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“Los peruanos no son estúpidos” (y otras miserias de la politología )

Publicado: 2014-10-11

En estos días, y no sin motivo, se ha escrito con abundancia sobre la racionalidad (o no) de los electores peruanos. Este es uno de los temas clave y uno de los debates más importantes de nuestra politología contemporánea; todos -desde la izquierda, el centro y la derecha- parecen tener algo que decir al respecto, y lo dicen en cuanto la ocasión se les presenta. Vale la pena prestar atención, porque sus consecuencias no son deleznables.

El debate tiene raíces y proyecciones académicas que lo complejizan enormemente, pero, simplificándolo (que es como se presenta en los medios de prensa y las redes sociales), hay dos bandos. De un lado, quienes aducen que las preferencias electorales de la ciudadanía peruana responden a decisiones racionales, dadas las circunstancias, y que decir lo contrario es pecar de elitista y antidemocrático. Del otro, quienes opinan que lo que suele expresarse en las elecciones en el Perú, lo que ha venido expresándose con creciente insistencia al menos desde principios de los años 90, es esencialmente el síntoma de una enfermedad social y política, producto de la ignorancia, la confusión y, sobre todo, la corrupción. En ambos casos, la afirmación se propone como válida para elecciones nacionales, regionales y locales, casi sin excepción.

¿Decisión racional?

Hablando desde el primer campo, el que identifica decisiones racionales en el comportamiento de los electores, Steve Levitsky aduce por ejemplo (en un artículo publicado el mismo día de las elecciones, que empieza afirmando algo que no debería requerir afirmación, pero al parecer sí la requiere: “Los peruanos no son estúpidos”) que lo irracional no es la conducta de los votantes, sino la expectativa de que voten de manera “programática”. Lo irracional, dice Levitsky, sería que los peruanos votemos “por el candidato que propone implementar las políticas públicas que uno quiere”.

Esto se debe, según este argumento, a una multiplicidad de razones, pero sobre todo a estas: uno, los votantes peruanos no cuentan con información verosímil sobre los programas de los candidatos, pues el campo electoral está fragmentado y repleto de candidaturas nuevas e improvisadas; dos, los votantes peruanos, infinitamente defraudados a lo largo de la historia reciente (y la otra), no tienen ninguna confianza en que una vez electos “sus” candidatos hagan lo que prometieron y cumplan con el programa.

En tales condiciones, la decisión racional sería optar por la respuesta inmediata a necesidades concretas (clientelismo o patronazgo), o usar el voto para “enviar un mensaje”, en clave más bien nihilista.

¿cuál es el mensaje?

En su artículo, Levitsky cita aprobatoriamente a su colega Carlos Meléndez, quien ha escrito varias veces sobre el tema. El núcleo del argumento de Meléndez es este: el carácter programático del voto es solo una de sus facetas; se combina con otros —el “simbólico” o afectivo y el “beneficio inmediato”—, y en determinadas circunstancias puede ser completamente opacado por ellos. Así es como Meléndez explicó algunos días antes de las elecciones, por ejemplo, la preferencia de los limeños por Luis Castañeda Lossio (búsqueda de beneficio inmediato) y la preferencia de los votantes cajamarquinos por Gregorio Santos (el beneficio simbólico de la “dignidad regional”), entre otras cosas.

Por su parte, el también politólogo Alberto Vergaradesde hace varios años, el más elocuente adalid de la idea del votante racional entre nosotros— escribió esta semana lo siguiente:

“Tenemos un sistema político defectuoso por muchas razones y culpas. Y desde hace tiempo. (…) Ante el griterío generalizado que acusa a los ciudadanos y a las regiones de inmorales y/o lobotomizados, es urgente recordar que esos ciudadanos y regiones se ven obligados a elegir en un marco institucional defectuoso y ante una élite política y económica nacional indigente (…). Durante un par de décadas a la derecha no le ha importado nada más que el dígito de crecimiento del PBI y a la izquierda eliminar al tan mentado neoliberalismo económico. De ese desinterés común por las instituciones nació y creció nuestro engendrito”.

Algo que estos comentarios tienen en común es que se presentan como una defensa de los ciudadanos, vilipendiados por sus decisiones políticas desde una variedad de tribunas, en particular las de derecha. Vergara, por ejemplo, enlaza en su artículo una opinión de Enrique Pasquel, a quien parece adjudicar la creencia de que los votantes peruanos son propensos a la inmoralidad, o favorables a ella (en justicia, Pasquel no dice eso; dice que “para los electores todos los candidatos son delincuentes”, y que por lo tanto no les importa votar por políticos acusados de corrupción. Desde aquí, suena muy parecido a decir que, “dadas las circunstancias”, su voto es “racional”). Levitsky, mientras tanto, se refiere a Aldo Mariátegui y su lerda noción del “electarado” peruano, en la que no vale la pena abundar.

no son electarados

Pero esta misma crítica —la de ser elitista y antidemocrática en sus apreciaciones sobre los votantes— se le ha hecho también a la izquierda, o al menos a las “élites criollas progresistas”. Lo hace Jorge Nieto Montesinos, quien compara la atribución a los electores limeños de “una racionalidad menor, o una irracionalidad a secas, o una racionalidad corrupta” por haber votado mayoritariamente a favor de Castañeda, con los debates del siglo XVI sobre la humanidad de los indígenas americanos y con las campañas de extirpación de idolatrías.

Y es de suponer que lo mismo le dirían Levitsky, Meléndez, Vergara o Nieto a todos los que han insistido en la perspectiva contraria a la suya, aunque lo hayan hecho sin una clara identificación política. Por ejemplo, y entre varios otros, a Daniel Salas (“La falacia del elector racional”), a Jorge Bruce (“Una cultura psicopática”) o a Gustavo Faverón (“la constante victoria de las mafias y los corruptos ocurre gracias a la idiotización sistemática de los peruanos a manos de la esfera política y los medios de comunicación”).

El que estas posturas parezcan irreconciliables es, en parte, un efecto de lenguaje: hablan en idiomas distintos, aunque a ratos digan lo mismo. Esto tiene que ver además con ciertos usos profesionales (“deformaciones” es un término demasiado combustible): no es casualidad que, en general, quienes arguyen por la racionalidad del elector lo hagan desde la ciencia política y el derecho, y quienes afirman lo contrario estén más afincados en las humanidades o el psicoanálisis.

Pero sí hay un tema de fondo, y es importante. Aquí se están expresando dos maneras distintas de entender la realidad política, cada una con sus propias implicancias, y estas implicancias trascienden el espacio de la disputa intelectual o la conversación periodística. Son, sobre todo, moldes para la acción.

Desde las ciencias políticas —al menos, desde una cierta manera de entenderlas y practicarlas—, parece ser necesario afirmar definiciones apriorísticas de las racionalidades (simplificando: son un cálculo individual y cuantificable de costo/beneficio) y del comportamiento de los electores (actúan de manera racional; es decir, responden a esos cálculos individuales de costo/beneficio).

El problema con esta manera de ver las cosas es que fuerza, luego de la retórica y la elocuencia de sus expositores, una lógica circular y afirmaciones que tienen todas las características de la petición de principios: si el acto electoral es necesariamente racional, en el sentido previamente establecido, entonces sus resultados son siempre necesariamente racionales, cualesquiera que sean. Es decir, desde esta perspectiva, el resultado de una elección siempre expresará el máximo beneficio posible para los electores, dadas las circunstancias.

máximo beneficio, dadas las circunstancias

No es necesario vilipendiar al electorado peruano (o a un sector del mismo) y decir, contra Levitsky, que “sí somos estúpidos” para darse cuenta de al menos tres dificultades con esta lógica.

La primera es que resulta, aunque no lo parezca, ahistórica. El “marco institucional defectuoso” al que correctamente alude Vergara no es ni neutral ni preexistente al proceso político; al contrario, es el producto del proceso de la política peruana, incluyendo las sucesivas “decisiones racionales” de los votantes y su acumulación en el tiempo. La perspectiva de las ciencias políticas parece obligarnos a ver estas dos cosas, el marco institucional y el comprotamiento de los votantes, como separadas y distintas, cuando en realidad son en buena medida partes necesarias de un todo interactivo y se determinan mutuamente en un proceso histórico. En estricta lógica, si las decisiones de los votantes son “racionales”, como sea que se defina el término, las circunstancias que esas decisiones producen también deben serlo.

La segunda es que esta postura (de nuevo: aunque no lo parezca) es acrítica, en el mismo sentido. Al concentrar la mirada en el acto electoral como acto político por excelencia, desprendido de todas las demás instancias de la vida de las personas, vela las múltiples formas en las que la “racionalidad” del comportamiento es modulada y moldeada en el proceso social. Vela, es decir, la forma en que se construyen las ideologías y las visiones del mundo, que determinan el comportamiento, y nos impide incorporar su crítica al análisis.

¿cada uno con la suya?

Esta visión de la política es plana, carente de densidad y textura. Y oscurece la realidad, que está tachonada de intereses y diferenciales de poder y genera racionalidades tan “defectuosas” como los marcos institucionales en los que operan. La teoría le adjudica “racionalidad” a la preferencia de los votantes por candidatos corruptos, y con ello hace obligatorio entender el “beneficio” que busca el elector únicamente como un beneficio personal, inmediato y carente de dimensiones morales, sin atender a los modos en que esta definición de la individualidad es producida e instrumentalizada ideológicamente, ni a los intereses que sirve.

La tercera dificultad, derivada en buena medida de las anteriores, es que en el fondo la afirmación del comportamiento racional de los electores guarda una relación problemática con la realidad observable.

la candidata antisistema. Ok, no.

Se afirma, por ejemplo, que al votar por Castañeda los limeños, sobre todo los de sectores pobres, optan por un “beneficio inmediato”, pero no se explicita cuál es este beneficio, salvo en los términos más vagos (si es racional que los beneficiarios de las escaleras del exalcalde voten por él, sería racional que los de Barrio Mío o varios otros programas de la gestión Villarán votaran por ella; no lo han hecho masivamente). O se afirma que los votantes “no conocen” a los candidatos y sus programas, pero no se dice una palabra de los perfectamente conocidos políticos que obtienen la reelección, a pesar de todos los cuestionamientos éticos en su contra. 

O se dice que el voto de los electores regionales (léase: Cajamarca) es “simbólico”, motivado por el deseo de lanzar un mensaje emocional “antisistema”, sin considerar los problemas concretos, irreductiblemente locales, que los conflictos en esa región representan. O se asegura que parte del problema es que a la izquierda “no le ha importado nada más que eliminar el tan mentado neoliberalismo económico”, pero en muchos lugares (Lima, por ejemplo), uno tiene problemas para dilucidar qué papel ha jugado ese posicionamiento en la agenda electoral.

conservadurismo informal, no patología

Y así sucesivamente. ¿Por qué ha sido “mejor” para un limeño (en términos de costo/beneficio) votar por Castañeda que votar por Villarán? Es difícil encontrar una respuesta satisfactoria si uno se niega a considerar el papel cumplido en estas elecciones por percepciones falsas y manipuladas de las realidades de ambos candidatos. Una vez que estas percepciones falsas entran en el análisis, el concepto de “racionalidad” debería quedar desvirtuado. Pero no lo hace. Más bien, se termina identificando en la ciudadanía afiliaciones ideológicas “perfectamente racionales” que, solo por casualidad, encajan sin fisuras en el “defectuoso” sistema político, social y económico imperante (i.e., el “conservadurismo informal”)

Y la respuesta que desde esta postura intelectual se da a las terribles circunstancias de la vida política peruana no es mucho más eficaz. Lo resume bien en su propia intervención en el debate el también politólogo Carlo Magno Salcedo (“El electorado no es tarado”): el problema no son los “consumidores” o la demanda política, sino la “oferta”. Levitsky o Vergara lo expresarían en otros términos, pero dicen lo mismo: la tarea más urgente es fortalecer las instituciones, en particular los partidos políticos.

Pero, nuevamente, si las decisiones de la ciudadanía responden a una racionalidad, aunque sea “subóptima” (u "óptima, dadas las circunstancias"), es muy difícil entender cómo ha de producirse este fortalecimiento. ¿Cuál es el incentivo para cambiar esa racionalidad, que recompensa políticamente a los "defectuosos"? La transformación solo es concebible si se postula la existencia de esos mismos partidos políticos desde fuera del proceso que le da forma y contenido a las circunstancias en que operan los agentes. Es decir, desde fuera de la política, lo cual es un contrasentido.

A la larga, quienes postulan este fortalecimiento de las instituciones y los partidos pecan, en otro idioma, de lo mismo que achacan a sus detractores: ellos saben, mejor que los votantes, cuáles deben ser las condiciones óptimas de la vida política, cuál es el marco institucional no defectuoso en el que deberíamos desenvolvernos, y fortalecerlo es algo a lo que los así iluminados deben abocarse por encima y por fuera del barullo de las masas, que seguirán votando como votan y no por programas de fortalecimiento institucional. A ellas, hay que cambiarles las circunstancias, porque solas no pueden.

Pero quizá lo más grave sea esto: la postura convencional de esta forma de ejercer la politología tiende a suspender los juicios éticos y morales, a ponerlos de lado, a separarlos de la política. Si elegir un alcalde o un presidente regional corrupto es la opción racional de la ciudadanía, y si la supuesta racionalidad del acto electoral no puede ser cuestionada (pues es la única herramienta válida para el análisis), entonces la corrupción misma queda fuera del discurso, particularmente en las consecuencias que tiene para moldear y sobredeterminar el comportamiento de las personas, incluyendo su comportamiento electoral. Se puede y se debe criticar, claro, pero esa crítica no es, en sí misma, política. Identificarla como un síntoma de los males del sistema, tal cual hacen comentaristas como Salas, Bruce o Faverón (y otros) queda descalificado: no explica nada, les responden, e insulta a los peruanos.

Quizá haya algo de cierto en esto. Los juicios éticos y morales no explican los fenómenos sociales. Pero también es verdad, parafraseando, que los politólogos continúan dedicando demasiado tiempo a observar y explicar la realidad peruana, cuando de lo que se trata, urgentemente, es de transformarla. Y a eso, su defensa de la supuesta decisión racional de la ciudadanía contribuye muy poco. O nada.

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Escrito por

Jorge Frisancho

Escrito al margen


Publicado en

Redacción mulera

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