En julio de 1984, reseñando una edición ampliada de las Prosas apátridas, Mario Vargas Llosa publicó en en diario ABC de España un artículo titulado "Ribeyro y las sirenas", una admirada y generosa apreciación de Julio Ramón Ribeyro, entonces un escritor muy poco conocido fuera del Perú. El ensayo (que luego sería incluido en Contra viento y marea, de 1990) toma su título de algo que el propio Ribeyro escribió, definiendo la dedicación a la literatura como "desoír a las sirenas de la vida", y se concentra en la sensación de melancolía, desapego y dolor íntimo que muchas de las historias del autor de La palabra del mudo transmiten a sus lectores. Por cierto, la amistad entre ambos escritores se rompería algunos años más tarde, cuando discreparon por la estatización de la banca decretada por Alan García durante su primer gobierno, en 1987. Pero esa es sólo la anécdota. Lo escrito por Vargas Llosa en su ensayo sigue vigente, y nos ayuda a entender a Ribeyro, a quien hoy recordamos al cumplirse 20 años de su muerte.

Dice Vargas Llosa:

No es cierto que la vida simulada con las palabras nos prive de la otra, la que se toca, se gusta, se huele, se oye y se ve. Es más bien al revés. Las ficciones se escriben y se leen para poder tocar, gustar, oler, ver y oír aquello que, de otro modo, permanecería -como las sirenas- irremediablemente fuera de nuestra vida.
La literatura extiende los horizontes de nuestra experiencia y, también, nos proporciona una vida de naturaleza distinta: ella hace que lo que no fue sea y que la vida se rehaga en función del capricho o la locura del hombre que escribe sus sueños para que otros, al leerlo, sueñen. Gravemente enfermo en un cuarto de hospital, su cuerpo martirizado por inyecciones, sondas, sueros, debilidad extrema y dolor, Ribeyro siente que se evapora en él la capacidad de resistencia, el instinto de sobrevivir. Está literalmente rozando la muerte cuando una imagen- una ficción-, la de un árbol al que la primavera debe de haber cargado de verdura, lo salva, devolviéndole el apetito vital, la voluntad de continuar en este mundo hermoso y cruel. El bello texto resume, con insuperable concisión, una noción metafísica. La vida es sufrimiento y absurdo, entremezclados con manantiales de dicha en los que el hombre puede sumergirse, no importa cuán remotos estén, no importa qué desamparado se halle, gracias a la más literaria de sus facultades: la fantasía. Ésa es la razón de ser de la literatura, parque frondoso de árboles exuberantes por el que pueden pasear, disfrutando de sus olores y colores, el ciego y el tullido y el sano al que los árboles de madera y hojas reales no serán nunca suficientes.
Las dudas, la timidez, la dispersión, todos aquellos defectos de su persona -así los llama en sus Prosas apátridas- que él autopsia con frialdad, se vuelven, por su prosa y su lucidez, en rasgos privilegiados de una perspectiva, en unos puntos de vista a partir de los cuales el mundo observado adopta una fisonomía particular, y los hombres y las cosas unas relaciones inéditas. La vida y la literatura no son la misma cosa, pero, como muestra este libro, la literatura intensa y creadora torna la vida más inteligible y soportable, más viable.

Y también:

[Ribeyro] asegura que se ha destruido escribiendo, que la literatura ha sido para él un continuo sumirse en el fuego. Ella le habría impedido vivir, anteponiéndose como una pantalla entre él y el mundo. Acaso más justo sea decir que él ha trastocado persistentemente la vida que vivía en literatura, convirtiendo la suma de estrecheces, frustraciones, monotonías y banalidades que conforman la biografía de la inmensa mayoría de los humanos, en esa epopeya de la mediocridad que trazan sus ficciones. Desdeñoso de las vanguardias y de los experimentos, pero conocedor sutil de los malabares de la estrategia narrativa, la forma de sus cuentos y novelas -cronología lineal, punto de vista de un narrador omnisciente- suele ser de corte clásico. Sin embargo, como en esos clásicos de los que está próximo, la transparencia de su estilo es engañosa. Si se fija bien la mirada, se advierte que, bajo la clara superficie de sus historias, anida un mundo complejo y sucio en el que casi inevitablemente la estupidez y la maldad prevalecen. La pulcritud de la forma -una palabra precisa, que nombra con pericia, que nunca se excede- disimula lo gris de la visión.

Estamos de acuerdo. 


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