Furia, contracultura, rebeldía constante. Estas palabras son indesligables del rock. Ese género musical estridente, de guitarras altisonantes y letras incendiarias. Claro, hablamos de un rock lejos de la influencia de la versión más plástica del pop.
El rock fue desde sus inicios un género marcado por la protesta y, sobre todo, por un deseo constante por fastidiar a los sectores más conservadores de la sociedad. Las letras cargadas de sexo, lenguaje considerado soez y drogas han sido ( y son) una válvula de escape no solo para los jóvenes sino para todos aquellos que no quieren tener una vida acorde con los cánones de una sociedad tradicional.
El Perú no fue ajeno a la influencia rockera y fueron los años ochenta una época rica en la producción de melodías propias del género. Hoy, gracias a Youtube, podemos mantener presentes a los pioneros del llamado rock subterráneo. Esa música que nació en medio de la violencia y la crisis económica y que, a su manera, retrató a un país.
Pero la 'movida subte' trascendió la escena musical y aterrizó en la literatura. Así, algunos escritores utilizaron como insumos creativos su propia experiencia dentro de la movida subterránea. Este es un pequeño recuento.
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Conocido como Wachón, Martín Roldán fue miembro de un banda de hardcore punk (Dictadura de Conciencia) antes de convertirse en bibliotecario y publicar tres libros (una novela y dos cuentarios). Ah, y por supuesto, en todo ese tiempo ha cultivado un hinchaje militante al equipo de Alianza Lima.
Su primera novela, Generación Cochebomba (2007), publicada de manera independiente, despertó elogios de diversos blogs especializados en literatura y ya lleva tres ediciones. El libro tiene un clara vinculación con el movimiento del rock subterráneo. Sus protagonistas adolescentes se ven inmersos en una sociedad que camina hacia un abismo político y económico, y ese camino siempre está acompañado de un sountrack que incluye canciones de Leusemia, Narcosis y otros grupos.
Pero las notas radicales del rock tenían guardadas algunas buenas historias que formarían el corpus de Podemos ser héroes (Estruendomudo, 2014), su tercer libro. En él encontramos cuentos donde se respira el aura rockera, es decir, la rebeldía, el desapego a las leyes, la práctica de un amor más libre y, por supuesto, la voluntad de no alinearse con el sistema. Algunos de ellos, como Oscuras Navidades radioactivas de 1985, exponen en clave humor los 'excesos' de las fiestas darks, como, por ejemplo, la experimentación homosexual: “El pendejo de Xanti se la había llevado a otro lado. En ese apagón total, no le faltarían lugares para pasarla bien con ella. Y yo todo huevón creía que me había levantado a la flaca cuando lo que me había levantado era al cabro, al zopilón” (Pág. 99).
Pero sin duda el cuento que conjuga mejor el rock con la literatura ( y de paso con la generación de los Ochenta) es el relato que da título al libro. En él se despliega una narración que gira en torno a una canción de David Bowie: Heroes. El personaje principal, Jualma, recuerda el vagabundeo que hizo junto a Aleh, una chica obsesionada con la contracultura y deseosa de romper con una sociedad que no la deja expresarse. En otras palabras, la adolescente rebelde que alguna vez conocimos en el colegio o en la universidad. En el itinerario hacia un espacio inventado y llamado por ambos putamadre, se exponen con crudeza e idealismo la vocación por la no alineación con la sociedad: "Corrimos tomados de la mano, riéndonos, con esa sensación de volar, empujando a los que se cruzaban, sin que nos importaran los insultos. Cruzamos hacia el colegio Guadalupe, ella vio la pared limpia y sacó de su casaca un pedazo de esponja y un frasco de tinte blanco para zapatos" (Pág. 20).
Pero esa efervescencia adolescente no dura mucho. Pronto, la historia y la política se cuelan, si ninguna piedad. El heroísmo adolescente se convierte en miedo: "Miraba los labios del tombo [policía] que se movían preguntándome si la conocía; miraba a ella mirándome; miraba las circulinas rojas de la patrulla dar vueltas, tornando de rojo las paredes sucias de las casas; miraba la calle desierta, sin darme ninguna salida, esa calle que pudo ser mía y de Aleh; miraba todo, confundiendo mis sentimientos con la lluvia que humedecía la tristeza de mi vida, la de ella. Sin disimular la cobardía, desperté de pronto" (Pág 26).
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Tal como se armaban los fanzines de los colectivos culturales en la década de los Ochenta, Incendiar la ciudad , la novela de Julio Durán, fue editada de manera artesanal (2002) y leída con lealtad. Por supuesto, no tendría la propaganda mediática de la prensa cultural por no pertenecer al establishment literario (limeño y virreinal).
Más que una novela de crecimiento, estamos ante un testimonio personal en clave ficcional. El protagonista principal, el 'Chibolo', es un desentendido de su propio país, un huérfano generacional que no se reconoce en su familia, la religión o la prédica senderista.
Aunque la novela tiene como escenario los primeros años de la década de los Noventa, el fresco que presenta de la movida subterránea (que tuvo su apogeo en la segunda mitad de los ochenta) es bastante convincente. Ese, quizás, sea uno de los mayores logros del libro. A eso agreguémosle una narración que elude el sentimentalismo. Mucho menos existe esa superioridad moral propia de algunos adultos que se empeñan en menospreciar su niñez o adolescencia porque invirtieron su tiempo en ideales que, supuestamente, ya no tienen vigencia. Nada de eso. Sumergirse en las páginas de Incendiar... significa oler una Lima nauseabunda, envenenarse el organismo con alcohol (o grifa) y destruirse los tímpanos en un concierto mientras pogueas. Pero en medio de esa ceremonia profana hay un proceso de autoconocimiento:
"Sí, yo era un demente, un incendiario, la gente caminaba muerta y vacía por las calles y yo deseaba gritar que me sentía solo. Todo esto me llevó de la mano y me separó del mundo hasta hacerme sentir un extraño, un instruso. Yo ya no era de esta tierra. Podía pasar horas releyendo los fanzines españoles, su textura, su olor acre de fotocopia..." (Pág. 34).
Desde luego, esa construcción de una identidad autónoma es un camino difícil y exige grandes pérdidas. Así lo comprobará el protagonista con la muerte absurda de su mentor y amigo el Chusko, un músico subterráneo que se enfrenta a los terroristas porque no desea ser parte de su sangrienta revolución. Un proceso doloroso pero que cambia radicamente al Chibolo:
"Aquella vez sentí que me poesía una paz y una paciencia ultraterrenales. Yo no lo esperaba. (...) Comprendí el caos que alberga la vida y cada intento de escribir que tuve en mi adolescencia, el fuego que envolvía el papel reduciéndolo a cenizas, comprendí el humo y la mancha negra que cada ritual dejaba. Comprendí la muerte del Chusko, los disparos y los himnos de los sacos. Comprendí el tiempo, el sudor de mis sábanas y el sabor del Valium, el aroma de la grifa y el vano intento de las palabras" ( Pág. 268).
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Cuando a Óscar Malca -autor también de una novela sobre la época, Al final de la calle, luego adaptada al cine como Ciudad de M, de Felipe Degregori- le tocó escribir sobre Caín y Abel, los personajes creado por Rafo León, resumió su importancia en una sola frase: Un cague de risa. Y tiene razón. Las peripecias de los gemelos con nombres bíblicos fue la manera más amena de ilustrar la cultura subterránea contrapuesta al conservadurismo peruano.
Estos personajes tenían, cada uno, una columna en el suplemento No de la revista Sí que fuera dirigida por el emblemático periodista César Hildebrant. En los testimonios se relataban diversas situaciones pero desde la perspectiva de cada hermano. Caín era un subterráneo, miembro de la banda Flatulencia. Un chico deslenguado, brusco, nada disciplinado y poco afecto a bañarse. Abel, por su parte, era profundamente conservador, racista, beato (una especie de acólito del Opus Dei) y con un complejo de Edipo no resuelto, además de sentirse atraído por su profesor de piano. La existencia de ambos representan, según menciona el propio autor, 'la eterna lucha entre el bien el mal'. Pero, ¿cuál era el origen de estos hermanos? Los padres de las 'criaturas' eran Adán Fernández, un vendedor de enciclopedias y Eva Gonzalez de Fernández, ama de casa que había sufrido la extirpación de un seno, razón por la cual solo había podido amantar a uno de sus hijos (el lector ya se pude imaginar quién fue el elegido).
Durante casi un año (las columnas se publicaron entre febrero y diciembre de 1987). León divirtió a sus lectores con las situaciones más divertidas (puedes encontrar algunas de las columnas aquí). Uno de los episodios más divertidos sin duda es la ocasión en que una mujer madura, la tía Aurora, se aprovecha sexualmente (por separado) de los dos hermanos. Veamos algunos fragmentos.
Caín
"La tía me computó y me llamó con las cejas, ¿manyas? Puta, me acerqué y me dijo que subiera a tomarme una chicha, y empezó a vacilarme con que los chibolos toman chicha. Puta’on, subí y su jato tenía miles de adornitos, espejos, flores y huevadas. Puta’on, abrió un barcito y sacó una botella de gin y empezamos a chupar. Me contó que su dorima chambea viajando y que, puta, ella se siente muy solita, mientras me agarraba la rata, chochera. Puta’on, a los cinco minutos estábamos en su cama en un polvo mostrazo. Compadre, regresé a mi jato oliendo a hembrita y con una cajaza de Besos de Moza en la mano, que se la regalé a mi vieja, diciéndole que me la había sacado en una rifa. Puta’on, el pendejo de mi viejo se cagó de risa y me regaló cien lucas".
Abel
"Ay, Dios, lo que pasó después es inenarrable. La mujerona se quitó el baby doll y, por efecto narcótico que me echó en el refresco, mi pajarito se puso duro. La mujerona se me tiró encima y empezó a hacerme cochinada y media, y yo, por el narcótico, sentí algo más sublime que lo que siento cuando comulgo. Después me vino el vómito, mientras la mujerona traía el centímetro para medirme no sé qué. ¡En eso sale Caín del clóset y me canta una barbaridad! Dios, no paré hasta mi hogar, buscando el regazo de mi santa madre y un poco de perdón. Hasta ahora resuenan en mis oídos las carcajadas pecaminosas de mi hermano y de ese hombre que es mi padre…".
Foto de portada: Martín Roldán