No se necesita saber mucho de fútbol para darse cuenta de que un partido va a ser uno de esos de los que uno de acuerda para toda la vida, como cuando Alemania le metió cuatro goles en seis minutos a Brasil en su casa o cuando el Cienciano ganó la Copa Sudamericana con nueve jugadores. Uno de los placeres de ver en vivo partidos así de definitivos es saber que se tendrá para siempre la memoria de haber vivido el momento preciso en que las probabilidades se convierten en meras sugerencias que la realidad no se molesta en escuchar.
El partido de vuelta de octavos de final de la Liga de Campeones entre el Barcelona y el París Saint-Germain era, pase lo que pase, uno de esos momentos, así que la capital de Cataluña se había pasado el día entre desbordes de energía de hinchas cantando himnos en las esquinas, venta de vinchas y camisetas para turistas estadounidenses que nunca antes han visto fútbol en vivo y un despliegue policial silencioso pero notorio para una ciudad europea.

©Valentina Pérez Llosa / LaMula.pe
Para ser justos, la policía aprovechó en acordonar la zona turística de la fuente de Canaletes, cerca de la Plaza Cataluña, para dos propósitos en uno: primero, permitir el paso de una multitudinaria marcha de mujeres reclamando, junto con miles de otras alrededor del mundo, igualdad de derechos; después, asegurar la zona en que tradicionalmente se reúnen los hinchas del Barcelona a celebrar una victoria.
Cuando el equipo salió a la cancha, los locales de la zona reventaron en un entusiasmo que, de pasada, se podría confundir con la celebración de un gol. El Fútbol Club Barcelona llegaba en octavos de final a un partido de vuelta después de haber perdido 4-0 en el de ida contra el PSG. En su propio estadio, tendría que meter cuatro goles para empatar a su contrincante en el conteo total y pasar a penales. Siendo un equipo con varios de los jugadores más importantes del mundo, era concebible que el Barcelona consiguiera su meta, pero el PSG tampoco es un equipo de poca monta y el partido no estaba asegurado ni mucho menos.

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Así que el Barça se puso a hacer goles. Después del tercero, por penal, en el minuto 50, la victoria parecía estar en el bolsillo, así que el gol de Cavani para el PSG fue un golpe que silenció incluso el chisporroteo de las sartenes para tapas del local donde estábamos viendo el partido. El optimismo consumista previo se convirtió en melancolía alcohólica, y la gente dejó de mirar las pantallas murmurando, enojada, como si el gol de Cavani hubiese sido una conspiración contra la alegría de esa cervecería catalana en específico.

Pero de pronto algo cambió. Un chico que, después del gol enemigo, había estado hundido en su chaqueta sin decir una palabra ni mirar lo que estaba pasando empezó a vitorear incrédulo cuando un cuarto gol del barça apareció en la pantalla. Pocos minutos después, Suárez consiguió el segundo penal, tan poco convincente pero a la vez tan real como lo había sido el primero, conseguido por Neymar. El prudente optimismo se convirtió en incipiente júbilo. Era el minuto 90 y el árbitro había dado cinco minutos sobre el reloj.

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El bar estaba quizá físicamente tan silencioso como cuando el triunfo pareció imposible, pero la tensión del silencio había cambiado por completo. Una mesera se había quedado parada entre las mesas y la barra, a medio paso y con vajilla sucia sobre la bandeja. El tipo de la mesa del costado había empezado a morder una chompa azul que tenía en la mano cuando en el último minuto, en el 95, Sergi Roberto proyectó una pelota con gesto casi incrédulo, casi como viéndola desde donde nosotros estábamos, desde la imposibilidad de ganar 6 a 1 un partido de octavos de final de la Champions, y volteó el marcador.

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No es necesario decir que el silencio del local explotó en canto, que en los parlantes empezó a sonar una y otra vez el himno del Barça, que la calle se llenó de bocinas y cohetones, que el bramido consecuente parecía salir del mismo lugar recóndito y colectivo del que salen el duelo y la revolución. Y fue el mismo bramido el que persistió hasta la expulsión por parte de la policía, a las tres de la mañana, de La Rambla de Barcelona.
Eran los mismos hombres bramando por la victoria del equipo más celebrado de la historia del fútbol, hombres usando insignias (y consignas) de la independencia catalana, hombres -y algunas pocas mujeres- celebrando la inverosímil pero no particularmente revolucionaria victoria de su equipo de fútbol como si no hubiesen cinco partidos más que ganar para ganar la Liga.

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Era el 8 de marzo, y un par de horas antes miles de mujeres y otros creyentes en la igualdad de género habían pisado este mismo cemento, gritando consignas no de victoria sino de lucha, pero lo que hemos de recordar de este día es que es "madrilista el que no salta".
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