Allá por el 2011 se publicó una necesaria reedición de 'Violencia y autoritarismo en el Perú. Bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori', libro escrito por la politóloga estadounidense Jo-Marie Burt. Este trabajo es esencial para entender los procesos que subyacieron la toma de poder y los discursos reproducidos por el fujimorismo en los 90s, todo en el contexto de la crisis financiera y la violencia política sufridas en esta década.
El libro fue editado originalmente en el 2009, pero esta segunda edición contó con un nuevo prefacio de la autora que hacía un pequeño resumen de lo desarrollado en el libro, y un análisis con las herramientas forjadas en él para entender lo 'surreal' del resurgimiento del fujimorismo en las elecciones que se vivían en ese momento (que tuvieron a Ollanta Humala como ganador en segunda vuelta y por un margen muy corto). Es interesante leerlo hoy, ad portas de un escenario parecido -si no peor-, y darnos cuenta de lo poco que se ha avanzado en cuanto a los temas presentados en él. El prefacio, en su integridad, en las lineas de abajo:
Escribo este prefacio a la segunda edición de “Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori” en la víspera de la segunda vuelta electoral para las elecciones presidenciales, que tendrá lugar el 5 de junio de 2011. La hija de Alberto Fujimori, Keiko, ha pasado a la segunda vuelta, y enfrentará al ex militar Ollanta Humala para ocupar la Presidencia del Perú.
El ascendiente de Keiko demuestra que el fujimorismo logró sobrevivir un tiempo en el desierto, luego de la huida de Alberto Fujimori en noviembre de 2001 ante el inminente colapso de su régimen y su probable arresto por corrupción y otros crímenes, no obstante lo cual ha logrado consolidar una presencia política importante.
Pero no por ello debemos olvidar que decenas de ministros, militares, hombres de negocios y otros colaboradores del régimen purgaron prisión o aún cumplen penas por varios delitos cometidos durante los años noventa, cobijados por el régimen fujimorista.
El ex comandante de las Fuerzas Armadas en un amplio periodo del fujimorato, el general (r) Nicolás de Bari Hermoza Ríos, ha sido condenado a 25 años por la masacre de Barrios Altos y también por graves actos delictivos. El fiel asesor de Fujimori, y ex capitán de las Fuerzas Armadas Vladimiro Montesinos Torres, también ha sido sentenciado por múltiples casos de corrupción, tráfico de armas y violación de DDHH. El mismo Fujimori fue extraditado al Perú en 2007, sometido a un juicio internacionalmente reconocido como imparcial y respetuoso del debido proceso, y condenado a 25 años de prisión por su rol como autor mediato de los crímenes de Barrios Altos, La Cantuta y los secuestros a manos del Servicio de Inteligencia del Estado (SIE).
¿Cómo explicar entonces que su hija —que ha reivindicado el gobierno de su padre como “el mejor de la historia del Perú”— tenga buenas posibilidades para llegar a la Presidencia? En estas breves líneas no es posible resolver dicha pregunta, pero sí recogeré algunas ideas presentes en mi libro que puedan contribuir a desarrollar un análisis desapasionado del presente escenario.
A primera vista, lo que más resalta son las diferencias entre el contexto en el cual el fujimorismo llegó al poder en 1990 y la situación actual: cuando Fujimori fue elegido en 1990, el país se encontraba en una situación de desintegración política, económica y social; hoy en día, el Perú goza de una buena condición macroeconómica, sus instituciones políticas parecerían estar consolidadas; y si bien aún persiste la pobreza, la sociedad tiene mejores oportunidades para progresar en comparación con hace 20 años, e incluso ha recuperado cierto dinamismo para realizar demandas ante el Estado.
Pero mirando un poquito más a fondo no es difícil darse cuenta de que para muchos peruanos todo eso es ilusión. La bonanza económica es real, pero solo ciertos sectores se benefician de ello; el prometido ‘chorreo hacia abajo’ de los dioses neoliberales no se materializó. Los derechos laborales, brutalmente recortados durante el régimen fujimorista, no han sido repuestos en democracia. Y si bien el nivel escandaloso de pobreza de los años noventa ha disminuido, hay todavía altos indicios de ella, y la desigualdad ha ido en aumento.
En cuanto a la política, desde la transición en el año 2000 se han ido consolidando ciertos aspectos de la gobernabilidad democrática (como tener elecciones limpias y transparentes), mas aún se mantiene una Constitución impuesta por una dictadura luego del autogolpe del 5 de abril de 1992 y la creación de un Congreso unicameral y bastante servil al Poder Ejecutivo.
Hoy, a pesar de los intentos de consolidar el Estado de derecho y fortalecer la separación de poderes, hay bastante evidencia de la interferencia del Poder Ejecutivo en los otros poderes del Estado (los ‘Petroaudios’, son buen ejemplo), y que para la mayoría de los peruanos y peruanas se mantiene la percepción de un Estado distante y desinteresado en resolver sus problemas; solo basta ver la permanente erupción de conflictos sociales en el Perú para darse cuenta de ello.
La institucionalidad política —desde las instituciones del Estado hasta los partidos políticos— sigue siendo muy débil, y el discurso de la “antipolítica”, tan cuidadosamente construido durante el fujimorato, tiene utilidades para quienes detentan el poder o aspiran a él y no quieren tener instituciones sólidas que les puedan controlar y pedir rendición de cuentas. Si bien existe una sociedad civil reactivada y dinámica, esta sigue siendo reducida mientras muchos sectores del país continúan inmersos en la pobreza y prefieren dádivas de algún benefactor —sea el Estado o un cacique local— ya que tienen muy poca posibilidad de organizarse y de ser escuchados.
El párrafo final de la primera edición del libro reseña ese problema directamente: De no contarse con un Estado más democrático que asegure una rendición de cuentas horizontal —donde los diferentes poderes mantengan su independencia y se vigilen mutuamente—, y una sociedad civil más sólida e independiente para exigir transparencia en el manejo de la cosa pública y mantenerse alerta ante nuevos abusos de poder, seguramente nos esperan nuevos ciclos de conflicto e impugnación y, posiblemente, nuevos despotismos.
Otro elemento fundamental que ayuda a entender el momento actual, es el hecho de que la violencia política produjo cambios importantes en los sentidos políticos y sociales en el Perú. La amenaza de Sendero Luminoso generó un profundo miedo en la sociedad peruana, que fue aprovechado desde el Estado y las élites, especialmente durante el fujimorismo, instrumentalizándolo para justificar las atrocidades más graves como la masacre de Barrios Altos (“eran terroristas”) o la desaparición de los estudiantes de La Cantuta (“fueron los que pusieron la bomba de Tarata”), así como la consolidación de un proyecto autoritario que tenía como finalidad mantener a Fujimori y a sus socios en el poder.
Cuántas veces en los últimos años de investigación sobre el juicio a Fujimori y los otros juicios contra perpetradores de violaciones de los derechos humanos hemos escuchado los mismos argumentos de los años 90. Un solo ejemplo: Fujimori, al inicio del juicio en su contra por violaciones de los derechos humanos, arguyó que cuando asumió el poder, el Perú estaba al borde del abismo e hizo lo necesario para recuperar la estabilidad económica y política; los muertos de Barrios Altos y La Cantuta eran poco más que un ‘exceso’, el ‘daño colateral’ que produce toda guerra.
Lo que se olvida en ese argumento es que las personas asesinadas en Barrios Altos, entre ellos un niño de 8 años, no estuvieron en una batalla sino fueron víctimas civiles, desarmadas. Los estudiantes y el profesor de La Cantuta tampoco perdieron la vida en un enfrentamiento; los sacaron de sus dormitorios en medio de la noche y fueron brutalmente torturados y asesinados, sus cuerpos quemados y desmembrados para que no quede rastro de ellos. Es más, tal como argumentaron los Magistrados en la sentencia contra Alberto Fujimori, no existe evidencia alguna de que las víctimas estuvieran involucradas con Sendero Luminoso.
La violencia ejercida por el Estado tuvo otros fines: de amedrentar a la población, de silenciar a la sociedad civil, de controlar el espacio público, y de tal manera minimizar las posibilidades de oposición a un proyecto profundamente autoritario y corrupto. Aún escucho a muchas personas justificar estos asesinatos diciendo que fue el precio que se tuvo que pagar para eliminar la subversión. Tal argumento no resiste el mayor análisis.
Pero es un sentido común que persiste en la sociedad, alimentado desde el poder en la década de los noventa, y al que las autoridades y otros sectores recurren cuando les es conveniente. Cuando Keiko Fujimori dice: “Si en los noventa derrotamos (sic) la subversión, por qué ahora no vamos a poder derrotar la delincuencia? ¡Con mano dura!”, está apelando justamente a ese sentido común.
Pero esa no es toda la historia. Hubo una lucha social y política contra la dictadura de Fujimori que intentó recuperar la democracia en el Perú. Hubo una Comisión de la Verdad y Reconciliación que estudió a fondo las causas y consecuencias de la violencia política en el país, y que retó fundamentalmente estos argumentos y éste sentido común. Hubo un 7 de abril de 2009 en que un tribunal de la justicia peruana encontró culpable a Alberto Fujimori como autor mediato de crímenes de lesa humanidad y lo sentenció a 25 años de prisión.
Eso es lo que está en juego no solo en estas elecciones: las memorias en disputa, memorias sobre lo que pasó y por qué pasó, sobre quiénes son los responsables y qué hacer para que nunca más vuelvan a ocurrir las violaciones de los derechos humanos y el autoritarismo.
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