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"El poeta mira lo que está detrás, los movimientos, los detalles"

Paracaídas Editores ha reeditado los dos primeros libros de Abelardo Sánchez León, uno de nuestros autores fundamentales. Conversamos con él al respecto, pero también sobre su época y su forma de concebir la poesía.

Publicado: 2014-07-31

Como parte de la serie "Dédalo Dormido", dedicada a la obra de autores consagrados de nuestra tradición poética, el sello independiente Paracaídas Editores, ha anunciado la reedición de los dos primeros poemarios de Abelardo Sánchez León (Lima, 1947): Poemas y ventanas cerradas (1969) y Habitaciones contiguas (1972). El volumen, que lleva el título de Ventana y habitaciones 1969-1972, se presenta el sábado 2 de agosto en la Feria Internacional del Libro de Lima. Sin duda alguna, por la trascendencia del autor y por la importancia de este hecho, es uno de los eventos más esperados.

portada del volumen preparado por paracaídas editores

Sánchez León es considerado una de las principales voces surgidas como parte de lo que se denominó "generación del setenta", conjunto en el que puede encontrarse a poetas como José Watanabe, Enrique Verástegui o Jorge Pimentel. Son autores que, pese a sus diferentes maneras de encarar y concebir la escritura poética, comparten algunos rasgos. Piénsese que de un lado está alguien tan contemplativo como Watanabe, y del otro, un grupo contestatario como Hora Zero. 

Entre esos rasgos habría que nombrar el uso de un lenguaje más coloquial y con ciertos giros hacia lo popular, así como la presencia de personajes que recorren distintos rincones de Lima, ya sea desde la perspectiva del migrante que enfrenta la violencia de la ciudad en sus márgenes, ya sea el desengaño y escepticismo de aquellos que saben que el tiempo todo lo corroe sin ningún tipo de misericordia.

En los dos primeros libros de Abelardo Sánchez —que por su cercanía cronológica, tienen tonos e incluso temas similares—, el protagonista de los poemas hurga en la historia familiar, pasea por distintos escenarios de Lima y, así, lucha contra la pérdida de lo más amado e íntimo que le queda: la memoria.

El volumen Ventana y habitaciones 1969-1972 cuenta con un prólogo del estudioso Peter Elmore, acerca de la etapa inicial de la obra de Sánchez León, y con el trabajo de la artista plástica Shila Alvarado, quien realizó el retrato del autor a partir de una fotografía de hace 45 años.

Por cortesía de la editorial, tuvimos acceso al libro cuando recién había salido de la imprenta. De modo que la conversación se inició luego de que el poeta tuviera la oportunidad de cargar por primera vez entre sus manos un ejemplar de sus dos libros reeditados.


¿Qué le suscita ver su retrato en la portada? ¿Qué le genera el hecho de encontrarse ahora con su rostro de cuando tenía 22 años?

No me genera nada en realidad. Le hago la pregunta a otras personas. A las chicas sobre todo, a las chicas jóvenes. Todas coquetas que dicen "claro, allí sí, ahora no..." (risas).

el poeta se encuentra con su retrato
(foto: ana cabrera)

Lo que sí me perturba es que eres otro. Digamos, uno cambia tanto de piel, se reencarna tantas veces en distintos papeles, que entre ese muchacho y yo... solamente hay un hilo conductor, pero son dos personas distintas.

¿Cuál es ese hilo conductor?
El hilo conductor en mi caso —para ser coherente— es la literatura. Yo he persistido para bien o para mal en escribir. Sí veo una trayectoria vital entre esos libros y el último. Incluso hay una piscina [se refiere a uno de los poemas de Grito bajo el agua (2013)]. Vuelvo a releer, ¿no? Hay un poema... no es una piscina que sea de competencia, sino de recreación, en Los Cóndores, en una zona de las estribaciones de los Andes de Lima. Curiosamente, veo el primer poema del primer libro [Poemas y ventanas cerradas] ubicado en un bar, y el último poema del segundo libro [Habitaciones contiguas] es otro bar con la misma persona. Son azares maravillosos que solo he podido ver ahora revisando el libro.
¿Qué lo llevó a revisar, a reeditar, estos libros?
Bueno, pues, mi alianza con Paracaídas Editores (risas). Me ha traído un poco de alegría, me ha inyectado vida, proyectos, ganas. Fue una cuestión de ganas. Si no tienes ganas, no te sientes a escribir. Si tienes ganas y el físico y la lucidez, hay que hacerlo, ¿por qué no, si es parte de mí?. Tengo el proyecto de sacar la poesía reunida, [porque] los libros son de tirajes escasos, los libros se pierden, digamos como dicen todos los que lo hacen: sacas tus libros, tu poesía reunida, y te mueres.
Cuando editó estos dos libros, sobre todo en el caso del primero, ¿cómo estuvo seguro? ¿cuáles fueron los pasos que siguió? ¿los presentó a alguien en especial?

No, no, no había nada de eso. Seguro no estás nunca, pero sí sabes que si no lo publicas, va a ser un estorbo. Tú tienes que sacarlos, si no lo sacas, no puedes escribir otras cosas. Tú no puedes tener cinco libros inéditos, tienes que irlos sacando, y le das lugar a otros, en tu vida también.

La poesía tiene que tener también una cierta frescura, una cierta naturalidad. Uno no puede corregirlos tanto. Yo creo en los poemas con algunos errores. Yo sé que errores garrafales te tumban un poema, pero hablo no de esos errores, sino sólo que demuestran que ha salido el verso y que no le has metido tanta razón, tanta corrección, que lo has dejado fallido. Entonces no hay que revisarlos tanto tampoco.

Yo publiqué a los 22 años. La poesía peruana es muy precoz. Verástegui también publicó muy joven. Todos publicaron muy jóvenes. Antonio Cisneros también, Javier Heraud ni qué te digo. Martín Adán... todos muy jóvenes. Hay que dejarle esa frescura de los primeros poemas.

¿Desde qué edad empezó a escribir este primer libro ?
Me imagino pues que a los 20, si lo publiqué a los 22... Mi primer poema es el poema del pequeño, que salió ganador en los Juegos Florales [de la Universidad Católica] del 66. Un solo poema. Cuando tenía 19 años. Esto, en cambio, está entre los 20 y los 22... Es un libro que si Paracaídas ha decidido reeditar, algún valor debe tener. Los primeros libros son pues de tanteo, ¿no? Pero según dice José Miguel Oviedo, que hizo un comentario generoso y extenso, ya ahí había un tema y una pluma segura... Yo sabía a dónde iba. Otros poetas cambian de tema...

"LA POESÍA TIENE QUE TENER TAMBIÉN UNA CIERTA FRESCURA, UNA CIERTA NATURALIDAD.
UNO NO PUEDE CORREGIRLOS TANTO. YO CREO EN LOS POEMAS CON ALGUNOS ERRORES".
(FOTO: ANA CABRERA)

¿Usted hacia dónde iba ?
Yo me he mantenido más en la vida familiar, padre-hijo. Cierto tono existencial en el sentido de la vida, por qué vivimos, esas lealtades, esas convicciones. Y bueno, en un entorno que es la ciudad de Lima y de desconcierto ante el paso del tiempo (risas). No, eso es posterior.
A mí siempre me gusta averiguar, en el caso de los escritores, cómo se da esa formación o esa vocación por la literatura, por la escritura. En su caso, ¿cómo fue? ¿de qué manera empezó a escribir sus primeros versos?

Yo creo ahí —con Antonio Cisneros— que la poesía es un don. Toño [Cisneros] era un romántico en ese sentido. Era el único aspecto en el que era romántico, creo: es un don. Que hay trabajo, hay oficio, hay aprendizaje, pero hay una aptitud, una disposición, ¿no? Que es muy difícil en la adultez, porque la adultez te lleva a ser antipoético. Te gana la vida cotidiana, te ganan tus responsabilidades. Muchos poetas no llegan a la adultez, se quedan en la juventud, o tienen una actitud bohemia-juvenil, muy entrada a la vida para no perder esa actitud ante la poesía.

En mi casa hubo, pues, un ambiente cultural propicio. Siempre hubo un respeto por el arte. Mi padre era un amante de la buena música, de los libros, del teatro. No tuve que forzar nada, no era que iba yo en contra de un padre, tipo Kafka. Mi padre era alguien que más bien... yo estaba haciendo lo que él no pudo hacer...

¿Cómo era la relación con su padre?
Era una relación buena, pero mi padre era muy nervioso, muy insatisfecho y probablemente cuando yo era más niño y él era más joven, [con] cuarenta, cuarenta y cinco años, había un cierto grado de insatisfacción. Pero después la relación, cuando yo regreso de mi viaje a Europa, mejora notablemente porque ya lo veo más viejo, más cansado, más pobre, más todo, como pasa en toda casa. El hijo se vuelve el padre y el padre se vuelve el hijo. Es la metamorfosis. Suele pasar.
¿Nunca tuvo que enfrentar algún prejuicio por ser poeta o por haber publicado poesía?
No. Quizá en el colegio, el Markham, que era un colegio muy masculino, británico, rudo, de deportes. Pero yo era muy deportista, un poeta que jugaba fútbol, un poeta que corría, que nadaba, que estaba en el atletismo. O sea la imagen del poeta a la peruana, esa imagen vallejiana, con el puño en el mentón, pensativo, o poetas gorditos, que no juegan fútbol, que no corren, nerds...

"Pero no, nunca viví el prejuicio de ser poeta, tampoco lo decía todo el tiempo".
(FOTO: ANA CABRERA)


Que se paran enfermando...

... que se paran enfermando. Javier Sologuren, ¿no?... No era pues mi imagen, tampoco era la de mi generación. Pimentel, Mirko Lauer... Edgar O'Hara jugaba al fútbol, Cisneros... Todos eran altos, todos eran fuertes, se rompió un poco esa imagen y se impuso más la imagen anglosajona... Hemingway [hace el gesto de dos brazos fornidos] o John Dos Passos, que se ponía los botines y caminaba días.

Entonces, creo que fue interesante eso. Aunque en el colegio yo nunca dije que yo escribía poesía, eso fue una sorpresa. En Letras [ya en la universidad], sí ya empecé a balbucear en revistas que había, pero no... El sesenta rompe la relación de poeta-femenino, poeta-inútil, poeta-débil. La del cincuenta sí. Wáshington Delgado no habrá pateado una pelota en su vida. Y ninguno manejaba... quizá manejaba Pablo Guevara, que vivía en Pachacamac. Pero Sologuren venía de Chosica a la Agraria no sé en qué... Delgado tampoco manejaba, Paco Bendezú qué iba a manejar... Incluso el sesenta, Calvo tampoco manejaba, el más moderno, el que se jactaba ha sido siempre Toño [Cisneros] porque Rodolfo [Hinostroza] también era inútil...

Pero cocinaba...
¡Cocinaba después! ...  y también era fuerte, bien plantado. Pero no, volviendo a tu pregunta, nunca viví el prejuicio de ser poeta, tampoco lo decía todo el tiempo. Mi poesía ha sido muy guardada, sacaba un libro, no decía "yo soy poeta" todo el tiempo, casi nunca.
¿Y cómo así se dio la posibilidad de publicar con la Rama Florida, la editorial del poeta Javier Sologuren?
Yo fui con Marcia. Marcia [Vargas, su esposa] lo recuerda. Yo tenía 21 años, ella tenía 20. Y me fui. Yo conocí a dos poetas tocándoles la puerta: a Carlos Germán Belli que vivía en la Plaza San José, en Jesus María, que me abrió la puerta y me hizo pasar y nos hicimos amigos hasta el día de hoy. Y a Sologuren, me fui hasta Los Ángeles, en Chaclacayo e hice lo mismo. Me abrió la puerta, conversamos, nos hicimos amigos y hemos sido amigos toda la vida. Con Germán sigo siéndolo, y Javier, bueno, ya murió. Además, Javier se mudó cerca de Desco [ONG en la que labora Sánchez León], así que lo visitaba constantemente.
¿A quién leía en esa época, que mantiene hasta ahora?

Bueno, ojalá supiera (risas).

Leía a mi generación. El Puertas y ventanas cerradas había sido bien recibido, bien querido, estaba en la universidad, había mucho ambiente poético. Acababa de publicar Manuel Morales, yo publiqué, venía el libro de Pimentel, de Verástegui, estaba Toño Cisneros, estaba Consejero del Lobo [primer libro del poeta Rodolfo Hinostroza, aparecido en 1964], que era un libro así medio clandestino, que había circulado en Cuba; estaba Calvo, había muerto Heraud. Había toda una efervescencia poética. Después hubo muchos recitales, en la Biblioteca Nacional. Eso ya el año 70, 71, 72. Habitaciones contiguas, más bien, es un libro que yo he recuperado.

¿Por qué lo dice?
Porque el libro lo he limpiado mucho en esta versión. Esta sí es 'la' versión. La anterior es una materia prima, y el libro salió un poco pequeño, no me gustó tanto. Lo he ordenado, lo he limpiado, lo he corregido sin traicionar el espíritu que lo anima. He sacado algunos versos, dos creo, y he sacado dos poemas que lo hacía muy redundante. Entonces es un libro ganado, un libro prácticamente nuevo.
Puede contarnos qué pasó con la edición, ¿por qué no circuló?, ¿qué ocurrió?
Yo no estaba acá y Juan Mejía Baca era un librero, no era un editor. Tenía una librería nada más. Yo estaba en Francia, dejé el libro hecho, mi papá de buena gente se compró el pleito, lo hizo con Juan. Una vez que estaba con el libro no sabría qué hacer, entonces lo tiró ahí pues, supongo. Yo no estaba acá. Por un lado, no circuló; y segundo, la edición tampoco él la cuidó mucho. Entonces, es un libro que es el patito feo. La carátula la hizo mi primo, Henry Ledgard, una persona de primera línea en todos los aspectos. También era joven, es menor que yo. Él hizo una carátula que representa su espíritu de persona buena, es un dibujante, es un pintor, pero ahora con más oficio.
¿Qué cree que se ha mantenido entre el Abelardo Sánchez de antes y el de ahora? ¿Qué se ha mantenido en su búsqueda, en sus dudas?
Se ha mantenido la persona observadora, ecuánime, apasionada también, que siente que está en un camino acumulativo, o sea yo no me he dispersado tanto. He hecho varias cosas, pero no son muchas. Tengo una profesión, sociólogo, profesor. Creo que escribo, me he dividido en poesía y narrativa. Y conservo mis amistades, mis amigos son importantes. Tengo una familia, una mujer, mis hijos, mi nieto, hay un cuadro más o menos, ¿no? Pero hay algo que bulle, que está adentro, una insatisfacción, unas contradicciones... Tengo una tensión interesante entre las instituciones y las personas.
¿Cómo es esa tensión?
Es una tensión porque las instituciones tienen su lógica. En la Universidad Católica... las universidades tienen una estructura, una lógica, una jerarquía, un reglamento, esas cosas. Los estudios universitarios, cuando yo era alumno. Las ongs, solo termino diciendo que yo no he trabajado en el Estado. El individuo y la institucionalidad... Eso a mí me vuelve un sujeto kafkiano. El dilema entre el individuo y todo el andamiaje que tiene que enfrentar, ahí siempre me he sentido incómodo...  yo he tenido la suerte de trabajar en lugares donde no he marcado tarjeta, me volvería loco, no podría. Sencillamente no hubiera trabajado nunca.
Quién como usted.

(Risas) Pero he trabajado y hago productos, y hago cosas, seminarios, eventos, publico libros. Pero eso de que te estén chequeando, que te estén viendo, a qué hora entras, a qué hora sales... Incluso creo que hoy es más así, incluso en el periodismo. Un día entré a una sala de redacción y estaban todos en un círculo, alrededor de 20 personas. Todos se miran, todos se ven, ya saben si has ido al baño o no has ido.  Siempre he sido alguien que ha cultivado su privacidad, por eso no uso celular, ni tengo twitter, no estoy "a la mano".

"el poeta sabe dónde está y qué sucede, lo que mira es lo que
está detrás, lo que mira son los movimientos, los detalles". 
(FOTO: ANA CABRERA)

Alguien que es observador necesita justamente librarse de un "gran ojo", alguien que es observador cuando es observado como que se siente traicionado...
Pero yo no observo como juez, ni como un fiscal ni como un policía. No soy jefe... ahora soy jefe y las personas que trabajan conmigo me tienen que repetir "tú eres el jefe". Porque yo no me doy cuenta, no asumo, no actúo... Doy un margen de libertad de responsabilidad, de confianza, hay transparencia, nos decimos las cosas, no soy jerárquico, no creo en un mundo dividido entre jefes y pinches. Entonces yo observo sin darme cuenta que estoy observando, no soy un intruso. Incluso mis hermanas me decían "el voladito", pero yo no estaba de voladito sino que estaba mirando de una manera distinta. Veinte años después me decían "¿oye, cómo te diste cuenta?". Lo otro es una mirada del sistema, del establishment...
Del control...
Del control... Eso me pone muy nervioso. Más ahora que hay esta cultura de las calles vigiladas, como algo bueno ¿no?, "más ojos te vigilan"... ¡qué horror!. Es la figura de Foucault, del panóptico, que se lleva también a las urbanizaciones, a los conjuntos residenciales. Hay lugares donde puedes ver todo, quién entra, quién sale, quién entra con su mujer o entra con otra persona...
Ahí la mirada tiene un sentido, un uso: para regular. ¿Pero cómo es en el caso de la mirada del poeta, del artista?

Es entender. El poeta quiere entender. A pesar que el propósito último de la poesía no es entender racionalmente la vida, sino mirar para darse cuenta. Darse cuenta es una gran virtud y no darse cuenta es estar perdido y el poeta no está perdido. Aparentemente es vulnerable, es desubicado, es una persona que estorba. Platón ya lo quería sacar, pero el poeta no está perdido. El poeta sabe dónde está y qué sucede, lo que mira es lo que está detrás, lo que mira son los movimientos, los detalles. Un pequeño detalle que es revelador, es revelador en absoluto. Incluso de manera, a veces, un poco exagerada: un gesto ya bastó para definir que esa persona es así, para siempre, y tiene que demostrarme lo contrario.

Pero eso se maneja en un nivel inconsciente, almacenando. ¿Si no cómo salen esas palabras cuando te sientas a escribir? ¿Si no cómo salen esos borbotones de pronto? ¿Cómo salen esas palabras, esas figuras?... Hay que almacenarlos primero, si no lo tienes almacenado no puede salir.


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Escrito por

Paulo César Peña

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Redacción mulera

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