Hace varios años tocaron mi puerta para devolverme unos libros con los que yo siempre había sido avaro. Me los enviaba Tilsa Tsuchiya. Eran colecciones de haikus, aquellos breves poemas japoneses que constituyen un ejercicio de humildad ante la naturaleza. Tilsa sabía que un haiku, uno solo, puede ensimismarnos varias horas. Por eso los tuvo siempre sobre su velador, para sus interminables días de paciente. Empecé a hojear los libros devueltos y extrañados: de uno de ellos sobresalía una nota fijada con una cinta engomada para que ningún descuido pudiera trasladarla a otro lugar. La nota traía un agradecimiento cumplidor, prescindible entre amigos, el verdadero mensaje que Tilsa se había asegurado que yo leyera, estaba en el poema de esa precisa página:
He visto muchas veces la luna
y tengo su bendición.
Ya puedo irme ahora.
Una semana después, bendecida por la luna del poeta Chiyo, se fue.
Conocí a esta amiga de tan elegante y delicada despedida en 1968. Ese año expuso en el Instituto de Arte Contemporáneo, que se había mudado de Ocoña a una casona de la calle Belén. Visité la exposición con amigo Lorenzo Osores, con quien solía practicar en las galerías el sarcasmo y la petulancia, gozo de juventud que no pudimos ejercer frente a los cuadros de Tilsa. Suspendidos de golpe nuestros humos, decidimos hacer una audacia que el espíritu de esos años nos permitía: ir de inmediato a conocer a la pintora. Todos estábamos para todos y el presente era perpetuo.
Tilsa vivía en una segunda planta de la calle Portugal, en el envejecido distrito de Breña. En el primer piso, la farmacia Floral, de su hermana Olga, recuperaba el nombre que había pertenecido a toda la calle, cuando ésta exhibía casas con puertas de entrepaños labrados y escaleras de mármol. El departamento tenía una angosta habitación contigua a la sala cuya función original era un misterio. Parecía un pasaje ciego con ventana a la calle adyacente. Allí vimos por primera vez a la pintora, en ese pequeño espacio ascendido a la categoría de atelier desde que ella había regresado de Europa dos años antes.
Tilsa tenía la gracia del cuerpo menudo. Su familia la llamaba “La Chola”, lo cual sonaba gracioso en una casa donde todos eran de facciones japonesas. Algunos días delineaba sus ojos y prolongaba los rabillos hacia arriba para acentuar aún más sus rasgos orientales. Se dice que los artistas no se parecen a sus obras, y ciertamente ella estaba lejos de la solemnidad de sus personajes. De una picardía disfrazada de inocencia, no zahería, pero esperaba que lo hiciéramos nosotros para convertirse en nuestra cómplice más entusiasta. Pasaba casi todo el día frente al caballete, dando sus hoy famosas pinceladas breves y exactas, mientras el cenicero se llenaba de colillas de gauloises. Con frecuencia el cuadro dejaba el caballete para ir a recostarse en el respaldo del sofá de la sala, donde Tilsa podía contemplarlo con la distancia que no le permitía su reducido atelier.
De la rutina doméstica, y aun del cuidado de su hijo Gilles, un niño de cuatro años, se encargaba su hermana menor, Olga, aquella mujer discreta y bondadosa a quien todos agradecíamos en secreto su infinito apoyo a la pintora.
Los cuadros que habíamos visto y ponderado en el Instituto de Arte Contemporáneo habían salido de ese pequeño taller. Entonces el mundo de Tilsa todavía era plano, los personajes se recortaban sobre fondos difuminados, muchas veces presididos por soles restallantes o brumosos. Los personajes entraban desde fuera del cuadro, como si todavía no quisieran posesionarse del espacio central que les correspondía. El arte poética de esos años, por sus formas y cromatismo, tal vez lo constituya el lienzo Aro negro donde un personaje casi pez y una forma humana a punto de esfumarse, lloran largas lágrimas como espadas. El lienzo fue pintado en memoria de su amigo de infancia Juan Pablo Chang, muerto en Bolivia, en 1967, junto al Ché Guevara.
Cierto día, mientras pintaba y yo leía algo, dijo una frase desconcertante:
-Creo que hace tiempo mis figuras quieren ser de carne.
Era el comienzo de la década del setenta. Pero desde hacía un tiempo atrás sus personajes ya no eran planos. Habían empezado a ganar corporeidad, volumen, y al mismo tiempo habían ido confirmando su pertenencia a un mundo de movimientos lentos, de reposos estatuarios. “Quieren ser de carne”, dijo, y en un comienzo la carne fue leve, casi una sustancia aérea, hasta convertirse años después en voluptuosa como el cuerpo de aquella mujer que vuela elevada sobre una gran ave.
Por esos años, Tilsa enfrentaba el cuadro como el fragmento de un gran territorio que empezaba a poblar de seres extraordinarios, no tanto por sus formas, sino por la potencia vital que llevaban en su interior. Pensaba que si era capaz de imaginar un universo donde cada elemento expresara una plenitud, ese universo era posible. Había en ella una antigua nostalgia del futuro. Un día encontró al pie de su puerta un folleto deslizado por los incasables evangélicos. Traía una cita de uno de los más severos profetas bíblicos, Isaías, pero esta vez su voz no era recriminadora, decía una promesa: “el lobo habitará con el cordero, y el leopardo se acostará junto al cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará”. Tilsa leyó la cita asintiendo con la cabeza como si descubriera una clave sencilla para explicar algo muy complejo.
-Un mundo así –me dijo alargándome el folleto.
Yo hice una broma acerca de la ilustración, hecha con gran devoción kitsch.
-Un mundo así -repitió ella- pero mejor dibujado.
Tilsa hacía sincretismos sin ninguna dificultad. Yo sabía que la frase de Isaías había resonado, sin hacerse problemas de disonancia, en algún texto de René Guénon, el pensador francés recusador del racionalismo occidental e indagador de antiguas religiones orientales. Sus libros circulaban en medios muy reducidos. Ella solía no aludir a estas lecturas frente a sus amigos que entonces intentábamos tener una explicación tener una explicación menos ocultista del mundo. Cuando alguna vez aceptó hablarme de Guénon, entendí muy poco al pensador y bastante más a ella. Supe que necesitaba lo arcano porque le daba una mayor libertad imaginativa. El pastorcillo de Isaías tendría que vérselas también con una mujer que amamanta peces aéreos,figuras ecuestres sobre un cuadrúpedo de manso bestiario,tortugas de cuello fálico y otros habitantes no tan imposibles.
Pero los elementos que determinan una propuesta tan compleja, que en el caso de Tilsa sería mucho más propio hablar de una poética, son múltiples y soterrados, y no pueden ser reducidos a un par de respetables ideas. Las vivencias pulsaban en la pintora con más fuerza que los conceptos. Y en su variada marmita también estaba el dolor, que ella, para darle un carácter casi de amuleto, llamaba “la piedra”. “El dolor no se cuenta, se pinta”, me dijo con enorme arrogancia cuando una amiga pintora la llamó por teléfono para contare una pequeña tragedia personal. Domeñar el dolor y transmutarlo en una obra de arte solar, y aun sensual, implicaba una cierta y secreta heroicidad.
Tilsa desconfiaba de las conceptualizaciones en pintura. Cuando intentaba reflexionar sobre los problemas que le planteaba el cuadro que estaba en proceso, empezaba un largo fraseo lleno de dudas y recomienzos. De pronto, cuando las palabras ya habían perdido todo sentido, se detenía y apelaba a una frase de extraordinaria sencillez, casi siempre con humor, pero que explicaba redondamente el concepto elusivo. Recuerdo que la encontré contemplando un lienzo acabado. Era un puma rosado cuyo salto estaba detenido entre unos árboles tropicales y una cadena montañosa. Estaba inconforme, el color del puma no la convencía, hizo digresiones sobre el exceso de calidez del rosado, tal vez hubiera convenido un color más frío. Yo esperaba la frase súbita, y la dijo casi enseguida:
-Parece de peluche.
Y decididamente cogió un waipe, lo humedeció con solvente y, frotándolo sobre la figura del puma, lo borró. No lo dijo, pero yo comprendía que un animal que se insinuaba de peluche no podía convivir con sus personajes de severidad totémica. Días después, el puma era un digno y ágil animal trabajado en azules. Entonces la vi firmar el cuadro con el nombre que, por su singularidad, le ahorraba el apellido.
Cuando le preguntaban por la procedencia de su nombre, que no figura en ningún santoral, ella fingía no saber, con lo que alimentaba la curiosidad y las especulaciones de algunos amigos. Esto la divertía. En realidad, si nombre venía de una de las lecturas de su madre, doña María Luisa Castillo. Ella era devota de una novela del norteamericano Lewis Wallace, cuyo título lleva el nombre de su famoso protagonista: Ben Hur. La hermana de éste es una adolescente llamada Tirzah que, por su origen hebreo, sufre la hostilidad romana. Al final, un buscado encuentro con Jesucristo la limpia de una plaga de la época. Doña María Luisa, conmovida, decidió que la hija que esperaba debía llamarse Tirzah. Después, el paladeo repetido del nombre la llevó a hacerlo más fluido, más cercano a nuestra pronunciación, y así llegó a los registros: Tilsa.
En 1976, la pintora expone la galería Camino Brent una serie de óleos que hoy se conocen como “Los mitos”. Al parecer, cada cuadro tenía como referente a uno de aquellos relatos fabulosos de la tradición oral.
Nombrar cuadros es un asunto delicado; pero sucedió que en medio del ajetreo que conlleva la preparación de una muestra, aceptó la sugerencia de un amigo. Por esos años, además, ocurría una de esas valoraciones, altas pero ocasionales, de nuestros mitos. Algún tiempo después, Tilsa comprendió el poco acierto de la sugerencia, cuando se dio cuenta que hasta los críticos más perspicaces, influidos por los títulos, pensaban que la literatura se había filtrado en sus cuadros. Quién más que ella para saber que la pintura sólo es pintura, y que toda narratividad es un aditamento incómodo. Entonces volvió a nombrar sus cuadros con títulos lacónicos, secamente nominativos.
Pero el mito subyace en todo arte, y está como algo inevitable en la mirada de los grandes artistas. Tilsa tenía la habilidad de descubrirlo en cualquier inesperado giro de la vida cotidiana. Así nació uno de sus lienzos más apreciados, Tristán e Isolda.
Ella se había mudado al pasaje Central, que desembocaba en la avenida Gálvez Chipoco, siempre en el distrito de Breña. Estábamos en el comedor de la casa, adonde se asomaban los frondosos helechos colgantes del patio que Tilsa cuidaba como si fueran los últimos ejemplares del mundo. Después de alistar la mesa para el almuerzo, nos sentamos a esperar que Carmela, la ocurrente cusqueña que se encargaba de la cocina, nos trajera los platos. Cuando llegó, nos encontró conversando, no recuerdo por qué motivo, sobre la cerámica erótica de los moche. Nos escuchó con curiosidad un momento y enseguida, conteniendo su risa, nos preguntó:
-¿Ustedes saben cómo hacemos el amor en la sierra?
La miramos sorprendidos, esperando una revelación. Entonces oímos, una hermosa, picara y eufemística explicación:
-Nos ponemos frente a frente y empezamos a frotarnos los ombligos -dijo Carmela riendo.
Algunos días después volví a la casa de Tilsa, subí a su taller, que ahora era un espacio grande, y vi los trazos iniciales de dos personajes, varón y varona, emblemáticos como dioses olímpicos. Sus ombligos se prolongaban hasta unirse en una trenza de una sola vuelta mientras se miraban fijamente arrodillados sobre una nube que se elevaba sobre colinas. En el tocadiscos sonaba una y otra vez Tristán e Isolda, de Wagner.
En algún momento, cuando el cuadro todavía estaba inacabado, Tilsa se dio cuenta que los ombligos eran demasiado “genitales”. Decidió corregir el cuadro. Hoy podemos ver a la pareja unida mediante gruesas lenguas que se enroscan, como antes los ombligos. El nombre de la obra fue insinuado por la música de Wagner, pero eventualmente podría ser llamado con el nombre que se da a las parejas primordiales de cualquier cultura.
Las palabras de Carmela a veces traían imágenes que Tilsa “veía” de modo instantáneo. Un desliz literario o antropológico les hubiera quitado su fuerza sugestiva. “El diablo existe, yo lo he visto”, afirmó cierta vez. Fue una noche de su adolescencia, en un pueblo cusqueño donde cualquier recodo del campo es letrina. Ella caminó hacia unos peñascos y, en medio de su quehacer de cuerpo, se desató una inesperada tormenta. De pronto, un relámpago iluminó a un hombre alto y rojo que la miraba encumbrado sobre una roca, y que se abrazaba a sí mismo. La provocación de Carmela, “su diablo”, se conoce ahora El mito del guerrero rojo.
Realmente sorprendía cómo Tilsa, esta mujer que los sábados se confundía con las amas de casa que compraban en el mercado, iba reuniendo un conjunto de seres en una atmósfera de aire sagrado. Uno de los puntos más altos de su pintura, El pelícano, vino del vecino mercado de Breña, quizá para demostrar una vez más que la obra de arte es una prestancia que nace de la modesta cotidianeidad.
Por esos años, la escasez de la anchoveta había obligado a los pelicanos a migrar a la ciudad. Aterrizaban en los techos de los mercados y esperaban el momento de arrojo de los desperdicios. Los más hambrientos se atrevían a viajar a picotear los puestos de los vendedores ambulantes, pero su torpeza no les permitía una rápida huida cuando los alejaban con pedradas humillantes. Tilsa llegó del mercado con una mezcla de cólera y ternura, y dispuesta a restituir al ave exiliada a su paisaje original. Devolverlo al mar le tomó dos meses, que era el tiempo promedio que utilizaba para cada cuadro. El pelícano descansa ahora recompensado sobre una rama, encima de un mar siena y dorado, y su cuerpo blanco contra las nubes blancas es una exquisita lección del manejo de este difícil color.
Tilsa nos propuso un mundo que está en la frontera de la realidad y el sueño, o mejor aún, que exacerba la realidad hacia el sueño. Pero eso no la afilia necesariamente en el surrealismo. El mundo surrealista es un mundo autónomo, otra realidad. En esa medida es excluyente con los que vivimos en la realidad llana y terrestre. El universo de Tilsa está para nosotros en el futuro y se presenta como habitable, vividero y cierto, a pesar de las bellas mutaciones de sus seres y del ambiente feérico que los articula. Ella quería que nos acercáramos a su obra como promesa o vaticinio.
Tal vez debí decir utopía; porque estas se conquistan, no se llega a ellas por un súbito encantamiento. En nuestro caminar hacia la utopía seguramente aprenderemos la conducta que Tilsa le exigía a sus personajes: lo hierático, que para ella era majestad, triunfo ante la muy humana pérdida de la compostura. Era casi una ética. Cierto día le pregunté: ¿por qué siempre la postura estatuaria de tus personajes?
-¿Quién iba mirando el abismo marino cuando el barco avanzaba? –Me dijo, y se respondido en seguida -: ¡El mascarón de proa!
Siempre me he preguntado si esta actitud de pechar el abismo (o el miedo o cualquier otra debilidad) guardaba relación con la actitud mesurada y reverencial de su padre, un inmigrante japonés como el mío. Ellos nos enseñaron la contención. ¿La ausencia de brazos de sus personajes se debe a la necesidad de acentuar el recogimiento de maneras? Tal vez he dicho una sospecha excesiva. En todo caso, la postura resuelve admirablemente la carencia de los miembros, y nadie los extraña.
La seducía observar el comportamiento ritual de la gente, cuando los movimientos más parecen una danza sobria. Un Jueves Santo recorrimos templos entre files que rezaban contritos en una atmósfera sombría. De la altiva catedral fuimos a las modernas iglesias de Barrios Altos en compañía de dos amigos, uno de ellos de radical agnosticismo. Sin embargo, todos estábamos sobrecogidos por la escenografía de vírgenes y santos ocultos, o apenas insinuados, detrás de largos paños morados. Nuestro paseo litúrgico terminó en un profano chifa del barrio chino. Uno de nuestros amigos, un joven pintor pop, por alguna razón cambió varias veces de silla y no se estaba quieto en ninguna. Tilsa, que todavía tenía ánimo estremecido de los templos, dijo una exclamación de madre reprendedora:
-¡Que culillo de mal asiento!
Tilsa era diaria. Y así como esa noche de la exclamación, sus amigos la seguimos celebrando después de dieciséis años. Era diaria, pero ahora el sereno y desafiante mascarón de proa podría ser su inmejorable metáfora.
Lima, mayo del 2000.
Este texto apareció originalmente en Tilsa (Catálogo de exhibición) Fundación Telefónica y MALI - Lima, 2000.
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