El domingo 6 de marzo de 2016 quedará marcado como una fecha cumbre en la historia del rock en el Perú. La denominada “mejor banda de rock del mundo”, The Rolling Stones, tocó en Lima. El momento en el que han venido no es su pico creativo, ni el de mayor vigencia, pero sí es una etapa igual de interesante para analizar.
Tras más de 50 años de carrera, luego haberlo ganado todo (tanto crítica como comercialmente), esta banda es un monstruo del rocanrol, conformada por respetables septuagenarios que tienen la capacidad de llenar estadios a donde vayan y que, por esto, no se pueden arriesgar mucho con el setlist que presentan. De las 19 canciones que conforman un show de los Stones, 15 de ellas (de entre las tantísimas excelentes piezas que tiene su catálogo) se repiten en todas sus fechas.
Aparecen las preguntas ¿por qué siguen haciendo esto? ¿por qué, en vez de pasarla de aeropuerto en aeropuerto, de hotel en hotel, no disfrutan el retiro de oro que totalmente podrían tener estos viejos millonarios? Más allá de ellas, estos factores dejaban claro al público lo que tenía que esperar: un show apoteósico y emocionante, pero sin sorpresas.
Lo que sí fue una sorpresa (y no muy grata) para el público fueron los problemas graves de organización en un evento de esta talla. La productora encargada falló en ofrecer puntos de acceso efectivos para la masa que iba a dejar a tope el Estadio Monumental. Los que no llegaron 3 horas antes o más para el concierto se encontraron con las rejas de entrada cerradas, gente trepada en ellas y empujándose para entrar.
Muchos recién pudieron entrar a la cuarta canción a pesar de haber comprado sus boletos con antelación, y otros no pudieron hacer más que aposentarse en las escaleras para acceder al campo, porque las filas simplemente dejaron de moverse.
La banda y la producción, además, ofrecieron un sonido que llegaba difuminado al fondo del estadio. Más allá de la voz de Jagger y los momentos más agudos de las guitarras de Wood y Richards, la música llegaba como un bloque indistinguible. Eso no evitó que el público se emocione y disfrute. Al fin y al cabo, eran los Stones y estaban tocando en Lima.
Los ingleses abrieron la fecha con sus odas al rock de cabecera. “Start Me Up”, “It’s Only Rock and Roll But I Like It” y el cover de Bob Dylan “Like a Rolling Stone”, que en verdad no tiene mucho que ver con ellos, pero que tocan porque dice ‘Rolling Stone’ en su título, y bueno. Además, tocaron la balada ‘Angie’, uno de sus máximos hits, por primera vez en esta gira.
Queda claro que se guardaron la ‘carnecita’ para la segunda mitad. La marcha frenética de los tambores de ‘Paint it Black’, la añeja voz y guitarra acústica de Keith en ‘You Got The Silver’, el ritmo disco de ‘Miss You’, la improvisación de blues en ‘Midnight Rambler’, los gritos apocalípticos de la corista Sasha Allen -que hicieron vibrar el estadio y contrastaron con las gastadas cuerdas vocales del buen Mick, de quien hablaremos luego- en ‘Gimme Shelter’, todas estas canciones lo demuestran y confirman. Mucho más al haber sido entregadas energéticas versiones extendidas hasta los 7 minutos de cada una de ellas.
Más allá de la proeza musical que te da el tener tantas décadas de carrera, y el rodearte de grandes colaboradores (bajistas, tecladistas, coristas y una sección de vientos), la banda caía en cierta irregularidad. Por momentos sonaban lo más sólidos y compactos que una banda de rock y blues puede sonar y por otros cayeron en varias canciones en el error más brutal en el que se puede caer: los falsos comienzos, generados sobre todo por desentendimientos entre Keith Richards y el baterista Charlie Watts. El primero era el miembro menos confiable musicalmente de los Stones, haciendo ‘fills’ a la base y los solos de Ronnie Wood. Tremendo guitarrista a pesar de los años.
Además de eso, el elemento musical al que más ha golpeado el tiempo es -naturalmente- a las cuerdas vocales de Mick Jagger. El dios del rock ya no puede llegar a los altos de antes, ni menos sostener las notas y hacer los juegos vocales de las grabaciones que lo volvieron leyenda. Ahora canta-habla, y aprovecha la posibilidad que le da su característico tono de voz, cosa que sí no se ha ido.
A la dupla Jagger-Richards, igual, nadie les quita el carisma y desparpajo que tienen. Los Stones se mueven y saltan como chiquillos, o hasta más. Jagger habrá perdido su voz pero no sus pasos de baile ni su capacidad de hacer mover al público de un estadio lleno. Con un español masticado hablando de sus “causitas” y que “son lo máximo”, se lo metió al bolsillo, si no lo tenía ya ahí, apelando a los ganchos más melódicos, cacofónicos y repetitivos de sus canciones para conectar con el público. Esa vitalidad también la tenía Richards, quien hizo unos guiños sobándose la nariz mientras contaba cuánto le gustaba el Perú.
En lineas generales, el concierto del domingo en la noche fue un hito histórico, y la oportunidad de que los peruanos veamos a las tal vez máximas leyendas del rock vivas. Pero también la oportunidad de ver el lado humano de un mito. Ver cómo estos íconos aún siguen haciendo rock a pesar de que la edad no los deje meterse juergas como antes, y de que podrían estar en sus mansiones disfrutando de su bien ganada riqueza. Lo que a ellos les gusta hacer es esto: tocar para una audiencia, ser una banda. Y verlos disfrutar de ello fue el verdadero espectáculo.
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