Carlos Germán Belli, hombre entre los hombres
Un perfil del poeta peruano, quizá el mayor entre los vivos y pieza fundamental en nuestra tradición contemporánea.
“En mi corazón son iguales mi amigo y mi enemigo. Nunca tuve en el pecho tanto aire, mi corazón no tiene límites y soy un hombre entre los hombres”.
De palabras pausadas, como puestas en penitencia, como si no fuera necesario sino decir nada más y nada menos que lo necesario, Carlos Germán Belli agradeció hace un par de años leer junto a Ledo Ivo, Jorge Pimentel y otros grandes poetas como el finlandés Lauri Otonkoski en la PUCP, dentro del marco del I Festival Internacional de Poesía de Lima. Habían pasado varios años desde la última vez que lo oyera y sin embargo algo familiar, como una vieja melodía que se conoce desde la cuna, me hacía repetir, sin poder darme cuenta, cada uno de sus versos, los mismos que hoy en día sostienen lo único que nos queda de nuestra clásica generación del cincuenta.
Carlos Germán Belli nació en Lima en 1927. De madre farmacéutica y padre diplomático, fue criado durante los primeros años de su vida en los altos de una farmacia de Chorrillos hasta que su familia se mudó al barrio de Santa Beatriz donde tiempo después conocería a una joven pareja: Godi y Blanca, los Szyzlo, y a un tal Jorge Eduardo, que por esos años destrozaba con impromptus el piano de un joven Enrique Iturriaga.
Ser testigo del drama que su hermano, inválido de nacimiento, padeció, determinó, hasta cierto punto, su carácter y desarrolló en el joven Carlos Germán un alto sentido de la responsabilidad y amor por la familia, al punto de que, cuando su madre murió, este asumió legalmente el cuidado de su hermano. Estas circunstancias lo llevaron a encontrar en la escritura una forma de liberación o, simplemente, exteriorización de su drama personal y familiar, temáticas primordiales de su producción desde entonces. Es con este deseo de escritura que nace su amor por la lectura y su determinación de ser poeta, asunto que representó para la familia una especie de nuevo cataclismo que venía a sumarse a la enfermedad del hermano.
A los dieciséis años, cuando aún estaba en el colegio, Carlos Germán escribía sus poemas en un viejo cuaderno sin levantar sospechas. Su madre lo contemplaba durante horas, quizá pensando que en todo ese tiempo Carlos Germán ─como siempre le gustó que le llamarán y no Carlos o Germán a secas─ desarrollaba problemas de matemáticas o estudiaba fórmulas químicas, con la intención de seguir sus pasos. Un día, de esos que siempre le llegan a los poetas y a los artistas, el muchacho tuvo que salir a hacer unas compras y dejó el cuaderno en un lugar visible. Quería cumplir con el encargo y volver inmediatamente para seguir escribiendo y por eso el descuido. Para cuando el joven regresó todo había cambiado. Su madre había tomado el cuaderno y había descubierto que en lugar de ejercicios y fórmulas este estaba lleno de palabras que hablaban de la gran sensibilidad del joven, halló emoción y no pudo sino llorar, de emoción también, después de todo ella también era lectora de poesía, pero había un motivo adicional al que le había transmitido la lectura de esas palabras, la madre de Carlos Germán en el fondo lloraba porque le preocupaba el destino de su querido hijo.
Quizá ver esto hizo que el joven poeta postergara su decisión de publicar o dedicarse a tiempo completo a la literatura. Y es que, a pesar de que, como sus amigos y coetáneos, Carlos Germán quería irse a París, a Nueva York, no podía hacerlo por las circunstancias familiares. En cambio pasó los primeros años de su vida adulta trabajando en dos sitios: en el Senado y, a la vez, en una agencia noticiosa, donde era traductor. Esta temprana carga laboral que le impedía hacer lo que realmente quería, escribir y leer, se tradujo al cabo en angustia en el joven poeta y lo llevó a tener una posición cuestionadora frente al trabajo, que, entonces, entendía, terminaba por enajenar al individuo, apartándolo de las cosas esenciales de la vida.
Entiéndase: el joven poeta, aún inédito, no pretendía la abolición del trabajo material, sino que este respondiera a una lógica racional, una que le otorgase tiempo a la persona para cultivarse. Fue así, en uno de sus trabajos, como traductor de agencias de noticias, que Carlos Germán descubrió una palabra que sería una especie de conjuro contra los avatares del día a día. Por esos años, comienzos de los sesenta, recibió un cable periodístico desde Inglaterra, el cual mencionaba que la revolución laboral había llegado con la automatización de ciertas máquinas que harían el trabajo de los hombres. Esto, sin embargo, había traído un “problema”, una inminente ola de desempleo que los trabajadores sindicalizados no pensaban aceptar. Entre las palabras (no sé por qué pienso que eran 340, debieron ser 340) una en particular llamó su atención: «cibernética». De pronto un horizonte se abría para el poeta; donde otros veían una tragedia en ciernes, en el romántico pensamiento de Carlos Germán, esta revolución devolvería al individuo la posibilidad de dedicarse a las cosas esenciales de la vida.
Es interesante pensar, en este punto, al leer retrospectivamente su obra, una sola obra continua, un solo poema extendido en el tiempo, escrito una y otra vez, reformulándose en cada momento pero sin dejar de ser ese primer poema nunca, a Carlos Germán como un hombre que unió, o trató de unir siempre, los contrarios para resolver problemas que la vida le planteaba. Es en esta conjunción que se puede resumir en el tópico vanguardista de tradición y modernidad que el poeta encuentra su identidad poética. Al concepto moderno de la cibernética, por ejemplo, el poeta le suma su devoción por ciertas cosas sobrenaturales, inexplicables si se quiere, a diferencia de lo que planeta el pensamiento científico: la palabra «Hada».
“Era de noche cuando vi la luz, el 15 de setiembre de 1927, de cara a una angosta calle que corre rápido hacia el Pacífico; y en una casa que hoy está aún en pie pese a las inclemencias de la guerra y dos o tres terremotos. Como todos en la tierra poseo también una alcurnia: mis padres eran farmacéuticos y nací en los altos de una botica; y en consecuencia, en cierta manera creo entroncarme con los alquimistas medievales”; esta cita da cuenta de ese pensamiento mítico-moderno con que Carlos Germán entiende el mundo. Con una mirada hacia el futuro (la ciencia) y otra, al mismo tiempo, al pasado (lo mitológico), como el dios griego Jano en búsqueda siempre de un punto de fuga que antes de ser un ejercicio elusivo plantea en dicha fuga la única manera concreta de permanecer.
(*) He podido escribir este perfil del poeta gracias a los muchos préstamos que me he hecho de tres notables entrevistas realizadas a Carlos Germán Belli por Jorge Coaguila, Mario Pera y Alejandro Gortazar.
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