Reflexionar sobre las consecuencias de una guerra no es proceso que la literatura desprecie. Aunque muchos quieran reducir la escritura creativa a una simple finalidad de entretenimiento (o autoayuda), existe en ella, casi desde sus inicios, una vocación por retratar las condiciones que generan el enfrentamiento bélico entre los diferentes pueblos que moran nuestro planeta.
No en vano, uno de los pilares de la literatura universal como La Ilíada tiene como uno de sus ejes medulares, la Guerra de Troya. El oficio de escribir, por lo demás, no ha sido ajeno a los hombres que han escogido la carrera militar como profesión. Ahí está el ejemplo de Miguel de Cervantes Saavedra o nuestro primer escritor: el Inca Garcilaso de la Vega.
En tiempos contemporáneos, la acción bélica ha marcado la vida de muchos autores y ha sido uno de los combustibles para que sus manos echen a andar. Si miramos hacia el norte de América, encontramos a D.J. Salinger, quien dibujó en su narrativa la sociedad estadounidense que se configuró luego de la Segunda Guerra Mundial. Una operación similar realizó James Salter, graduado en la emblemática Academia militar de West Point y voluntario en la Guerra de Corea, experiencia que fue el magma de su novela The Hunters (Pilotos de caza).
En nuestro país, la guerra no ha pasado desapercibida. Durante los últimos años, decenas de escritores han publicado libros de narrativa que tiene como marco la violencia política que azotó nuestro país entre 1980 y 2000. Algunos de ellos –lo más logrados- se perciben una interpelación -dolorosa y brutal- no solo al lector sino al propio escritor. Hablamos, por ejemplo, de las novelas La sangre de la aurora (Claudia Salazar), De noche andamos en círculos (Daniel Alarcón), Kymper (Miguel Gutiérrez) y el texto testimonial Los rendidos de José Carlos Agüero por nombrar solo algunos.
Que solo nombremos un libro escrito por una mujer no es un atavismo machista sino un puente para justificar este texto.
Hace unos años, la experiencia de asistir a las audiencias públicas de la Comisión de la Verdad y Reconciliación le permitió a Ana María Vidal Carrasco, de primera mano, conocer las historias personales de terror y violencia que fueron contenidas durante mucho tiempo y que solo cuando terminó la guerra contra el terrorismo (1980-2000) empezaron a ser escuchadas.
“Existe una necesidad de narrar lo vivido”, señala la abogada graduada en la PUCP en la presentación de Al fin de la batalla. Después del conflicto, la violencia y el terror que reúne a siete escritoras –Christiane Félip Vidal (la única no nacida en el Perú), Ysa Navarro, Karina Pacheco Medrano, Claudia Salazar Jiménez, Jennifer Thorndike, Nataly Villena y Julia Wong- que aceptaron el reto de convertir en cuento la empatía por el otro u otra que tiene las secuelas, en su cuerpo o cabeza, del conflicto que golpeó a todos los peruanos.
Que todas sean mujeres no debe leerse solo como reivindicación de género (lo cual no estaría mal ciertamente); también es posible leerlo como intento de darle voz –representativamente- a un grupo de la ciudadanía que fue uno de los más golpeados por la violencia política. Aunque ello no impide, por supuesto, que encontremos personajes femeninos que sean agentes que infringen dolor como en La muerte tenía nuestros dedos de Thorndike o Algunos infortunios de la mujer con el cabello rojo de Wong: el ejercicio del poder no discrimina.
Aunque la invitación que hizo la compiladora fue bastante arriesgada y haya producido una antología con algunos altibajos, es saludable para la literatura nacional que se tomen riesgos creativos porque, al final, la práctica artística es un constante ensayo y error.
En los sietes cuentos hallamos una exploración de los diferentes caminos que puede tomar la violencia, y que en algunos casos, puede invernar en silencio. Ese es el caso de la protagonista del cuento de Claudia Salazar (El grito) –el mejor de la colección para nuestro gusto- que tiene la habilidad de insertar al lector en una atmósfera que podríamos calificar de trivial para luego, a cuentas gotas, retirar el velo de la cotidianidad y revelarnos –a través de un grito- el peso del pasado de una exmiembro del Ejército:
“Ella se agita temblorosamente en medio de la calle, y algunos transeúntes la miran sin mucha atención. El día es templado, una mañana de otoño, de inicios de noviembre, en la ciudad que parece empujarlo todo hacia afuera, expulsándolo como ese grito que comienza a formarse en sus entrañas y que va avanzando hacia su garganta. […] La sangre la ha dejado pegada. El miedo le infla los pulmones y sus piernas adquieren el peso de un tráiler” (pág 78-79).
Un trecho distinto toma Ysa Navarro (Caminos), quien le da voz a una mujer que debe escapar del campo a la ciudad. La odisea de muchas mujeres que tuvieron que ‘enterrar’ su vida en el campo para erigir otra en un espacio donde la indiferencia golpeó, casi todos los días, su integridad pero en esa atmósfera aparece una postura firme, un deseo de enfrentar el mal:
"Cuando salió de aquel hospital, Faustina se fue a un hogar de niñas, porque olvidé mencionar que ella tenía trece años cuando pasó todo esto. Un señor vestido de negro la alcanzó a la salida del hospital y le invitó a rogar por el alma de su hijo. Ella negó enérgicamente con la cabeza,'ruegue usted por el alma de los que están vivos que tanto daño nos han hecho'"Pág.61).
Y aunque, por pasajes, se orienta a la crónica social (he ahí uno de sus defectos), es destacable el deseo de la autora por construir una protagonista que se siente cercana y real.
¿Qué tan lejos puede llegar la estela de la violencia política? Esta parece ser una de las preguntas que trató de responder Nataly Villena en su cuento La etapa del nido, en el cual su protagonista, una editora peruana afincada en Francia que deberá confrontarse con la historia nacional cuando tenga que pedirle a la viuda de un escritor fundamental para la tradición peruana -una exterrorista- permiso para publicar un libro de su difunto esposo. El cuento nos recuerda cómo el espíritu extremista y violento se esparció en diferentes ámbitos de la sociedad y la cultura peruana, incluso en el entorno de figuras a las que admiramos.
Siete direcciones. Siete riesgos que tomaron igual número de escritoras. El resultado, aunque disparejo, expone un deseo por desafiarse y confrontar su literatura con un fenómeno histórico que, por su gravedad, siempre cuesta.
[Foto de portada: Canal N]
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