Corría el año 2010 y este servidor trabajaba como jefe de prácticas en una universidad del Estado. Al mismo tiempo, daba charlas para adolescentes en Independencia, a los que les tocaba la guitarra, en un proyecto de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Aunque esos empleos no pagaban mucho, había una satisfacción que valía más que todo eso: ese año saqué mi licenciatura en Ciencias de la Comunicación.

Este muchacho de 29 años soñaba con volver a trabajar en los medios de comunicación, que había dejado cuatro años atrás. Y al mismo tiempo, tenía la vocación de escritor. Participando en un concurso y ganándolo alcanzaría ese objetivo.

En agosto, un mes después de haber sustentado esa tesis que costó dos años (uno trabajándola y otro obteniendo engorrosos documentos), me enteré del Premio Copé. Antes había escuchado de este concurso literario, pero no le había prestado mayor atención. Sin embargo, esta vez le puse los cinco sentidos. Y decidí participar en la categoría de Cuentos.

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Mi primera influencia literaria fue Julio Ramón Ribeyro. Aprendí a leer a los cuatro años y durante ese tiempo devoré de todo: desde revistas deportivas hasta la Biblia. Pero a los 12 años tuve mi pérdida de virginidad literaria, al leer por mi propia iniciativa La Palabra del Mudo. Desde Los Gallinazos sin plumas hasta el último cuento de ese libro, los disfruté todos.

A partir de allí, comencé a leer los libros que tenía guardados, de regalo, a los que no había dado importancia, como Dos Señoras conversan, de Alfredo Bryce Echenique. Lo tomé y lo terminé en tres días. En ese momento, mi romance con la literatura no se detuvo.

Ya en la universidad, exploré algo de filosofía con Nietzsche y Foucault; y también algunos libros de sociología y economía. Pero la literatura siguió siendo mi prioridad al momento de leer. Descubrí a Mario Vargas Llosa y su Conversación en la Catedral, que me deslumbró. Pero más impactado quedé con La Guerra del Fin del Mundo, que considero, en mi humilde opinión, su mejor obra.

En enero del 2004 me fracturé el pie izquierdo y estuve un mes y medio enyesado. Encerrado en la casa, me dediqué a la lectura como nunca antes. Si en el pasado me leía al menos un libro por mes, en esos 45 días habré leído 15 o 20. Pasé de la literatura peruana a la latinoamericana; y luego a conocer escritores estadounidenses y británicos. Incluso a egipcios, como Naguib Mahfuz. Por aquellos días coleccionábamos las novelas que cada viernes entregaba el diario Correo que dirigía Juan Carlos Tafur.

El tiempo libre, sin hacer nada, puede ser bien utilizado, aún en circunstancias difíciles como no poder caminar y usas muletas. Ese tiempo me sirvió de mucho, pues no solo me cultivó en lo cultural, sino en lo espiritual.

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Pasaron los años y ya no era un estudiante universitario: en el 2006 pasé a trabajar en un diario en la avenida Abancay y luego en una web que pirateaba sutilmente el nombre a otra. Me largué de los dos medios porque me quedaron debiendo plata. Un año deambulé por las ONG y no salí muy contento. Hasta que en la universidad Villarreal, aquella en la que estudié cinco años, encontré un espacio en el que me sentí cómodo: el académico.

Pasé cuatro años allí, y la experiencia fue enriquecedora. Pero yo quería volver a los medios, al periodismo. A la palestra. Al mismo tiempo, tenía mis inclinaciones literarias. Por eso, cuando me enteré de los Premios Copé, decidí participar.

La primera pregunta que se vino a mi mente es ¿sobre qué diablos escribo? Pese a que había tenido contacto con la literatura, nunca había pensado en escribir alguna creación. Finalmente, decidí apelar a mi experiencia de periodista frustrado, en el diario El Sol de Oro.

El cuento fue denominado "La Gran Comisión", un título que parecía más relacionado a un mensaje cristiano antes que a una experiencia en el periodismo. Era la historia de Rubén Alonso, un joven aprendiz de periodista que encuentra un lugar para hacer sus prácticas de periodismo haciendo volteo y monitoreo de noticias; y que de pronto pasa a ser redactor de política. En una comisión, se atreve a hacerle una pregunta incómoda al mismísimo Presidente de la República. Pese a que redacta una nota impecable, su artículo no aparece; por ello le reclama al director, quien lo despide. Sin embargo, producto de tantos CV enviados, es convocado por un diario más importante.

Vista en perspectiva, la historia no era la gran cosa: leo el cuento y no me gusta nada, pese a que escribí, borré, corregí y replanteé todo de nuevo durante meses. Pero a fines del año 2010, cuando fui a dejar el sobre en uno de los locales de Petroperú, fui con toda la ilusión del ganador. Al año siguiente, me di de bruces con la realidad. 

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Después de eso, he participado en otros concursos literarios. Y vuelto al periodismo en 2011, actividad que no he dejado hasta ahora (salvo por seis meses en el 2015), también me presenté a concursos de la misma carrera. No he ganado en ninguno. Este mismo año me presenté en otro, organizado por Indecopi. Naturalmente, perdí.

Lo que aprendí de Copé (y de los demás) es que mejor me va cuando escribo, ya sea un cuento o un artículo periodístico, no en función de la competencia o el reconocimiento, sino de la misma experiencia y del placer de hacerlo. Y además, me inició en la práctica de escribir mis propias creaciones, cosa que antes no había hecho. Eso es lo que le agradezco. Ojalá algún día pueda publicarlas.

En cuanto a los concursos, en mí se cumple ese adagio de Ribeyro, mi iniciador en la lectura seria: "ser el eterno forastero", el eterno postulante, el eterno aprendiz: he aquí una fórmula para ser feliz". Pero no necesariamente mi experiencia tiene que ser la suya. 

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