Haz como yo
y compréndeme,
cerezo silvestre:
nadie me conozca,
salvo tus flores. 

                 Gyoson (1057-1135)


Un intercomunicador nos pone al habla con Tilsa Tsuchiya, a quien debíamos entrevistar para publicar una nota sobre ella en la revista Diners. Se abre la puerta y tras Tilsa -suave, delicada- los ladridos de un pastor alemán hacen contraste con la fineza de la artista que nos invita a pasar. Entramos. El taller es una habitación de cinco metros por cuatro, con un gran ventanal a través del cual la luz entra tímida a causa del día nublado; los muebles sencillos, el conjunto austero.

Tilsa, menuda, magra de riguroso negro, escucha detenidamente, casi en forma hierática nuestras preguntas. Da la impresión que tras su piel otros ojos nos penetran. Sentada en un viejo sillón responde con voz queda, calmosamente, tratando de ser precisa, preocupada porque se entienda todo lo que relata. Confiesa que está empezando una nueva etapa en su pintura; explica algunos de sus cambios, las caras por ejemplo, que reemplazan a las máscaras con que antes cubría los rostros. Acepta que es huraña y no se da fácilmente a las personas hasta no saber qué hay tras la máscara que lucen. Esa timidez o desconfianza hace que, inconscientemente suponemos, Tila esté como a la defensiva y se sienta protegida por el ingenuo peto que forma cruzando los brazos en forma de aspa ante sí. Cuando se entusiasma, sin embargo, se despoja de su armadura y habla también con las manos. Pinta en el aire el vuelo de inquietas gaviotas imaginarias o el suave, lento y casi computado vuelo de los alcatraces.

Invita café y continúa. Cuenta que estudió en el Rosa de Santa María. Aprendiendo piano se dio con que iba a estudiar una estricta disciplina para sólo interpretar, cuando lo que más necesitaba era crear. Ingresó a San Marcos con la idea de pasar a San Fernando. Comprobó que ni la música ni la medicina eran rutas señaladas en su vida y las abandonó. Decidió, entonces, con el respaldo de Wilfredo, su hermano mayor -hábil y fino dibujante además-, ir a Bellas Artes. (Se disculpa -¡como si tuviera que hacerlo!- diciendo que tiene manos pequeñas para el piano.) Recuerda a sus maestros: Quízpez Asín, Ricardo Grau, Manuel Zapata, de quienes guarda imborrables recuerdos. Siguen las preguntas y ella continúa contando. Habla de sus experiencias en París, de todo lo que allí aprendiera como artista y persona.

Asegura que contra lo que se piensa de la vida “linda” de los artistas -sin responsabilidades, dependencia de superiores, etcétera- “es difícil serlo”. Es preciso -afirma- ser un poco gitano. Cuesta trabajo, muchísimo esfuerzo, ser artista y quién lo es sufre una serie de privaciones, desvelos, angustias. Declara que sacrifica un poco a su hogar, a su esposo (Charles) y a su hijo (Gilles). Cuenta que todo, o casi todo, lo tiene embalado, que vive con el pincel en la mano y un pie en el estribo. Aquello que el artista no tiene horario es absurdamente falso. Tilsa se levanta a las siete y pinta hasta que sus fuerzas y la luz se lo permiten. Cuando oscurece, almuerza y toma lunch, todo en uno. Se sostiene, mientras trabaja, con grabaciones de Vivaldi y Wagner. También coopera con su hijo cuanto tiene que estudiar y dar sus lecciones de piano.

(La Rollei ha permanecido ociosa todo este tiempo sobre una mesa y ya no podemos usarla porque empieza a anochecer. Un rollizo personaje parece reírse de nosotros desde un grabado de Tola dedicado a Tilsa)

Explica que sólo hace un boceto en papel y a lápiz. Después de desarrollar la idea, la traslada directamente al lienzo (“mancha”) con pincel. Confesó un pecado: usa un solo pincel para trabajar todo el cuadro; no importa que esté pintando fondo, hojas, cabello, etcétera. Dice no poder vencer esa disposición suya a romper una regla elemental que inculcan en las escuelas de arte a sus alumnos. Pinta con “aguada”, pero al óleo, y ni puede explicarse por qué siempre le “gana la mano” el color gris (nos consta que persiste hasta hoy, según luce la obra que tiene trabajando en el caballete). Habla de la vehemencia con que emprende un trabajo y de la dedicación que pone en él hasta terminarlo. Planea, sí, la composición, después va pintando como le nace, espontáneamente, pero sin descuidar su meta: hacer sentir, hacer pensar, hacer que el espectador reaccione de algún modo diferente a su obra.

No obstante la satisfacción que significa para ella que alguien se interese por un cuadro suyo, admite que le duele separarse de él. Teme -y esto es casi una obsesión- convertirse en una máquina productora de cuadros; en lograrlos se vierten sentimientos, estados de ánimo, esfuerzo físico, preocupación por la respuesta del público, angustia porque comprendan su mensaje. No titula sus cuadros porque hacerlo sería sugerirle algo al espectador y ella prefiere de éste una reacción libre. Tampoco da a las tonalidades un significado especial o simbólico.

Observamos el cuadro en el caballete. Es una pareja en actitud amorosa flotando sobre una nube amarilla. Abajo un bosque, arriba el éter. Ambos amantes carecen de brazos. Hablamos del erotismo que inunda su pintura. Acepta que es un elemento fundamental, uno de los centros de la vida del hombre. Reclama un amor sin ataduras, sin posesión, en el sentido avárico del término. Califica al hombre de posesivo y dice que la mujer (no obstante que quedó huérfana muy pequeña y ni fue educada de acuerdo a los cánones de la educación japonesa) debe ser sumisa. Muestra su cuadro una gran dulzura en la profundidad de la mirada del hombre y el avallasamiento de la mujer. El hombre tiene cuernos (símbolo de fuerza). Ambos carecen de frente porque el amor debe darse sin pensar, maravillándose por esa inmensa recompensa de entregarse el uno al otro. Su explicación también la escucha una rosa amarilla muriéndose solitaria en un florero. Una rama de mimosas en el mismo trance tal vez la consuele. La imagen en yeso de una virgen cargando al niño da un de indiferente permanencia. Un pobre huaco en un rincón parece avergonzado sin que nadie note su presencia.

Considera que sus cuadros pavimentan el camino que recorre hacia su propia búsqueda. Manifiesta constante preocupación por cultivar integralmente su espíritu. René Guénon, el gran maestro orientalista, es la lectura diaria y secreta de Tilsa desde hace diez años. Descubrimos el punto de enlace entre su pintura y la visión del mundo que la anima.

Preguntamos: ¿Qué quiere decir Tilsa?

-Nada -responde.

Y cuenta que estando su madre encinta de ella, leía una obra de Tirso de Molina. El padre, ante el interés que ponía la señora Tsuchiya en el autor, sugirió ponerle Tirsa a la criatura si nacía mujercita. La criatura, en efecto, fue mujer y el doctor Yoshigoro Tsuchiya fue a inscribirla con el nombre elegido.

-¿Qué nombre la va a poner?

-Tirsa -respondió el doctor Tsuchiya.

Considerando la dificultad de los japoneses en pronunciar la “l” el encargado del registro, comedidamente corrigió el supuesto error, anotó “Tilsa”... y así quedó inscrita.

Se preocupa ante el callejón sin salida que es la muerte. Comenta la corta edad a que llegan los miembros de su familia. “Se muere por morirse de amor.” No obstante sus angustias es una optimista incorregible. Rechaza la discriminación. (El doctor Tsuchiya, graduado de médico en Alemania, no pudo revalidar su título en el Perú por ser japonés y para mantener a su familia y ejercer su profesión, tuvo que atender pacientes en forma clandestina, como si estuviera cometiendo un delito.) Para Tilsa, que se deslumbra por las grandes posibilidades que para la creación brinda la mente humana, resulta incomprensible ese pozo de problemas, complejos, frustraciones, postraciones y debilidades, sin sentido muchos de ellos. Repele la vulgaridad, la mezquindad y la mediocridad, esta última no como limitación de la persona, sino como variante del conformismo para no tratar de mejorar, como justificación del estancamiento.

Distraídamente miramos el reloj, y caemos en la cuenta que nuestra pintora ha estado sometida a más de tres horas de obstinada curiosidad.

Afuera el aire está más fresco y un humilde “spray” de ambiente pretende hacernos creer que es lluvia. Llevamos la Rollei avergonzada por su falta de participación, cuando el “pare” de un semáforo en rojo nos detiene y nos hace ver que, aunque con la Rollei, salimos con las manos vacías, sin la entrevista a Tilsa. El cambio a verde nos abre el paso y la mente como para inventar una buena excusa al director por no haber cumplido con nuestra misión...

Avanzamos planeando la disculpa mientras la noche se nos viene encima y al bordear un parque en nuestra ruta recordamos que Tilsa -no obstante ese no estar aquí ni allá- ha adquirido en propiedad una parcela en el valle del Chillón con el sugestivo nombre de “Shangri-La”. Especulando, pensamos que esa persona menuda, magra, de riguroso negro, tras sus próximos viajes a Nueva York, Londres y París, tal vez piense dar reposos a sus angustias, las embale todas juntas y se venga a echar raíces con sus colores, sus manzanos, sus duraznos y sus sueños.


Publicado originalmente en la revista Diners (Lima), n° 27, febrero de 1975, pp. 15-18.



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