Bolsas de plástico remangadas y rellenas con hojas de coca, tomates, limones y zanahorias se apilan como un teclado de yerbas, hortalizas y verduras frente a ella. Pocos centímetros más adelante se extiende la calle mugrienta que atraviesa el mercado de Juliaca: banquitos de madera, mototaxis frenéticos, otras mujeres como ella, con el pelo negro amarrado en trenzas, con polleras y mandiles y balanzas pendiendo a un lado de sus cabezas terminan de conformar el escenario del día que determinará su futuro inmediato. La música que suena, los mototaxis que pasan, sus vecinas que venden, la gente que regatea y compra. 

Adormecida por la cadencia del mercado y el sol del mediodía, Sonia apoya su espalda sobre unos cuantos costales de papas y se deja llevar por la seguidilla de imágenes que se proyectan sobre la pantalla interior de su frente: su hermano fallecido, el padre enfermo, el esposo que la abandonó, sus hijos: Brian (14), Miguel (13) e Isauro (10). 

– ¿Cómo está casera? –oye que le preguntan en quechua.

Sonia sale de su sopor, levanta la vista

– ¿Cómo está casera? –responde. 

No es la primera vez que aquella mujer se acerca a su puesto. Ya la ha visto antes, pero Sonia no sabe que aquel encuentro cotidiano, en apariencia fortuito, tres meses después la conducirá a una celda en la cárcel de San Francisco, de Puerto Maldonado, a cientos de kilómetros de Juliaca, donde el día de hoy espera su juicio y su sentencia. Como una premonición de lo que está por sobrevenirle, el nombre de la mujer que se le acerca es Soledad. 

Aquel día –un día cualquiera de julio de 2013–, lejos de comprar algo, Soledad ofrece a Sonia un trabajo. 

– Vas a trabajar como cocinera –le dice– vas a ganar dos mil soles mensuales, como mínimo.

Sonia piensa en su hermano enfermo, en su padre muerto, en Brian, Miguel y en Isauro, sus hijos, en el marido que la abandonó. Son todas imágenes que recorren su memoria en una milésima de segundo, no más de lo que le toma responder. 

atardece en algún lugar de tambopata. foto: rodrigo abd. ap

Sonia acepta

Dos días después está en el Km. 108 de la Carretera Interoceánica. Es todo tan parecido y a la vez tan distinto a Juliaca: el sol, la humedad, el calor. Unas gotitas de sudor le perlan permanentemente el bigote. A lo lejos se divisan los árboles verdes que los mineros todavía no han cortado ni quemado, en la Reserva Nacional del Tambopata. Más cerca, árboles grises, muertos en pie, son regados con lo que las quebradas transportan: agua, sedimentos en suspensión, relave y mercurio. El movimiento de negocios de La Pampa, sin embargo, le resulta familiar. Kilómetros de comercios, restaurantes y prostibares han surgido a cada uno de los lados de la Interoceánica, la carretera por la que todo el mundo transita en motos, mototaxis, autos, camionetas y camiones. En la región de los cráteres que se expanden como metástasis sobre el territorio boscoso de la selva, los árboles grises y los perros zombies, todos se compra y todo se vende: oro, mercurio, petróleo, maquinaria, tierras, víveres, servicios y, por supuesto, también personas. 

chica textea con su celular en un prostibar de la pampa. Foto: Rodrigo abd

Especialmente personas, y en particular en el Embassy, el prostibar adonde ha ido a parar. Nunca en su vida Sonia ha sido tan vulnerable a sus circunstancias como allí. Desde el principio los dueños del Embassy saben que Sonia no tendrá demasiado éxito como dama de compañía. Tiene treinta y tres años. Está demasiado vieja. Y sin embargo, se quedará haciendo pases y fichando clientes unas semanas, como si la prostitución fuera no sólo la más antigua forma de explotación, sino un rito de paso: la experiencia que quebrará a las chicas y las hará más obedientes y sumisas. Cumplido ese período, pasa a la cocina. Para entonces, sabe ya a la perfección como funciona el Embassy. 

prostibares de la pampa. foto: rodrigo abd. ap

Están las chicas, una por cada mesa del local (es decir, entre once y quince). Luego viene un sujeto llamado Julio Arias, el cajero, que caerá preso junto con ella. Por encima de todos se encuentran los que Sonia sindica como los propietarios del local: Ildefonso Mamani Mamani, alias Álvaro, y Domingo Ramos Mamani, alias José; este último hoy en condición de no habido.

tania

Tania espera sentada en la cámara Gesell de la Fiscalía de Puerto Maldonado a que el psicólogo llegue a conversar con ella. Sabe que tras la placa de vidrio polarizado empotrada contra la pared hay gente que la observa, pero ella no puede verlos. Instantes después entra el psicólogo y comienza la entrevista, o más bien, el relato de su historia. 

Tania recuerda haber estado caminando por las calles de Juliaca el día que la convencieron de ir a Madre de Dios: los anuncios de las farmacias colgados de las azoteas y las paredes de las casas, el cementazo de los nuevos edificios y sus lunas polarizadas, las mujeres y las carretillas que venden huevos sancochados de codorniz, y los carteles de conjuntos de cumbia pegados contra los muros. Tania sueña con convertirse en una cantante como ellos; y se ve frente a la necesidad de conseguir algo de dinero para grabar un disco con el puñado de canciones que ya tiene compuestas. 

Entre los anuncios que ve pegados sobre un panel encuentra uno. Es una oferta de trabajo como mesera en Madre de Dios. 

La paga es buena.

A los 17 años no tiene ni la menor idea de en qué está por meterse. En su cabeza sólo giran el disco que grabará y el dinero que necesita para grabarlo. 

La fama. 

Con lo que ofrecen pagarle podría ahorrar para, por fin, grabar sus canciones. 

A pocos pasos de donde está, una mujer la observa. Su nombre –lo dice al presentarse–: Soledad. 

Tania cierra y abre los ojos; y lo primero que sabe es que está embarcada en un bus que enfila hacia la selva por la Carretera Interoceánica. 

La vida en el penal

Treinta y siete mujeres viven presas en el Penal de San Francisco de Asis de Puerto Maldonado, procesadas o condenadas por el delito de trata de personas. Sonia es una de ellas, y allí espera su juicio y su condena. 

A las seis de la mañana debe estar ya duchada, su cama tendida, y el piso de la celda que comparte con otras siete internadas, baldeado. A las siete y media forma en el patio junto con las demás, y las guardias inician el conteo rutinario. El resto del día lo dedica a fabricar artesanías o confeccionar vestidos que vende los fines de semana a las personas que se acercan al penal de San Francisco a visitar a sus parientes presos. El dinero que obtiene de estas ventas lo envía a casa de sus padres, en el Cusco, donde están acogidos sus hijos. 

Sonia lleva cuatro meses encerrada. Son los peores, da la impresión que todavía no ha terminado de asimilar que pasará una buena temporada tras las rejas. Y como no ha recibido sentencia, no sabe cuánto tiempo será ese. Su abogado, sin embargo, es optimista. Piensa que lo más probable es que Sonia reciba una terminación anticipada de su sentencia, puesto que su grado de responsabilidad en el delito es menor que el de los dueños del Embassy, Ildefonso Mamamani Mamani y Domingo Ramos Mamani, también imputados en el caso. Lo único que pesa en su contra es haber facilitado la acogida de una menor de edad, una víctima de trata de personas: Tania. 

la vida en el prostibar

En los careos previos al juicio, el cajero del Embassy, preso como Sonia, ha declarado a favor de los dueños.

– No sé que harás para que te salves –le dijo.

Pero todas las chicas que ofrecen sus servicios en aquel local han declarado a su favor. Sonia cree saber por qué. Piensa que siempre fue como una madre para ellas, que les cocinaba todo lo que más les gustaba comer, y que si no las dejaba salir del prostibar era sólo por cuidarlas, para protegerlas, por miedo a que los pervertidos y los asesinos que andan sueltos por las calles les hagan algo. Que sólo las dejaba salir si era de a dos, nunca solas, y sólo de día, mientras no había nada que hacer, cuando la mayor parte de las chicas se la pasaban despatarradas frente al televisor o junto a la radio, viendo novelas o escuchando a sus cantantes preferidos de cumbia, adormecidas por la humedad que imperan en el kilómetro 107 de la Interoceánica, en La Pampa.

una chica espera fuera de un prostibar. foto: rodrigo abd. ap

Tania, en cambio, guarda un mal recuerdo del Embassy. En la cámara Gessell recuerda el maltrato que recibía allí a diario. Tiene la impresión de que todos piensan mal de ella

– Todos te tratan como a una cualquiera. Piensan de lo peor, no importa si sales o no con clientes. Te tratan mal. Te tratan feo, todos te tratan feo, y eso es lo que más duele. 

Su trabajo comenzaba a medio día, y no terminaba sino hasta doce horas después, a la una o dos de la mañana. Era una más de las miles de chicas que se sientan con los parroquianos a fichar, es decir, a incitarlos a que consuman alcohol a unos precios que ni el local más caro de Lima tendría la cara para imprimir en su menú. 

Doscientos soles por un six–pack de cervezas

Veinte soles por una botella de agua

Veinte soles por una Coca – Cola

Setenta soles por una copa de vino. 

No la dejaban salir del Embassy. Le imponen multas de entre cincuenta y cien soles por cada norma infringida: salir sin permiso, no hacer su cama, no ayudar a limpiar. 

Los pases, las transacciones de índole sexual, se hacen en los hoteles cercanos; y a las chicas les deducen entre cien y doscientos soles del costo de cada uno. Tania tiene un recuerdo borroso de la única que vez que hizo un pase. Había tomado demasiadas cervezas. 

No lo recuerda bien. 

Sonia, en cambio, no hace más que recordar un error.

foto; Rodrigo abd. ap

el error

Los dueños del local han dejado a Sonia y al cajero a cargo del negocio, cuando la policía interviene el Embassy y encuentra a varias chicas prostituidas. Sonia piensa que no habrá problemas, que todas son mayores de edad, pero descubre, en ese momento, que Tania no tenía 23 años, como afirma que le había asegurado. Tiene diecisiete. Y que fue a la única a la que se le olvidó pedirle el DNI cuando llegó al Embassy, junto con las otras tres chicas. Lo siguiente que sabe es que la policía la tiene detenida en una camioneta pick–up. El paisaje de La Pampa es lo último que aparecerá frente a sus ojos, en libertad, mientras la conducen a la cárcel.  


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