Hoy fue el aniversario del medio para el que trabajo, que resulta ser el mismo en el que publico este texto: La Mula. Para celebrar los seis años de trabajo periodístico, el redactor de medianoche hizo una lista con los diez posts más leídos de la historia de nuestra web. Yo, por mi parte, decidí hacer mi propia versión, y el resultado fue una ‘antología’ con los nueve artículos feministas más leídos de nuestra cada vez menos breve historia.
Mi definición de ‘feminista’ es más bien laxa, así que mi lista de posts feministas incluye desde uno que se titula 150 años de amor entre mujeres hasta una entrevista de Gabriela Wiener a la ex actriz porno Sasha Grey. Lo que quiero decir por ‘feminista’, entonces, es que defiende, en alguna dimensión, el derecho de las mujeres a hacer lo que les dé la gana -al menos en la medida en que los hombres heterosexuales hacen lo que les da la gana y dentro de los límites de las leyes razonables-.
El privilegio
Lo que pasa es que he descubierto la necesidad del feminismo -o de la lucha contra el machismo- hace relativamente poco. Nacida en una familia de ideas más o menos hippies, mis padres nunca me prohibieron cosas -como vi que se las prohibían a mis amigas mujeres-. Criada en colegios de principios más o menos de vanguardia, mis profesores nunca trataron de enseñarme a comportarme como una señorita -como vi que les enseñaban a mis amigas de colegios católicos-.
Tuve suerte en la universidad, porque nunca me tocó un profesor que me tratase distinto por ser mujer. Casi tuve suerte en mi iniciación laboral, porque, aunque mi primer jefe tenía una tendencia al ‘gileo’ más bien indiscreto, nadie me acusó jamás de progresar en el trabajo gracias a alguna parcialidad de género.
Aun más buena fortuna encontré al llegar a La Mula: no solo está claro que ser chica no me da ventaja ni desventaja -excepto a la hora de escribir sobre el uso y la sexualidad de las vaginas, cosa que hago porque en este momento soy la única redactora que tiene una-, sino que al fin debo hacerme cargo del hecho de mi propia buena suerte. Resultado de ese encuentro es un nuevo interés en las dinámicas gracias a las que es necesaria la existencia del feminismo -y un nuevo asombro antes las dinámicas que permiten prescindir de su existencia-.
Hoy, en el sexto aniversario de uno de los medios de mente más abierta de nuestro país, me encuentro cara a cara con la necesidad del feminismo. Mejor dicho, me encuentro con ella cara a espalda.
La escena:
Estoy terminando de producir, no sin cierta sorpresa y orgullo, una lista que demuestra que el 9% de nuestros posts más leídos tratan directamente del feminismo, cuando llega el director de La Mula y anuncia un brindis por los seis años. Aparecen todas las personas que están trabajando en el edificio -la abrumadora mayoría son hombres-, nos servimos un chilcano, el director da unas palabras sobre la importancia de nuestro medio y la alegría de este momento. El momento es más bien breve, todo el mundo termina de tomar su trago, deja por ahí el vaso y se va.
Yo estoy a punto de hacer lo mismo, pero la culpa me corroe. Siempre me pasa lo mismo (por ejemplo, no puedo dormir cuando no he entregado algo a tiempo), así que al principio no noto nada extraño, sino que me pongo a recolectar primero la basura y luego los vasos para lavarlos.
Y entonces me golpea: las otras dos personas con las que estoy limpiando son mujeres. No lo sé a ciencia cierta, pero es posible que hayamos sido las únicas mujeres que estuvieron en el brindis, o, en todo caso, las únicas de este piso.
Así que limpiamos, lavamos, ordenamos. Mientras tanto, algunos de los hombres han regresado a sus respectivos pisos. Otros se han ido a sus casas -ya son las seis-. Otros -para mi sorpresa- han procedido a sentarse y seguir trabajando en sus computadoras. Mientras las tres mujeres hacen interminables viajes al baño con las copas, los hombres se sientan a seguir con asuntos más importantes. En una escala más grande, más inverosímil, las madres trabajadoras trabajan doble: en la casa y en la chamba.
La verdad es que, en esta situación, no los culpo (mucho): también en mi familia, cuando almorzamos con tíos y tías, las mujeres nos reunimos en la cocina mientras la anfitriona prepara la comida. Nadie obliga a nadie, y si les pedimos ayuda la proveen sin molestia. Pero así funciona la inercia, y no podemos seguirla justificando, menos aun cuando por escrito nos las damos de luchadores por la igualdad. Qué fácil es quedarse callado y después decir algo como “no sabía que necesitabas ayuda”.
Así que no: no debí haberles pedido ayuda. Y no: no debí haberme hecho la loca, como lo hicieron ellos.
El fin del feminismo
El día que ya no sea necesario el feminismo -porque el feminismo es, en realidad, una medida temporal, como la discriminación positiva- quizá también asumiré la responsabilidad de lavar los vasos de una celebración de este tipo. En ese día utópico el grupo de la celebración probablemente no esté constituido en su abrumadora mayor parte por hombres, pero, si lo estuviese, mis compañeros de lavado serían hombres (por razones estadísticas).
Quizá no hay que pedir tanto. Quizá sería suficiente que ofrezcan su ayuda para que nosotras -más experimentadas, lo admito, en el arte del lavado eficiente- la rechacemos.
Lo cierto es que de nada sirve que nueve posts feministas estén entre los más leídos de nuestro medio si en el momento de actuar se repite por vez número infinito menos uno esta escena nada simbólica: las mujeres aplazan el trabajo -que luego tendrán que hacer de todas maneras- para lavar los platos y los hombres vuelven a su chamba fingiendo no darse cuenta.