Jessica Jones no es una serie de superhéroes. Para empezar, su protagonista no es una superheroína, no tiene un sentido moral más elevado que el de cualquier persona ni está dispuesta -al menos al principio- a sacrificarse por el bien de los demás. En cambio, Jessica (Krysten Ritter) es una mujer alcohólica y malhumorada que se dedica a resolver pequeños casos como detective privada usando a discreción sus dos superpoderes: es sobrenaturalmente fuerte y puede saltar varios pisos de altura. Aunque esos poderes representan una pequeña ventaja respecto a los ciudadanos neoyorkinos con los que lidia en su trabajo, también son el faro por culpa del cual ella cree que Kilgrave, el villano de la serie, la persigue. 

Sin embargo, Kilgrave (David Tennant) es más la versión pesadillesca de un ex enamorado psicópata que el villano con un plan maquiavélico para dominar el mundo usando los poderes de Jessica. Su respectivo poder sobrenatural consiste en hacer que las personas hagan lo que él dice, desde ‘sonríe durante toda la cena’ hasta ‘coge esa tijera y arráncate el corazón con ella’, pasando por ‘ten sexo conmigo y disfrútalo’. Así, lo que por su etiqueta de Marvel podría ser una buena serie de peleas coreografiadas y ciencia ficción poco realista se convierte en un excelente programa al estilo de un thriller psicológico que trata temas como el desorden de estrés post traumático y el consentimiento sexual.

Lo terrorífico del poder de Kilgrave es que quien está bajo su control no hace lo que se le pide mecánicamente, sino que lo hace porque quiere. Es por eso que Jessica no puede perdonarse a sí misma lo que Kilgrave la obligó a hacer, y es por eso que el villano de esta serie no es más que una versión hiperbólica del control que ejerce una pareja abusiva sobre la otra persona. A lo largo de la serie, de lo que Jessica se da cuenta es que, aunque no tiene la culpa de lo que hizo, sí es responsable de sus propias acciones sin importar por qué las hizo. Esto no la convierte en una superheroína, sino en una persona que por primera vez se hace cargo de sí misma. Lo que demuestra Jessica, en última instancia, es que no es necesario tener una educación moral prolífica -como la de Superman, Capitán América o incluso Daredevil- para hacerse responsable, y que no hay que ser carismático ni tener un especial cariño por la humanidad para no permitir que un tipo desquiciado destruya todas las vidas que encuentra a su paso.

Desde el lanzamiento, este mismo año, de Daredevil, no es sorprendente que Netflix entregue un superhéroe o una superheroína que se construye como un personaje complejo e incluso realista -más allá de sus poderes ficticios-. Lo que Jessica Jones trae de novedoso al género es la construcción de un villano que, sin llegar a generar empatía más que por un par de minutos de confusión que siempre terminan con terror, es profundamente humano: por un lado, cualquiera que desde niño haya estado acostumbrado a que todos los que lo rodean hagan lo que le da la gana se convierte en un imbécil (calificativo que Jessica le aplica repetidas veces); por otro, el mismo hecho de que nadie ose contradecirlo implica jamás saber si los demás lo siguen porque quieren o porque él lo dice. La encrucijada de Kilgrave provoca su ira y sus momentos más peligrosos, pero también es su mayor debilidad.

Sin embargo, el descubrimiento de la debilidad de Kilgrave es, como tiene que ser, la gran pregunta de la serie, y la mayor parte del tiempo Jessica vive aterrorizada no solo de él, sino de sí misma bajo el encanto de su extraordinario poder de convencimiento -que podría no ser más que eso si se tratase de la vida real-.

Todo esto demuestra cómo Melissa Rosenberg, la creadora de la serie, se ha tomado al pie de la letra la noción de que el cine y la televisión son o pueden ser reflejo de la sociedad que les es contemporánea: Jessica Jones contiene discusiones profundas sobre la violencia de género, los excesos del poder y la experiencia de estar atrapada en una relación que, incluso después de terminar, aplasta todas las dimensiones de la vida. Estas consideraciones sobre el mundo real convierten a Jessica en un personaje hostil, una alcohólica que vive en un departamento-oficina horrible y es incapaz de entablar relaciones más o menos normales; cosas que la ayudan a escapar de la opresión del abuso sexual y psicológico.  

Así, la cuestión de la serie nunca es la pregunta por el bien y el mal, que suele ocupar buena parte de las reflexiones de los superhéroes 'normales': piénsese en Ironman y su transformación al bien después de darse cuenta de que lo que hacía estaba mal; en Wilson Fisk, el villano de Daredevil, que tiene una confusión esencial entre ambos conceptos y en su contraparte, Matt Murdock, que se la pasa preguntándose si lo que hace es bueno; y un largo etcétera.

Lo mejor es que la seriedad de los temas tratados -considérese con sorpresa el ‘tratamiento de temas’ en un género que usualmente depende solo de la diferencia entre el bien y el mal- no evitan que el formato de Jessica Jones sea el de una serie de suspenso y acción. Son inevitables las comparaciones estéticas y conceptuales con el cine negro: los planos abiertos, la protagonista llena de excesos, el enemigo elusivo de objetivos indescifrables. Además, por supuesto, sanas dosis de peleas físicas -especialmente buenas son las que involucran a Luke Cage, el hombre ‘irrompible’ que pronto también tendrá su serie en Netflix-; una mejor amiga que insiste en convertir a Jessica en heroína; humor sarcástico, violencia y sexo relativamente explícitos, referencias sutiles al resto del universo de Marvel.

Marvel parece haber encontrado el pozo de oro al final del arcoiris con la nueva generación de adaptaciones cinematográficas de sus cómics, y Netflix le ha dado la plataforma perfecta para no solo ganar dinero, sino también darles a los superhéroes la dimensión humana que el resto de ciencia ficción siempre ha tenido. Hasta ahora, los resultados han sido extraordinarios, agregándole a la rentabilidad la crudeza del mundo contemporáneo. ¿Qué más se puede pedir?


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