El 21 de agosto de año pasado falleció el poeta peruano Arturo Corcuera, desde entonces no han faltado reconocimientos póstumos y diversos homenajes en el ámbito cultural peruano e internacional. Y de ello no es ajena la revista Vuelapluma, editada por la Universidad de Ciencias y Humanidades y fundada por el vate, a quien dedica su décimo tercera edición. Este miércoles 6 de junio la revista será presentada en la Alianza Francesa de Miraflores a las 7 de la noche.
El número de esta revista contiene textos de su familia, amigos e investigadores de su obra, quienes reseñan su calidad poética y humana. A continuación compartimos una crónica de su hijo Javier Corcuera, cineasta que hace un recuento de todos los autos que tuvo su padre y los viajes diarios de Lima a su casa en Santa Inés, en tiempos del terrorismo.
- Un Datsun color mango
"Despacio se llega lejos". Dicho popular.
A mis padres
Los carros que tuvo mi padre fueron como caballeros andantes con la armadura rota, pero siempre dispuestos a iniciar una batalla. Papá creía en la prudencia y la aplicaba a todas las facetas de su vida. Este principio que regía su conducta, se radicalizaba a la hora de conducir. Aunque siempre fue despistado con semáforos y pasos peatonales, tenía una regla que cumplía con absoluta fidelidad: nunca llegar a ochenta kilómetros por hora.
Vivíamos a treinta kilómetros de Lima, así que ir a la ciudad siempre fue un verdadero viaje. Todas las mañanas, mi padre, antes de marcharse a trabajar, realizaba una serie de rituales como si se tratase de una auténtica carrera de fórmula uno: miraba por dentro del motor, medía el aceite, calentaba durante unos minutos el carro y daba unas cuantas pataditas a las llantas. Cuando consideraba que todo estaba listo para lanzarse a la carretera Central, una de las más peligrosas del Perú, nos avisaba para que saliéramos a despedirlo. Después de una empujadita familiar, lo veíamos alejarse con la maletera abierta o el parachoques rozando el suelo, mientras mamá le hacía señas de despedida hasta verlo desaparecer.
Los carros de papá fueron siempre Datsun:
-¡Gran marca! –decía mi padre–. ¡Carros como estos ya no se fabrican!
El primero fue un Datsun del cincuenta y tantos, y era de color verde limón. Lo recuerdo siempre estacionando delante de la casa de mi abuela, la Mamanita. Ella disfrutaba con aquellas visitas y yo me pasaba el día jugando en esa casa llena de pasillos y escondites. No guardo memoria del trayecto hasta la ciudad, tal vez porque era muy pequeño y me quedaba inmediatamente dormido. Aquel carro desapareció de mi vida casi sin darme cuenta, como mi abuela. Creo que se lo robaron, se lo escuché decir alguna vez a mi padre. El caso es que nunca más volví a verlo. Tampoco volví a ver la casa de mi abuela.
Antes de la existencia del primer Datsun, supimos que mi padre había tenido en sus años de juventud un Ford descapotable del treinta y dos, al que sus compañeros de universidad bautizaron con el nombre de Platero. Fue la única vez que no tuvo un Datsun, aunque en realidad nunca tuvimos la seguridad de que fuera cierto, ya que no guardaba una sola foto, ni otra prueba que certificase su existencia. Papá solo hablaba de él cuando se juntaba con sus viejos amigos, y rememoraba aquellos años en que paseaban a Platero lleno de universitarias que se despeinaban con el viento. Algunas noches cuando mi padre llegaba de trabajar, nos contaba que lo había visto circulando por alguna calle de Lima, y había intentado seguirlo sin poder alcanzarlo. Soñaba con encontrarlo, como si de esta forma pudiera recuperar aquellos años perdidos.
Después del verde limón vino el Datsun blanco del sesenta y dos. En él, mi padre nos llevaba al colegio. Todos mis compañeros tenían autos nuevos, del año, conducidos por choferes o por sus madres, madrugadoras amas de casa que venían arregladísimas a dejar a sus hijos a la escuela. Nosotros hacíamos nuestra aparición matutina con el Datsun destartalado, del cual mi padre se sentía orgulloso. No sé cómo, un día lo convencimos de que no hacía falta que diera tanta vueltas para dejarnos en la puerta del colegio y que podíamos bajarnos en una esquina un poco retirada. Era para que no nos vieran llegar con nuestra chatarra: empezábamos a crecer y esa carcocha podría estropear nuestros primeros amores.
La fama de papá había corrido rápidamente por el barrio. Cuando bajaba a Lima, los vecinos que tiraban dedo se escondían para que no los llevase. Como iba tan despacio, lo veían venir de lejos y les daba tiempo a ocultarse. Incluso había quien prefería subir al primer micro que pasaba. Cualquier cosa antes que subir al carro de mi padre. Lo menos que te podía pasar en esos treinta kilómetros que nos separaban de la ciudad eran unas cuantas paraditas técnicas para echar agua o cambiar el aceite, cuando no se reventaba una llanta. Por cierto, nunca llevó rueda de repuesto, iba contra sus principios: eso sería aceptar que algo podría suceder.
A pesar de esta fama, en esos viajes siempre caían algunos despistados. Yo los veía subir al carro como quien ve a alguien cometer el peor error de su vida. Estas personas (que nunca más repetían viaje) despertaban mi más profunda solidaridad.
En mis primeras idas a Lima descubrí un mundo que desconocía. Antes de entrar en la Ciudad Jardín, la carretera Central bordeaba sus pueblos jóvenes. Allí vivían miles de personas que lo único que poseían era cuatro cartones que les servían de casa. Miles de pobres que jamás soñarían con tener un carro, ni siquiera como el de mi padre.
Con el Datsun blanco compartí mi infancia. Los domingos íbamos a la feria de Chosica y los veranos a la playa de Punta Negra. Una vez, papá tuvo que hacer un viaje a Huancayo y me preguntó si quería acompañarlo. Acepté encantado y asumí valientemente mi puesto de copiloto. Era un viaje serio, había que recorrer más de quinientos kilómetros por la carretera Central y llegar a una ciudad a casi cuatro mil metros de altura. Esta vez los preparativos de salida duraron varias horas y nos despedimos como verdaderos astronautas a punto de partir al espacio. Aquellos kilómetros estuvieron llenos de sorpresas: vi por primera vez el mundo andino, sus ríos, sus interminables montañas y sus miradas tristes. Después de un día de viaje, vi también cómo nuestro carro cruzaba invencible los Andes sin apenas quejarse. Desde mi ventanilla observé triunfante cómo otros carros mejores se habían quedado tirados por el camino. Tal vez el secreto estuvo en nunca llegar a ochenta kilómetros por hora, pero la verdad es que fue una gran proeza. Aquel día me sentí muy orgulloso de mi padre y de mi carro.
Al cumplir los quince años, mi padre decidió darme las primeras clases de manejo. Fueron cuatro lecciones básicas y unas cuantas vueltas alrededor de la casa. Luego llegó el momento de la verdad: salir a manejar a la carretera Central. Pero ese día todo salió mal.
Conducía pegado a mi derecha, fiel a las indicaciones de mi padre y de pronto un botellero con su triciclo se cruzó en mi camino.
-¡Qué hace un botellero en la carretera Central! -dije, al más puro estilo de conductor con experiencia.
Decidí no girar hasta encontrarme muy cerca de él para no demostrar nerviosismo, pero calculé mal. Fue un pequeño roce, aunque suficiente para que el botellero saliera volando con triciclo y todo. Lo primero que hice fue pisar el acelerador para escapar. Mi padre, con un solo gesto, me indicó que me detuviera y que no había aprobado el examen. Recogimos al botellero y lo llevamos a comer a casa. Papá le compró todas las botellas y reparamos el triciclo. Antes de marcharse, recuerdo que aquel hombre se me acercó y me pidió perdón, como si él hubiera sido el culpable de todo, por ser botellero.
Nunca más hubo clase de manejo. Todos mis amigos ya conducían y a mí no me quedó otra alternativa que la formación autodidacta. Cuando papá echaba la siesta, con ayuda de un amigo que se encontraba en mi situación, sacábamos el carro del garaje y lo empujábamos hasta un descampado. Allí pisábamos el acelerador a fondo. ¡Nunca mi carro había conocido semejantes velocidades! Lo hicimos varios días hasta que una vez estuvimos a punto de volcar. Un vecino nos descubrió y amenazó con contarlo. Tuvimos que dejarlo por un tiempo. Luego, sospechosamente, mi padre empezó a perder la costumbre de las siestas y pasaba las tardes trabajando en su escritorio. A mi amigo, su padre empezó a prestarle el carro, y ya no le interesaba ayudarme a empujar mi chatarra. No encontré otro cómplice, y poco a poco fui desistiendo de mi formación de corredor autodidacta.
Nuestro Datsun blanco resistió de manera heroica hasta que terminé el colegio. Un día papá lo vendió y nos convocó para que conociéramos su siguiente adquisición: otro Datsun de segunda mano. Todos observamos la nueva chatarra como si se tratase de un nuevo miembro de la familia, con el que tendríamos que convivir, esta vez para siempre.
Nunca supimos definir el color de nuestro nuevo carro:
-¡Es amarillo! -dijo mi madre.
-¡No! ¡Es de color naranja! -apuntó mi hermana Nadiana.
Yo dije que era de color mostaza y mi hermana Rosamar se abstuvo. Daniela, la pequeña, soltó la definición más cercana:
-¡Es de color mango! -dijo.
Todos nos quedamos callados asumiendo que había acertado.
A papá le tuvo sin cuidado aquella polémica:
-Es moderno, tiene asientos reclinables y tocacasette -alcanzó a decir, mientras sacaba una manguera para darle una lavadita que no necesitaba.
Los asientos eran realmente reclinables, viajábamos prácticamente tumbados porque al tercer día cedieron y no había forma de enderezarlos. Papá dio por zanjado el tema con un par de almohadones que le hizo mi madre para que pudiera conducir. El tocacasette se convirtió en un instrumento de tortura para él. Tuvo que soportar a mis grupos de rock favoritos, hasta que un día, para su felicidad, dejó de sonar.
En este carro pasé mis últimos años en el Perú. Fueron años terribles, el país se desangraba. Todos los días había atentados en la ciudad y se cometían crímenes en nombre de la paz y la seguridad nacional. Yo había empezado a estudiar cine y regresaba todas las noches con mi padre a casa. Eran treinta kilómetros de silencios. Él no aprobaba mi decisión y estaba preocupado por mi futuro. La carretera Central estaba llena de controles militares. A pesar de los silencios, recuerdo aquellos viajes de copiloto como los momentos en que estuve más cerca de mi padre.
En mi barrio, la gente que tenía dinero empezó a vender sus casas y a marcharse del país. Yo decidí continuar mis estudios en Madrid y mi madre me apoyó. Mi padre dio el visto bueno contra su voluntad. Creo que pensó que era mejor tener un hijo en Europa a que terminara metido en algún problema. Por aquellos años, en el Perú, ser joven y estudiante te convertía en sospechoso y era razón suficiente para que te detuvieran.
Hice mi último viaje de copiloto por la carretera Central hasta el aeropuerto Jorge Chávez. Todos vinieron a despedirme. La última imagen que recuerdo es la de mi madre haciéndome adiós con las manos, como cuando mi padre se alejaba con su coche para irse a trabajar. Sólo que esa noche yo no regresaría.
Llevo catorce años viviendo en España y he vuelto escasas veces al Perú. Hace tiempo tuve que ir a rodar un documental a México, y aproveché una escala en Lima para pasar unas vacaciones al lado de la familia. Uno de esos días, mi padre nos reunió a todos en su escritorio y nos contó que había escrito su testamento:
–Cualquier día me puede pasar algo y es mejor hacer estas cosas –nos dijo–. Mamá podrá vivir de mi pensión, pero ustedes no tienen profesiones seguras. Podrán contar con esta casa para que nunca les falte un techo. En la huerta, hemos pensado construir un pequeño apartamento, que podrán alquilar en caso de apuros económicos.
Luego se situó debajo del retrato de mi abuela, que presidía el escritorio y me dirigió la mirada.
–A ti, Javier –me dijo–. Te dejo mi auto, yo ya estoy jubilado y no me hace falta. Con él podrás ir a trabajar a Lima cuando regreses a vivir al Perú.
Y se retiró a echar la siesta, con la tranquilidad de un hombre que había cumplido con su deber.
Mi padre aún conserva el mismo coche con el que me llevó al aeropuerto el día que me marché del Perú. Yo acepté mi herencia, aunque no me atreví a contarle que jamás había aprendido a conducir, y que tampoco hubo universitarias despeinadas en coches descapotables. Mi vocación de copiloto se había consolidado y me había hecho cada vez más a la idea de ser un eterno peatón.
Después, a mi regreso a Madrid empezó a sucederme algo extraño. Pasé varios días recordando aquellos viajes nocturnos al lado de mi padre, y empecé a sentir una rara sensación de tranquilidad. Quizás porque en esos días habíamos compartido nuevos silencios o porque sabía que en aquel lugar del mundo tenía un Datsun color mango, esperándome para empezar una nueva vida. Eso sí, a menos de ochenta kilómetros por hora.
(Madrid, 1999)
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