Magia en la luz de la Luna (Magic in the Moonlight) es la 45º película escrita y dirigida por Woody Allen. En el filme, ambientado en el sur de Francia de 1928, Colin Firth retrata al ilusionista inglés Stanley Crawford. Además de ilusionista, Stanley es "el mayor desenmascarador de falsos espiritualistas del mundo" (¡!), y es en calidad de este segundo, digamos, oficio que acude a la casa de campo de la adinerada familia Catledge a desenmascarar a una joven vidente llamada Sophie Baker (Emma Stone), que cobra por sesiones sobrenaturales. De aquí se sigue una típica trama de comedia romántica en la que dos personajes opuestos alternan entre atraerse y repelerse mutuamente.
Stanley se declara positivista y, dado el contexto de entreguerras, pesimista: "Un hombre dijo que 'la vida es repugnante, brutal y corta', creo que fue Hobbes. Me habría llevado bastante bien con Hobbes". Sophie es una muchacha de un pequeño pueblo estadounidense que nunca ha leído un libro en su vida, pero está abierta a las posibilidades que le ofrece el estar cerca de casarse con el hijo de la familia Catledge, un tipo absurdo que le escribe canciones en el ukelele.
Colin Firth (El discurso del rey, Orgullo y prejuicio), como siempre, es torpe y encantador, e interpreta –en guapo– el personaje que Woody Allen interpretaría si aun estuviese en edad. Emma Stone (Easy A) tiene buenos momentos cómicos (la forma en que levanta los brazos cuando tiene una visión es una comedia física raramente vista en Allen), pero –en realidad más por el guión que por la actriz– su personaje no llega a ser tan susceptible de ser amado como lo fueron en su momento la Annie Hall de Diane Keaton (Annie Hall) o la Nola Rice de Scarlett Johansson (Match Point).
Lo que pasa es que el formato de comedia romántica le sirve a Woody Allen para plantear la cuestión de fondo del enfrentamiento entre el positivismo científico y el agnosticismo esperanzado (luego volveremos a esto). En este sentido, el personaje de Sophie solo es útil para llevar la trama y plantear la cuestión, mientras el de Stanley es quien se hace las preguntas y sufre –o goza– las consecuencias de hacerlas.
Allen, por una vez, se permite el optimismo sin perder la excelencia en la comedia, que en el pasado se ha caracterizado por encontrar en los momentos más desesperados.
Allen ha escogido, para esta película, el escenario de la campiña francesa. A partir de Match Point (2005), Allen ha explorado Europa filmando en Barcelona, Londres, Roma, París y San Francisco (que casi es Europa), utilizando las ubicaciones no solo como escenario, sino como ambientes determinantes para la acción. Aunque usualmente sus películas están ambientadas en la urbe (es bien conocido su amor por Nueva York), con Magia en la luz de la Luna Allen se sumerge en la campiña costera del sur de Francia, donde rocas gigantes enmarcan las carreteras y el cielo campestre permite "ver el universo". El director parece preguntarse cómo es posible una belleza natural tan sobrecogedora sin necesidad del diseño de la Providencia.
El ambiente de entreguerras de 1928 hace que Stanley sea un positivista –cree que la ciencia es la única fuente de explicación del mundo– y un pesimista –si solo hay ciencia, nada garantiza la felicidad– a la vez: "todos esperamos que aparezca alguien con superpoderes, pero el único superpoder que aparece de todas maneras viste una túnica negra". Así, no cree en un 'sentido' de la vida, ni mucho menos en una vida después de la muerte en la que seamos recompensados por el sufrimiento terreno. Por todo esto, Stanley es un ser incapaz de apreciar la belleza de su entorno y de las personas: vive desilusionado del mundo y su existencia que, está convencido, no tiene significado ni magia alguna.
Este parece ser el dilema permanente de Woody Allen: su exagerado y auto-ridiculizado miedo a la muerte. Desde Vida y muerte de Boris Grushenko (1975), pasando por Hannah y sus hermanas (1986), Poderosa Afrodita (1995) y Scoop (2006), por nombrar solo una película de cada década, el miedo a la muerte y el posible –más bien, probable– vacío de una existencia sin Dios impulsa sus películas como una corriente subterránea. A la vez, es un miedo absurdo, fruto del engreimiento del mismo Allen, que culpa a la contingencia de la naturaleza de su propia infelicidad. En un momento de Magia en la luz de la Luna, Stanley afirma que "la felicidad no es la condición humana natural" y que sentirse feliz es cosa de supersticiosos.
Obviamente, este es solo el punto de partida, y Stanley encuentra en la bella Sophie una habilidad que lo llevará a reconocer la magia que lo rodea y la posibilidad del optimismo. Allen, por una vez, se permite también ese optimismo sin perder la excelencia en la comedia, que en el pasado se ha caracterizado por encontrar en los momentos más desesperados. Sin duda, la excelencia performativa de Firth le ayuda, pero Allen demuestra, una vez más, su genio: un guión de estructura clásica impecable y, a la vez, hilarantemente metafísico.
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