ya no mueren por culpa de la violencia pero siguen existiendo otros monstruos que son más difíciles de combatir: la pobreza y la precariedad de los servicios públicos es uno de ellos. La salud mental, tan necesaria en casos como los de Chungui,  es una necesidad apenas  atendida. En el distrito hay solo un psicólogo disponible para encargarse de la suma de casos que requieren una terapia para procesar todo lo vivido, todo lo visto, todo lo perdido.

Pero el presente trae tantas urgencias como el pasado sin sanar. Dolores,  se encuentra con una pareja que ha llegado desde Tastabamba. La joven embarazada de 7 meses y su esposo han tenido que llegar al pueblo para que la madre no corra peligro al momento del parto. Es que Tastabamba está a un día de camino desde el Chungui “urbano”. Allí, si el parto se complica, Celestina (19) no tendrá la atención de un médico o una obstetra porque los puestos de salud apenas tienen personal y mucho menos infraestructura para atender emergencias.

Celestina(19) y su esposo se quedarán en Chungui hasta el nacimiento de su hijo 

Son alrededor de 5500 los afiliados al SIS en esta microrregión que incluye entre otras a las comunidades rurales de Tastabamba, Mollebamba, Chupón, Pallcas, Belén Chapi y Chungui centro. Los peruanos que allí viven casi siempre optan por bajar desde sus comunidades- alejadas de todo-hasta el centro de salud de del distrito,  ubicado a pocas cuadras de la plaza y que se debe dar abasto en medio de instalaciones austeras, atacadas por la humedad y la escasez.

Allí los dos médicos serumistas o las tres obstetras que el Ministerio de Salud asigna a la zona serán los únicos encargados de responder a las emergencias. Ernesto Torres, licenciado en enfermería y jefe del centro de salud, detalla que su principal problema es, precisamente,  la falta de personal para cubrir todos los turnos y todas las necesidades.

Ernesto Torres, administrAdor de  la escasez  

A Chungui, por la cantidad de población que atiende, le corresponde tener el doble de médicos y por la categoría del centro de salud (nivel 3) debería contar con mejor infraestructura: tiene solo dos camas para recuperación y una sala de parto sencilla y sin demasiados equipos. Lo qué sí ha implementado es un pequeño albergue al lado del centro de salud para que las mujeres embarazadas que llegan de sus comunidades puedan quedarse allí hasta dar a luz. Allí las evalúan y las preparan para un parto más seguro. Allí se aloja Celestina, de Tastabamba.

Y si la misión asistencial presenta evidentes grietas, la función de salud preventiva tampoco tiene cifras alentadoras. En Chungui, el 40% de la población infantil presenta signos de desnutrición y casi el 60% padece anemia. Esto es parte de un problema masivo en la zonas altoandinas que el Estado ha intentado manejar a través de tratamientos a base de micronutrientes en polvo que suplan las carencias nutricionales de los más pequeños y  garanticen su adecuado crecimiento.  En Chungui, sin embargo, como en muchas otras zonas, no ha sido suficiente para combatir un problema cuyas consecuencias pueden ser devastadoras para el desarrollo cognitivo de la población infantil.

La vida en Lima le ha permitido a Dolores escapar un poco de estas preocupaciones. Pero aquí tiene otras. Ahora piensa en sus nietos llegados antes de tiempo e intenta encontrar una solución a un problema distinto: la poca leche que tiene su hija para alimentar a sus bebés. Entonces está pensando en comprar una cabrita en el mercado de su barrio y aprovechar la leche que da para los niños. Así es el tamaño de su inocencia. Así es Dolores. No para de pensar en los suyos. Y también en los que no lo son. “¿Cómo hago para ayudar a una señora que se ha accidentado? Se ha fracturado la cadera. Y no puede caminar. Ya hemos hecho pollada para ayudarla pero necesita más. Creo que la voy a llevar a mi casa para cuidar. Pero después. Ahora tiene que venir mi hija con mis nietitos”, me dice mientras va sirviendo una porción de su combinado a una de sus clientas. Y el día sigue su curso, como la vida.