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Contra el crecimiento económico

La idea de un crecimiento sostenido anima las políticas de estado, pero podría ser una ilusión. Y sus costos son altos. 

Publicado: 2014-06-28

En el Perú, declararse en contra del crecimiento económico es lo más cercano que uno puede llegar a la herejía, el anatema y la excomunión intelectual. Hay razones para ello: tras décadas de estancamiento y fracaso, los últimos quince años han sido de sostenida expansión de la economía, y los defensores del modelo tienen siempre a la mano cifras que, en apariencia, les dan la razón. La reducción de los niveles de pobreza es real, especialmente (pero no exclusivamente) en el contexto urbano, y también lo son el aumento del empleo formal en algunos sectores, la expansión de la clase media (aún si la definición del término está en disputa y no les queda clara ni a los propios protagonistas) y el aumento del consumo.  

Pero nada de esto es suficiente para, como se dice, “agotar el fenómeno”. De hecho, dejar ahí la discusión, como con tanta frecuencia se hace, opaca sus aspectos más significativos y nos impide ver (quizás esta es la intención) la forma en se usa y funciona la idea del crecimiento económico en el campo político o social, en los medios de comunicación y en los discursos sobre políticas públicas. Porque más que la designación de una realidad discreta y descomplicada, el término “crecimiento económico” es un constructo ideológico, un complejo de significados múltiples que trascienden, y mucho, lo que puede observarse en una gráfica de barras o una hoja de cálculo.

Y, como es el caso siempre con la ideología, uno puede utilizar esas palabras con diferentes énfasis, dependiendo de la circunstancia y del interés, pero no puede evitar que cumplan su función esencial como herramientas discursivas. Esa función es la de oscurecer y tergiversar las mismas realidades a las que parece hacer alusión, y “resolver”, por la vía de su silenciamiento, contradicciones que de otro modo harían imposible el proyecto político desde el cual se enuncia el concepto y se le promueve como un ideal para las prácticas sociales y productivas (en particular las del estado, pero también las privadas, e incluso las individuales).

Así, la entronización del “crecimiento económico” (y sus derivados, por ejemplo “destrabar las inversiones”) como medida fundamental de todas las cosas, punto final del debate público y objetivo casi excluyente de la vida nacional, sirve para dejar fuera de la conversación temas de fondo que, sin embargo, deberían ser centrales (pero no pueden serlo, pues si lo fueran la conversación sería otra).

Y no estoy pensando en los debates más o menos técnicos sobre la relación entre crecimiento y desigualdad (en el Perú o fuera de él) o las discusiones sobre el estancamiento o decrecimiento del ingreso real en un contexto de expansión económica, o los varios otros matices que rodean el tema en el campo académico o en la política. Estoy pensando, más bien, en preguntas de un tipo distinto, que no solemos hacernos (o no nos lo permiten) en este terreno.

Esta pregunta, por ejemplo: ¿cuáles son los límites del crecimiento económico, especialmente cuando se le añade el epíteto “sostenido”? Más allá, como digo, de los aspectos técnicos, de las desaceleraciones coyunturales o de los fallos de estructura (como el hecho de que el crecimiento de la economía peruana en los últimos años esté predicado, como ha estado antes en la historia del país, en la extracción y exportación de materias primas y no en la diversificación de la base productiva).

La respuesta más obvia ha estado al alcance de la mano al menos desde 1972, cuando se publicó por primera vez (preparado por el MIT, comisionado por el Club de Roma) The Limits to Growth, un libro que fue bastante ridiculizado en su tiempo pero que hoy parece poco menos que profético (predice el completo colapso de la sociedad industrial en el siglo XXI, debido a la interacción negativa entre la expansión demográfica y el uso exhaustivo de los recursos disponibles). Desde entonces, nuestro conocimiento de los daños causados a la base material de la economía (es decir, el planeta) no ha hecho sino aumentar, como ha aumentado la urgencia del problema. Hoy estamos al borde de la catástrofe medioambiental, y los límites al crecimiento modelados en 1972 son reales y concretos de una manera que muy pocos se atreven a negar.

En este contexto, hablar de “crecimiento económico sostenido” es una profunda irresponsabilidad. Y lo es más aún debilitar las ya frágiles normas y prácticas de vigilancia ambiental en nombre de “destrabar las inversiones”.

Desde el Perú, una economía pequeña con un impacto muy menor en el cambio climático, es fácil usar esas palabras como si no tuvieran tal contenido (es decir, como si no ocultaran esa contradicción) y como si la expansión de la economía tuviera al infinito por horizonte, pero esa es una falacia. La economía peruana no existe en el vacío sino como parte de un sistema global, y los efectos de ese sistema afectan a la población del Perú tanto como a la de cualquier otro país, o más, dadas las condiciones. La desertificación de los vales costeros, la pérdida de los glaciares andinos, y todos los demás procesos ya en marcha dañarán la capacidad productiva local; dejar sin protección a amplios sectores de la población y permitir el deterioro de sus suelos y sus recursos acuíferos en aras de “destrabar las inversiones” es poco menos que una traición, cuyo costo (en vidas humanas) será altísimo en unos pocos años.

Al mismo tiempo, permitir la deforestación de la amazonía y el uso exhaustivo de sus recursos en favor de actividades extractivas no es, aunque lo parezca o se presente de esa forma en el discurso, un problema local. Es un problema global, con consecuencias e impactos que se ejercen sobre el sistema en su conjunto.

Este es el punto: cualesquiera sean los beneficios inmediatos en la economía local, el proyecto de disminución y erradicación de la pobreza es un imposible en el mediano plazo, y (en los términos en los que está planteado) no hará otra cosa que empeorar la situación. Cómo se ha observado ya muchas veces, el aumento en los niveles de consumo que se requiere para erradicar la pobreza mediante el crecimiento acabaría con el planeta tal cual lo conocemos, arrasando con cualquier idea que hayamos tenido de bienestar, y cualquier posibilidad de alcanzarla enla práctica. En otras palabras: haciendo crecer la economía global, nadie sale de pobre en el largo plazo, sino todo lo contrario.

Nada de lo anterior puede ser capturado en el concepto de “crecimiento económico” al uso, pues el concepto mismo está diseñado para no hacer esa captura. Lo que crece, lo que se mide, es otra cosa, y ese corte (ese silenciamiento) es parte fundamental de la ideología: si uno tala un árbol y vende la madera, el PBI crece; los costos ambientales de esa operación, las pérdidas que representa en términos de recursos futuros o de diversidad biológica, no quedan registrados, como no quedan sus impactos (“externalidades”) sobre las poblaciones locales. Lo mismo para la minería y para todas las demás actividades productivas. Ciertamente, hay numerosos intentos técnicos y académicos para llevar esa cuenta, pero ninguno de ellos ha trascendido al uso común, y ninguno de ellos tiene impacto real en las políticas públicas, mucho menos en el Perú.

En suma, si la idea de que “una marea creciente alza todos los botes” (el famoso “chorreo”) ha sido discutible desde siempre y ha quedado desmentida en los hechos en numerosas ocasiones, el sentido común que nos dice que “para repartir la torta, primero hay que hacerla crecer” es igualmente problemático, aunque parezca una verdad incuestionable. Porque la realidad es que con respecto a esa torta (la economía global en el régimen capitalista) “hacerla crecer” es lo mismo que destruirla. Especialmente si para fomentar su crecimiento, como se nos dice, es necesario relajar los estándares de protección ambiental.

Por lo demás, como ha observado con insistencia el economista norteamericano Robert Gordon, es perfectamente posible que el modelo de crecimiento económico desde el cual se propone esta ideología sea, a estas alturas, poco más que una ilusión. Porque la enorme liberación de fuerzas productivas operada por el capitalismo desde la segunda evolución industrial y las radicales transformaciones de la vida social y económica generadas en consecuencia quizá sean irrepetibles, en términos históricos. Quizá, dice Gordon (y otros), el incremento de la productividad resultante de las innovaciones tecnológicas de la era moderna es una singularidad, un fenómeno único que el desarrollo de aún más nuevas tecnologías no está en condiciones de replicar, como en efecto está siendo el caso con la automatización productiva y la informática, a pesar de todas sus promesas. Quizá, en otras palabras (y más allá incluso de los límites materiales de los que hemos hablado antes), el futuro real de la economía es uno de decrecimiento, hagamos lo que hagamos ahora.

La ideología del crecimiento sostenido, enraizada como está en el centro de nuestros discursos económicos y políticos, no nos permite ver ninguna de estas cosas, pero eso no las hace menos reales. Y no hace menos urgente la necesidad de pensar en otros términos, desde paradigmas distintos, con otro lenguaje. Esto, por supuesto, requiere de un esfuerzo radical que muy pocos están dispuestos a hacer, especialmente si es que se encuentran en una posición de poder o pronostican beneficiarse, en el corto plazo, de la situación actual.

Es necesario, por ejemplo, reconocer que siempre han existido argumentos en contra del crecimiento económico, y que algunos de esos argumentos son razonables. Es necesario así mismo entender que una política de cero crecimiento, aún si no es inmediatamente aplicable, es no solo posible sino deseable como ideal para la sociedad globalizada, antes que fomentar una (imposible) expansión infinita de la productividad, cuyos logros en el corto plazo serán borrados quizá mucho más pronto de lo que pensamos por las propias consecuencias del proceso. Es necesario, por último, entender que todas estas son opciones y decisiones políticas, no los fenómenos inevitables, impersonales y naturalizados que la ideología imagina, y que si no construimos un futuro distinto, simple y llanamente nos quedaremos sin futuro alguno.

Por supuesto, estas ideas suelen ser prontamente desestimadas como utópicas, y seguro lo serán hoy también, pero la realidad es esta: lo ilusorio es creer que los patrones de crecimiento de la economía global pueden continuar, y que podemos seguir hablando de “crecimiento sostenido” como si no nos amenazara una hecatombe. El resto es ideología, al servicio de intereses ciegos y destructivos cuya lógica implacable es, aquí y ahora, una enfermedad terminal.

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Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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