El 13 de noviembre de 2015 ha quedado ya marcado en la historia de Occidente como el día del inicio de la -verdadera- guerra contra el Estado Islámico. Ese día, a las 9:20 de la noche francesa, empezaron en el centro de París tres horas durante las que morirían 129 personas y más de 300 quedarían heridas. Gracias a seis ataques coordinados consistentes en tres bombas suicidas y tres tiroteos indiscriminados por los que ISIL (el Estado Islámico de Irak y el Levante) reclamó responsabilidad más tarde esa noche, el presidente francés Francois Hollande declaró el estado de emergencia en toda Francia y todos los ojos de Occidente se volvieron hacia la Ciudad de las Luces, cuna de la cultura, emblema de la libertad, la democracia y el buen gusto, etcétera, etcétera, etcétera.
La reacción internacional a los atentados fue similar a la que se vio después del asesinato de doce redactores en la redacción parisina del periódico satírico Charlie Hebdo: desde hashtags en Twitter hasta fotos de perfil de Facebook estandarizadas, las redes sociales se llenaron de ‘gestos’ que reconocen la tragedia francesa y se solidarizan con las víctimas. Pero no es solo una cuestión del mundo inmediatamente pasajero de las redes sociales: ya durante el atentado, muchos de los presidentes de Occidente salieron a hablar y distintos palacios de gobierno y emblemas se iluminaron con los colores de la bandera francesa.
Por supuesto, la pregunta inmediata fue ¿por qué? ¿por qué nos solidarizamos mundialmente con 129 parisinos y no con los 50 beirutís que fueron asesinados de la misma manera el día anterior? ¿por qué Facebook usa sus ‘aplicaciones solidarias’ para apoyar a Francia y no a Kenia, donde este año murieron 147 universitarios? ¿valen más las vidas francesas que las africanas o, para tal caso, las musulmanas e incluso las de los yihadistas que generan todo este baño de sangre que parece que será la marca de nuestro siglo? A lo último, la respuesta obviamente es no. A lo anterior puede parecer más difícil responder, pero en realidad se trata de un mecanismo bastante sencillo: uno se preocupa en mayor medida por quienes considera más cercanos a sí, empezando con la familia inmediata y terminando con esa inmensa denominación que es ‘ser occidental’.
Es por eso mismo que el Estado Islámico dirige sus ataques a París: como capital universal del espíritu de Occidente, convertirla en territorio bélico implica necesariamente que el mundo que se siente heredero de ella se indigne y apene cuando es atacada. Por supuesto, ‘indignar’ y ‘apenar’ son verbos del ciudadano de a pie, y por lo demás verbos bastante irrelevantes cuando se trata de lo que posiblemente se convertirá en una carnicería aun mayor que la que vivieron los parisinos el fin de semana pasado: dos días después del atentado, Hollande ordenó el bombardeo de Raqqa, la capital de facto del Estado Islámico, con el apoyo de los líderes más poderosos del mundo (dícese Putin y Obama). ‘Ordenar’ tiene aquí un significado bastante más efectivo que cualquier acción que pueda ejercer un usuario de Facebook, sea que se compadezca por los parisinos, los beirutís o los nigerianos.
Esa es la particularidad del ataque de los fanáticos de ISIL contra París: ninguna otra matanza es suficiente para conseguir la declaración directa de guerra que el Estado Islámico busca desde su fundación, declaración que es consustancial a su objetivo de polarizar y aislar a la población islámica de todo el mundo y que sin embargo podría representar su destrucción. Para un Estado con una ideología nihilista en la que el único fin de la vida es la muerte, la parte sobre la destrucción no representa una amenaza real, así que solo queda el objetivo totalitarista de dominación basada en una lectura del Corán que los convierte en lo que algunos han dado en llamar ‘fascislámicos’.
A diferencia de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y otros emblemas estadounidenses, perpetrados por Al Qaeda, el ataque del viernes pasado contra París tiene no solo nombre y apellido -como también lo tuvo el 11 de septiembre- sino también un territorio específico. Así, el ataque aéreo de Francia contra la ciudad siria de Raqqa, donde ISIL tiene su cuartel general, es fundamentalmente distinto a la ‘Guerra contra el terror’ posterior a los ataques contra Estados Unidos: aunque el Estado Islámico usa muchas de las herramientas y tácticas de Al Qaeda -y es en parte producto del éxito de esta organización-, ha conseguido constituirse precisamente en un Estado contra el cual, a falta de voluntad para negociar, son posibles ataques dirigidos. Que Francia y sus aliados observen o no la ‘etiqueta’ de guerra del caso es otra cuestión, pero lo cierto es que ISIL domina un territorio y, al perpetrar un acto de guerra directo contra Francia, ha permitido la declaración de una guerra que se anunciaba inevitable por lo menos desde los asesinatos en la redacción del periódico Charlie Hebdo en enero de este año.
No se trata, sin embargo, de que al usuario virtual de a pie no le quede más que la autocomplaciente acción de cambiar su foto de perfil por la bandera de Francia -o de cualquier otro país afectado por la violencia yihadista-. Tampoco se trata de que esté mal indignarse o apenarse, sino de darse cuenta de que, por un lado, la indignación vía Facebook no tiene consecuencias en la vida real más allá de lo bien que se siente saberse una persona consciente del sufrimiento ajeno y, por otro, sí hay formas de hacerse responsable sin necesidad de irse a trabajar como voluntario en un campo de refugiados. Quizá, en última instancia, el lado ‘positivo’ de los atentados en París sea similar al que tuvo el atentado de la calle Tarata, en pleno Miraflores, en plena Lima burguesa, en 1992: en el caso miraflorino, el atentado fue finalmente suficiente para que la clase media y alta peruana se diese cuenta de que había una guerra en el país. Ahora, con París, es más evidente que nunca que hay una guerra que tiene la potencia de convertirse en mundial, que detrás del Estado Islámico hay una ideología que no nos hemos molestado en tratar de entender, que alguien tiene que detener todo esto.
Usemos, pues, la internet, que es la mejor herramienta que nosotros, seres humanos frágiles y sin poder, tenemos a disposición: leamos, escuchemos, hagamos el esfuerzo -más bien pequeño- de desenterrar toda esa información que efectivamente está ahí, de transmitir esa misma información, de no permitir que quienes no se han tomado el trabajo digan delante nuestro que el Islam es una religión violenta u otras tonterías poco ilustradas y sin embargo alarmantemente comunes. Desde este remoto país que es el Perú solidaricémonos, sí, con las otras naciones para nosotros igual de remotas que en 2015 viven algo similar a lo que nosotros vivimos hace apenas dos décadas, pero hagámoslo dando un paso más allá de la mera indignación o tristeza: formando una opinión desde la cual transformar nuestra cólera -y la de otros- en comprensión.
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