El sello editorial Seix Barral de Planeta publicó, en julio de este año, una reedición de Sexografías, de Gabriela Wiener. El libro, originalmente editado en 2008, consiste en un conjunto de textos publicados en distintos medios cuyo eje común, como bien podría uno sospechar por el título, es el sexo… o, por lo menos, el cuerpo. Empezando por la ya icónica incursión de Wiener en la casa del polígamo Ricardo Badani y terminando con su esposo en un bar de swingers de Barcelona, pasando por un viaje de ayahuasca y un matadero de chanchos, Sexografías reúne 17 textos que oscilan entre el reportaje, la memoria y la falta de consideración por los sentimientos ajenos. A esta última característica suman los pies de página a la nueva edición que la autora ha considerado ‘irresistibles’ y en los que o extiende la narración de sus encuentros sexuales o habla de la reacción de los personajes ante la publicación de los textos.

Es esta apertura, el carácter confesional de la obra de Wiener, lo que hace que su lectura sea tan fascinante, imposible de interrumpir: la persistencia de la primera persona hace que uno viva vicariamente sus experiencias, se indigne porque Nacho Vidal se vino dentro suyo sin avisar, considere la posibilidad de dejarse masturbar por las esposas de Badani. A la vez, es como si se nos pusiera en una bandeja la oportunidad de juzgar, de preguntarse cómo y por qué la aguanta su esposo, hasta qué punto esa frescura es la proyección de una inseguridad intrínseca, etcétera. Wiener parece sentir una especie de placer casi morboso al generar en la lectora -o el lector, claro- esta culpa. Es como si nos dijese todas estas cosas para que no podamos admitir que la estamos juzgando, como si nos abriese las puertas de su intimidad pero se reservase el derecho a comentar sobre ella. Por supuesto, esta es la prueba más fehaciente del dominio que ejerce sobre su oficio. Wiener crea una sensación difícil de encontrar en la lectura -o en cualquier otro lado-.

A pesar de que quiera hacer creer que le interesa más exponer su propia intimidad que las de los otros, algunos de los momentos más agudos de Sexografías son cuando Wiener deja de preocuparse por describir los ambientes y lo que está sintiendo ella y se convierte en observadora de otros. Por ejemplo, durante una noche en el Bagdad, un bar porno de Barcelona, ve cómo dos mujeres casi desnudas bailan -y cómo lo celebran sus amigos- ante un hombre gordo que segundos antes comía papas fritas. “Por un minuto asisto a la culminación de sus más locas fantasías, todas encarnadas en su obeso amigo, que cumple un sueño que va más allá de toda raza, de toda frontera, de todo credo, de toda cultura, un hombre entre dos mujeres”. En otro texto, sobre la pornografía en 3D, confirma que la obsesión por eyacular en la cara de las mujeres permanece en todos los soportes: “la realidad virtual funciona -todavía solo para algunos-, pero cierto porno sigue siendo el mismo”. Otro momento brillante es cuando dice de Nacho Vidal que “ha hecho de su pene y sus malos modales su exitosa marca registrada”.

Aunque en general la curiosidad de Gabriela Wiener es más que respetuosa de todas las formas de vida pensables, hay una crónica de Sexografías cuya imprecisión en los términos es difícil de explicar. “Trans” es una crónica larga, quizá la de formato más tradicional entre las incluidas en el volumen. Viene con una cantidad casi apabullante de datos y narra dos historias de transexuales que resultan ser una sola, pero cuenta todo hablando de mujeres transexuales con los artículos y adjetivos en masculino:

“Lo que está ocurriendo es una de esas cosas ‘para hombres’, como el fútbol o las películas de superhéroes. Y no puedo dejar de pensar en cómo sería un mundo sin mujeres. Después de todo, un transexual no es más que la proyección de lo que un hombre cree que es una mujer. Por eso a los hombres heterosexuales les gustan tanto los transexuales. Porque en estos tiempos son lo más parecido que encontrarán a su ideal femenino.” (Las cursivas son mías.)

Es probable que en 2008, cuando se publicó originalmente Sexografías, Wiener y sus editores todavía no hayan tenido la información que tenemos ahora sobre lo que significa ser transexual, cómo se diferencia eso de ser transgénero, cuáles son las formas en que esa comunidad prefiere ser retratada y representada. En 2015, en una reedición con pies de página llenos de “detalles que por alguna u otra razón no dije en su momento, o que simplemente añaden un comentario sobre personajes o situaciones que podrían percibirse hoy de una manera distinta a la que se percibían en los primeros años del milenio”, no habría sido difícil aclarar que la terminología usada responde a otro momento de la lucha de la comunidad no-heteronormal, o algo así. Parece que, en este caso, la introspección de Wiener le jugó en contra.

Otros descubrimientos entretenidos de Sexografías son esos momentos de más profunda sinceridad en los que admite que, un poco a pesar de sí misma, tiene ciertas expectativas más convencionales de lo esperado respecto al amor y al sexo. Escudada en una referencia a Georges Bataille, finalmente parece aceptar que le gusta más el sexo con su esposo -ahora también, supongo, con su esposa- que con extraños. En uno de los pies de página, cuenta la vergüenza que probablemente sentiríamos todas si tuviésemos sexo con un rey del porno… y no nos gustase. Son esos momentos los que, lejos de hacernos sentir culpables por juzgarla, acercan su percepción a la de la persona de a pie que no está dispuesta a someterse a un tratamiento masturbatorio para descubrir si la eyaculación femenina es o no es pis.

Wiener afirma en la advertencia de su anterior libro, Llamada perdida (2014), que ha vivido experiencias que “algunos encuentran audaces”. En Sexografías demuestra que es capaz de narrarlas, no solo para alardear de ellas -con todo derecho- sino también para dar cuenta de que en esas situaciones extremas sigue siendo una persona, una mujer, una peruana en el extranjero que duda, se siente incómoda y pregunta a último minuto si será muy malo tomar ayahuasca estando con la regla, como quien expande a empellones los límites de la literatura.


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