Durante más de diez años, Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) caminó con familiaridad por los patios de los Estudios Generales de Letras de la Ponfiticia Universidad Católica del Perú (PUCP). Tras egresar de la carrera de Literatura, iniciaría una carrera como docente que no lo alejó de un horizonte mayor: desarrollar una narrativa propia. La faena, larga y consistente, tuvo un primer fruto en el 2004 cuando ganó el premio Nacional PUCP con El inventario de las naves, un volumen de cuentos que plantea no uno sino varios retos a sus lectores al momento de reflexionar sobre ellos o interpretarlos.
No es común en nuestra literatura comenzar un carrera de escritor con relatos que exponen horizontes distópicos o apocalípticos. Tampoco combinar la investigación, propia del género policial, con los mensajes que nos aguardan en las lecturas de cartas esotéricas. Nuestra tradición es realista. Casi siempre juega en pared con la historia y mira con indiferencia a la ciencia ficción. Eso lo sabía Ricardo González Vigil cuando opinó sobre el relato que da título al libro: "Resulta la mejor expresión artística de la tendencia de la narrativa peruana actual a liberarse del realismo tradicional". Con esa primera conquista, el narrador partiría hacia otras latitudes.
De vuelta a Lima, procedente de los Estados Unidos, donde cursa un doctorado de Literaturas Hispánicas en la Universidad de la ciudad de Nueva York (CUNY), Iparraguirre presentó - el pasado 16 de julio en la Feria Internacional del Libro de Lima- su segunda publicación: El fuego de las multitudes (Planeta, 2016). Un libro cuyas páginas respiran ciencia ficción, locura y política.
Hay una distancia de casi diez años entre El inventario de las naves y El fuego de las multitudes ¿Cómo sortear la presión que puede existir en la industria editorial por publicar cada dos o tres años?
No tengo ninguna presión porque mi ingreso fundamental no viene de mi trabajo creativo. Imagino que si los ingresos alimenticios, como diría Mario Vargas Llosa, provinieran de las regalías de mis libros tendría que escribir todos los días y no dormir. Durante quince años fui profesor de la PUCP y podía tomarme el tiempo de complacer la escritura dentro de una frecuencia de tiempo que no generara riesgos a la calidad de la narrativa.
Y esto es un tema que no se toma en cuenta y puede resumirse así: la escritura cuesta. La literatura significa también inversión monetaria. Siempre hay dinero que se pierde cuando escribes en una economía donde la creación literaria no está bien remunerada. Entonces lo que tienes que hacer es subvencionarla con otro tipo de trabajos.
La escritora chilena Diamela Eltit, en una entrevista que ofreció, mencionaba que un libro encuentra, tarde o temprano, a sus lectores, ¿Cómo imaginas a los tuyos, teniendo en cuenta que los temas que tocas no son fáciles de procesar?
Tendríamos que verlo desde dos puntos de vista. El primero es preguntarse si existe algo en abstracto llamado lector, es decir, si existe un lector estándar frente a otro especializado. Creo que pensar en un lector en abstracto -lo que alguna vez los escritores peruanos llamaban el "hombre de a pie"- es un error. Simplemente hay diferentes tipos de lectores que van tener reacciones distintas al enfrentarse a una publicación. Considero que hay una serie de prejuicios sobre si la literatura debe ser una cuestión popular extendible a las grandes masas y consumos. Yo creo que lo hay son públicos distintos.
Hay que recordar, además, que los libros que muchos académicos consideran valiosos empezaron siendo marginales. Para ponerlo en términos más claros: la literatura que todo el mundo entiende tras una primera lectura puede deberse a dos razones: conoces todo lo que dice porque está absolutamente normalizado en el sentido común o, en realidad, no has entendido nada.
Cuando mencionas una literatura que se comprende fácilmente, ¿acaso te refieres al realismo?
Ni siquiera eso porque hay un realismo interesante que tiene desafíos lingüísticos o temáticos. Me refiero, más que nada, a los best-sellers. Una literatura que se entiende de principio a fin es sospechosa. Ahora, la segunda opción es no haber entendido nada, como sucede con las novelas de César Aira. La mayoría de personas dice: “Este es un libro absurdo pero como es corto terminaré de leerlo”. En el Perú, muchas personas, y lo he escuchado en algunos colegas, abordan así sus novelas. Sucede, simplemente, que no se conoce la estética del texto.
Volviendo a lo dicho por Diamela, mientras más lectores encuentren la manera de hacer legible un libro, que en apariencia no lo es para una normalidad, lo que se consigue es la valoración de esa publicación.
En dos cuentos de El fuego de las multitudes se percibe un ejercicio político que, a pesar de estar alejado del ámbito partidario tradicional, puede llevar a los protagonistas al autoritarismo o a la carencia ética ¿Fue este el planteamiento inicial para tu escritura?
Hay varios puntos ahí. Si bien es cierto que la política no es un tema explícito en los cuentos, soy consciente que se va construyendo. En No es fábula tenemos un profesor universitario que practica una forma caduca de ejercicio académico que es la enseñanza de la poesía y por eso ve amenazada su permanencia en la universidad. Ahora, en las universidades no se enseña a escribir poesía sino los patrones críticos para pensar lo que este género literario dice. Al mismo tiempo, los jóvenes, llenos de ideales románticos, desean volverse vates. Y, entre los encuentros entre el profesor y los alumnos, empiezan a producirse una serie de suicidios. En el fondo, el protagonista de este relato, marginalizado por la política universitaria, busca ocultarse de esa mirada panóptica que tiene su propia lógica de exclusiones e inclusiones.
¿Y sobre cuáles aspectos de la política buscaste reflexionar en Punto ciego, un relato que presenta un horizonte de crisis global y en el cual reflexionas sobre el trabajo que realizan las personas que laboran en organismos de Derechos Humanos?
Lo que me interesaba en ese relato era tocar la política desde el plano transnacional y también en su afectación a los llamados organismos de derechos humanos (DDHH), es decir, pensar a todo este grupo de actores políticos, movidos dentro de la lógica del gran capital. Los burócratas de los capitales que, en el cuento, se concentran en el control del clima y en la industria farmacéutica; los burócratas de la necropolítica que son los organismos de DDHH y los Estados que están en franca desaparición en la distopía que narro. Luego descubrí que había un teórico político, Jon Beasley-Murray, que pensaba lo mismo al sostener que en realidad la cooperación internacional preocupada por los derechos humanos puede verse, no digo que sea así, como un mecanismo de control de daños del propio capitalismo. Entonces lo que se tiene son varias formas de dominio en competición por el terreno de los cuerpos y las personas. Creo que el final de este relato es un compromiso político. Es lo mejor que se puede encontrar en el peor momento: que la salida de una crisis sea un compromiso, donde alguien o todos tienen que perder algo en pro de cierta continuidad, de formas de vida, de tranquilidad, de país.
Nueva York, donde estudiaste un máster en escritura creativa, es una ciudad que ha acogido a muchos escritores de lengua española ¿Qué herramientas te ha dado esta megaurbe para tu oficio literario?
Desde el aspecto puramente literario que intercepta la vida, el aporte de Nueva York es el conjunto de voces. Primero en el aspecto de la creación. Sentarte en una mesa con veintidós personas que hablan español pero con backgrounds literarios distintos es una empresa alucinante porque lo que escribes funciona de diversas maneras, dependiendo desde que país o desde que cultura se lea. Me acuerdo que para una de mis primeras clases leí un cuento y nadie entendía bien lo que pasaba porque, en su idiosincracia, era muy limeño. Entonces me cuestioné: ¿cuál es el tipo de negociación, en el sentido positivo, que se tiene que hacer para que el relato resuene en la cabeza de estos lectores? Hay una serie de puntos que debes empezar a tocar y no me refiero a dejar de lado tu propia variedad idiomática. Hay clarificaciones de orden semántico que debes tener en cuenta al momento de referir una situación que para ti puede ser muy obvia. Debes empezar a encriptarte en términos latinoamericanos porque justamente compruebas que el único lugar donde existe América Latina es en estos puntos internacionales donde se encuentran los países de esa región.
Imagino que también hay vivencias fuera de los claustros universitarios que te han marcado.
En cuanto a ello hay otras mesas que uno comparte. Las mesas de los comedores de latinos, los cafés que tomas en diferentes negocios de una ciudad radicalmente multiétnica, donde encuentras una farmacia en Queens, donde están obligados a atenderte en cinco idiomas. Eso te genera la consciencia de que no existe un verdadero inglés. Te vuelves más tolerante pero no solo porque aprendes a respetar al prójimo sino porque te das cuenta de tu propia pequeñez, de todo lo que no sabes y que no tiene relación con los libros. Conocer personas y formas de vida disímiles a la tuya y que tienen una gestualidad distinta. Tampoco hay que olvidar que los másters y los programas de Español son una respuesta cultural y académica a la masiva inmigración latina.
Hace poco falleció Miguel Gutiérrez, ¿cuál consideras que es su legado para nuestra literatura?
Yo creo que el reconocimiento y la decisión de asumir, de manera muy consciente, que la literatura es un discurso de ideas con capital para transformar la realidad y que funciona como una crítica que atraviesa la sociedad por todos sus recovecos. Una propuesta que también la sostuvo el primer Vargas Llosa. Luego, en La verdad de las mentiras se retracta. Este ensayo, curiosamente, marca la despolitización explícita de la literatura peruana. Los escritores empiezan a pensar que la crítica ideológica directa no tiene que aparecer o no es parte del problema. Incluso algunos decían que antes la novela hacía eso porque no había sociología, pero ahora que existe esa disciplina los escritores debemos dedicarnos a hablar de sensibilidad y subjetividades. Eso estuvo muy presente, por ejemplo, en la llamada generación de los Noventa.
¿A cuál de los libros de Miguel Gutiérrez vuelves regularmente?
He releído muchas veces La violencia del tiempo que tiene un lenguaje épico, y si tú eres lector de la novela decimonónica como La guerra y la paz inmediatamente te santiguas, pero si estás más interesado en -por ejemplo- la obra de Richard Ford, no te va a decir nada. Ahora si uno está muy metido en la narrativa peruana, quizás la novela con la que más sintonía haría -antes de sumergirse en La violencia del tiempo- sería El mundo sin Xóchitl, para mí ‘la novela de amor’ de la literatura peruana que además empieza con una digresión del nombre de la protagonista, tal como lo hizo Nabokov en Lolita.
Voy apelar a tu faceta de especialista, ¿cómo ves el panorama de la crítica literaria peruana?
Bueno eso va a depender del público para el cual se escribe. Por ejemplo, la mayoría de las personas -en nuestro país- cree que un crítico literario debe tener una formación académica rigurosa pero en otros países no es así, basta con que seas un consumidor frecuente de literatura. Entonces, tú tienes a personas muy talentosas que expresan una opinión y ofrecen argumentos. No tienes por qué saber de teoría literaria. Ahora, lo común en el Perú es que la discusión, contra el que se considera un mal crítico, vaya por dos lados: porque es franelero o ignorante.
En la escena literaria local hay una confusión institucional tremenda porque se reproduce el sistema de publicación de los libros del extranjero. Es decir, si quieres saber cómo se institucionaliza los libros en el Perú, anda a una librería y mira los rótulos de los anaqueles. Por otro lado, hay una tendencia fuerte al 'reseñismo' puro y muy vinculado con la vida cultural de la universidad. Lo que te están pidiendo acá es que trates, como un producto vinculado al estudio académico, una publicación que está hecha para distribuirse en los mercados de los aficionados a la literatura. Por ello considero que deberían haber más buenos críticos aficionados.
¿Qué tiene que tener un libro de ficción para que decidas escribir sobre él?
Un tema que me interese ya sea porque da la contra a lo que pienso o porque sostiene un punto que yo comparto. Esa sería la razón al desnudo, es decir, escribo reseñas por ese motivo. Ahora, ¿por qué le diría una cosa positiva a un libro? Porque me ha hecho ver un aspecto que otras publicaciones no han logrado. El entretenimiento es muy común, lo original es rarísimo.
¿Consideras que un crítico literario no debería comentar sobre un libro que no le gustó?
Yo veo en esa elección criterios de elegancia y estos siempre son sospechosos de una ética burguesa. El ‘discurso’ de los valores o la familia pero que no tienen una base real o concreta sino que solo buscan el quedar bien. En mi caso, yo he escrito de forma negativa sobre un libro cuando encuentro que este falsifica de una manera interesada y tendenciosa un tema, sobre el cual existe un consenso. Un ejemplo: escribir un texto sobre la realidad peruana en el cual nunca apareciera el problema racial.
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