Lo llamaremos Juan.  

Juan siempre se moviliza en carro. ¿En qué te vas a ir?, pregunta siempre que uno anuncia que se va a algún lado. La pregunta, en el fondo, es ¿cómo vas a ir si no tienes carro? Desde la cápsula aislante de su auto, para Juan, moverse en micro se ha convertido en un modo de transporte solo digno de los animales de carga. Tomar un taxi, una invitación a que algo malo (un robo, un secuestro, una violación) te suceda. Y respecto a los ciclistas, como algunos amigos suyos preferimos pedalear, hace un esfuerzo por tratar de entender cómo se tiene que relacionar con ellos en la pista, aunque no pueda ocultar la incomodidad que les causa. Desde la cápsula aislante de su auto, un carro es el medio de transporte más lógico.

Lo curioso es que es el mismo carro el que le causa sus más profundas amarguras. A Juan, por ejemplo, en cualquier destino, le causa tal desesperación que no haya un espacio libre esperando para que se estacione que, incluso, muchas veces ha pensado no salir a comer con sus amigos si el lugar del encuentro no tiene estacionamiento. (Que lo recuerde, siempre lo ha advertido pero no lo ha hecho.) Hace unos días tenía que dar una vuelta a la manzana para continuar buscando un lugar donde dejar su carro seguro. (No lo deja en cualquier lugar porque teme que se lo roben). Pero la esquina en la que tenía que doblar a la izquierda estaba cerrada debido al desmontaje de una grúa de construcción. Amargura. Desesperación. Juan soltó una vez más el argumento que tantas veces ha usado: “la ciudad no está para estas cosas”.

Para Juan, cada irrupción en la pistas de algo que no sea un carro debe ser programado de tal manera que no afecte la libre circulación de los carros. Juan está convencido de que las calles son de los automovilistas, que son la mayoría y, por lo tanto, la prioridad. Lo curioso es que por más que le cueste entenderlo, por más que crea que son más, por más que el alcalde de su ciudad tampoco lo entienda, por más que anule el poder que siente tras las ventanas, no son la prioridad, son, en verdad, la última rueda del coche.

Es simple. Un automovilista tiene la posibilidad de movilizarse de otras maneras. El que no quiera caminar, pedalear o subirse a un bus, es su elección. Al otro extremo, el peatón sí es el rey de la calle porque este no necesariamente tiene la opción, por una u otra razón o deseo, de acceder a otra forma transporte. El ciclista, por ejemplo, queda tras el peatón porque su elección es usar la bicicleta, pero tiene prioridad ante un bus porque posiblemente no pueda o quiera desplazarse de otra manera. Igual el pasajero de transporte público. Toma un bus porque no puede pagar un taxi o comprar un carro. Y así sucesivamente. La conclusión es simple: a nadie lo obligan a movilizarse en un auto particular.

A ello se suma el potencial peligro que genera un auto particular en la calles. Juan se desplaza todos los días por la ciudad llevando consigo una tonelada y media de metal que multiplica su mortalidad cada vez que acelera más. Juan está tan acostumbrado a hacerlo que ha olvidado que al subirse todos los días a su carro pone en peligro a todo lo que lo rodea. En un accidente, sea quien sea que tenga la culpa, será él quien tenga mayores posibilidades de salir ileso, mientras que el peatón, el ciclista o las decenas de personas en un bus corren mayor riesgo. Por eso, también, es quien menos derechos tiene en las calles.

Pero Juan insiste que ese el mundo ideal, que en la realidad la gente se mueve en carros particulares y mientras la ciudad funcione así hay que pensar en ellos. Pero lo que olvida Juan es que la libre movilización es un derecho y en temas de derechos los argumentos de mayoría o minoría no son válidos. Bajo esa lógica, si el 99% de personas en una ciudad se movilizase en carro, estaría bien, por ejemplo, que el 1% sin recursos o deseos de tener un carro, se joda. Eso olvida. Y peor, lo que no sabe es que, en realidad, tampoco son mayoría. Según el último informe de Lima Cómo Vamos, solo el 9,6% de las personas en Lima usan transporte privado, mientras que 71,4% usa transporte público y el 8,8%, bicicleta.

Es lógico que un automovilista crea que son la mayoría por lo que ve en las pistas, pero lo que ve no es la cantidad de personas que usan un carro, sino la cantidad de espacio que ocupa cada uno de los carros de esas personas. Es como la pregunta del kilo de plumas y piedras. ¿Dónde hay más personas? ¿En un bus con espacio para 70 personas o en 70 carros con una persona en cada uno? La diferencia es que en ese espacio que ocupan los 70 carros, en realidad, podrían caber cientos o miles de personas más. Como las que cupieron, por ejemplo, en el maratón cívico militar realizado este fin de semana y que algunos catalogaron como una “iniciativa inoportuna” debido a la congestión vehicular que ocasionó. Juan estaba de acuerdo con la crítica. “Es que la ciudad no está para esas cosas pues”, insistió. En esa línea, para Juan, estaba mal que cierren una calle para desmontar una grúa y estaba mal que se realizara un maratón, porque él, como el resto del 9,6%, podrían querer pasar por ahí en la comodidad de su carro.

Juan siempre se moviliza en carro y el carro es la causa de sus más profundas amarguras. Y mientras continúa fastidiándose frente al timón, no cae en la cuenta que el único elemento constante de todas sus frustraciones frente al volante es, justamente, él frente al volante.

(Imagen de portada: Griswold MCT / Miami Herald)

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