Escribe: Hans Enrique Cuadros Sánchez, coautor del libro “Crónicas de Claustro: Cien años de historia de la Facultad de Derecho PUCP”


En los últimos días se ha viralizado un video de un grupo de estudiantes de la Facultad de Derecho de la PUCP celebrando un cumpleaños con un acto controversialmente racista. Para quienes no han visto el video, seré breve: el “homenajeado” canta en el medio de una ronda de muchachos la canción “Breathe” (Respirar) del histórico grupo Pink Floyd, con una torta en cuya imagen aparecía el afroamericano George Floyd, quien falleció asesinado por asfixia bajo las rodillas de un policía, ya condenado a 22 años de cárcel, en la ciudad estadounidense de Minneapolis. Este caso dio la vuelta al mundo pues evidenció el racismo estructural que aún existe en muchas sociedades occidentales. Las últimas palabras de Floyd fueron “I can’t breathe” (no puedo respirar), frase icónica que recorrió el mundo como un lema en la lucha contra el racismo y que, lamentablemente, el referido estudiante de Derecho repitió en reiteradas oportunidades con sorna, con el fondo musical de la canción ya mencionada, como si de un asunto irrelevante se tratara, mientras sus amistades reían y se mofaban de la escena.

La universidad ha anunciado públicamente la apertura de un procedimiento disciplinario contra el estudiante, y el estudio de abogados donde practicaba lo ha retirado de su staff. ¿Son estas medidas acertadas? Sí, totalmente necesarias, pero ¿son suficientes? No, porque al racismo no se le combate exclusivamente sancionando casos puntuales, sino con toda una política contra el racismo que en un país como el Perú no solo es necesaria, sino también urgente. Este joven y sus acompañantes son el producto no solo de una educación escolar privada y universitaria que invisibiliza el racismo, sino de una sociedad postcolonial que lo mantiene vigente. La normalización y ridiculización de un acontecimiento notoriamente racista en un espacio conformado por miembros de una comunidad universitaria nos muestra cómo los jóvenes de nuestra sociedad pueden acceder a una educación superior sin tener una visión, cuando menos, panorámica de nuestra historia y nuestra diversidad sociocultural.

Este caso nos invita a reflexionar sobre las estructuras de poder racializadas que se construyen en lo que sería un espacio académico hegemónico: la centenaria Facultad de Derecho de la PUCP, cuya historia inicial se construye esencialmente en contraposición a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de San Marcos, acusada en los orígenes del siglo XX de ser anticlerical y marxista. Si bien los tiempos (y las ideologías dominantes) han cambiado, no pasa lo mismo con ciertas prácticas de clase y raza que se reproducen hasta la actualidad, solo que en los últimos años se han minimizado y, hasta cierto punto, difuminado en los discursos de inclusividad. Para muestra, un botón: hace algunos meses se dio la elección de las nuevas autoridades en Derecho PUCP. Uno de los candidatos a decano era un conocido profesor, con una trayectoria docente de más de 30 años, y que trabajó temas de justicia comunal en comunidades aymaras en el sur del Perú. Tenía la esperanza de que pudiera lograr la decanatura, pero en conversaciones con amigos y colegas que son profesores en esa facultad, me quedé con dos frases que profetizaban el resultado de dichas elecciones y que recuerdo vivamente: “Él no ganará porque es cholo y trabaja temas de indios”, y otra que decía: “Aquí los profesores de Derecho se pueden permitir una feminista, pero no un indigenista como decano. ¿Te imaginas?”

No puedo contrarrestar eso que me señalaron, sino más bien confirmarlo con dos experiencias que viví en el salón de clase mientras era estudiante de pregrado. Acontecimientos que, indistintamente, no podrían configurarse como actos de racismo per se, pero que me permiten inferir la existencia de un racismo sistémico en dicho espacio, en el peor de los casos, o como un doble rasero en la concepción de disciplina dentro del aula, en el mejor. Ambos casos ocurrieron con el mismo profesor, pero en diferentes secciones y cursos de los primeros ciclos de facultad.

Primer suceso: Luego de una simulación de un acto de litigación entre dos grupos, uno de estudiantes de piel y cabellos más claros, y otro de piel y cabellos más oscuros; uno de los integrantes del primero, al verse notoriamente superado en argumentos por su compañera del segundo grupo, pateó una silla en su frustración, en un marcado incidente de violencia y falta de respeto no solo al salón, sino también al profesor. Este último, a pesar de su sorpresa, no le llamó siquiera la atención. Este estudiante, además, tenía apellido compuesto.

Segundo suceso: En otra clase del mismo profesor, mientras este hablaba, se oyeron algunas risas en un sitio del fondo del salón y venían de unas estudiantes que probablemente estaban distraídas y conversando. El docente paró su dictado y le pidió a la estudiante que se retirara. La estudiante se disculpó, pero el profesor señaló que si no se retiraba, no continuaría con la clase. La estudiante tuvo que salir del salón. Ella no tenía la piel ni cabellos claros, tampoco apellido compuesto.

Acabo de darme cuenta de que la variable de género también podría ser motivo de esta discriminación en el trato, pero no profundizaré en ello, pues no soy especialista en dicha materia. Además de los sucesos que comento anteriormente, era un secreto a voces que una asociación de estudiantes, años antes de que entrara a la facultad en el 2010, era vista como una especie de “club de niños bien”, es decir, de piel y cabellos claros, y mejor aún si tenías apellido compuesto. En honor a la verdad, puedo decir que en los años que estuve en la facultad (entre 2010 y 2014) esta asociación era diversa en esos términos a los que me refiero. Lo que sí me extrañó es que era incuestionable que quienes eran miembros de esta asociación y no cumplían con esos patrones de claritud y apellidos tenían excelentes aptitudes académicas que contrastaban con algunos (no todos) de los que tenían los criterios fenotípicos y de parentesco señalados como “requisitos” para pertenecer a dicha asociación. Esto podría ser una anécdota juvenil de vida universitaria, pero podría tomar otro cariz si es que las autoridades de la facultad en esas épocas tuvieran cierto favoritismo o trato privilegiado con esta asociación en desmedro del apoyo que podrían brindar a otras. Existieron algunos conflictos entre estudiantes por acusaciones de algunos supuestos favoritismos, pero no puedo dar fe de estos últimos al no ser testigo presencial de alguna situación de discriminación en beneficio de la referida asociación. En caso esto fuera verdad: ¿podríamos hablar de otra muestra de racismo estructural?

Bueno, ¿por qué el asunto de las asociaciones de estudiantes puede ser un ámbito donde podría advertirse muestras de racismo estructural? Porque estos espacios de sociabilización son también espacios de canalización de prácticas preprofesionales en importantes estudios de abogados de Lima. Es decir, ingresar a una asociación estudiantil era como una carta de presentación para acceder a una buena posición de prácticas que, no en pocos casos, puede ser el punto de partida de una carrera profesional exitosa. En mi época de estudiante, era notoriamente vigente. En este sentido, no era tan relevante la formación académica que se recibía en los salones de clase, sino más bien los vínculos sociales y amicales que se generaban en las asociaciones para acceder a posiciones laborales que, al menos, te permitían distinguirte de ya una masiva cantidad de estudiantes formados en la facultad por promoción (aproximadamente 250 integrantes) hace 10 años.

Ya no profundizaré sobre si estas muestras de racismo estructural y diferencias de clase social se reproducen en los estudios de abogados más grandes e importantes de Lima, pero si estas se aprecian desde los salones de clase, dudo mucho que esto haya cambiado en ese ámbito, pues muchos de los más importantes socios son antiguos egresados de la PUCP. Los tiempos pueden haber cambiado, pero muchas prácticas se reproducen hasta el día de hoy.

Bueno, seguro usted, estimado lector, se preguntará: ¿y dónde entra la Historia del Derecho Peruano en este tema? Esta respuesta sí se la puedo dar yo: porque este no existe como un curso obligatorio en los primeros ciclos que pueda inculcar en los estudiantes cómo nuestro país se ha construido sobre estructuras racializadas que han estigmatizado las diferencias por color de piel, entrelazándolas con las de clase y etnia (sobre este último aspecto ya ni siquiera me he referido porque nunca he conocido a un quechuahablante o aymarahablante como estudiante en la historia de la facultad) y que estas han estado indudablemente enmarcadas por textos legislativos y políticas de gobierno que han dirigido la vida nacional desde Lima, la capital.

Si un curso como Historia del Derecho Peruano fuera uno obligatorio de primeros ciclos, por ejemplo, los jóvenes estudiantes tendrían conocimiento de que:

1. A pesar de que don José de San Martín proclamó la libertad de vientres en el Perú, el 12 de agosto de 1821, para que nadie que naciera de esclava mantuviera la condición de esclavo, fue la presión de los grupos criollos la que mantuvo la esclavitud hasta 3 de diciembre de 1854, cuando Ramón Castilla la abolió definitivamente en una medida legislativa que contrarrestó la de su rival Rufino Echenique quien prometió la libertad de los esclavos que combatieran en su bando contra Castilla.

2. La migración asiática, inicialmente china y luego japonesa, fue promovida por Ramón Castilla mediante ley en el año 1849 por las quejas en la reducción de esclavos que reclamaban los hacendandos, esencialmente costeños. Y que luego de la abolición definitiva de la esclavitud ésta se incentivó con mayor fuerza hasta inicios del siglo XX. Muchos de los migrantes chinos, también llamados coolíes, vivieron en situaciones de semi-esclavitud atados a contratos que los endeudaban con los terratenientes durante la segunda mitad del siglo XIX. Mientras que los japones sufrieron persecución, expropiaciones y deportaciones por parte del gobierno peruano cuando éste, como aliado de Estados Unidos, le declaró la guerra al Imperio Japonés.

3.⁠ ⁠La migración germánica hacia la selva central del Perú fue promovida a la par de los cuestionamientos a la permanencia de la esclavitud y contrarrestar la exclusiva migración asiática. Producto de ésta se fundan pueblos como Pozuzo en 1859 y Oxapampa en 1891. Finalmente, una última promoción legislativa se da luego de la sustentación y publicación de la tesis eugenética de Clemente Palma (hijo del tradicionista Ricardo Palma) del año 1897 que promovía la raza alemana como deseada para desarrollar “la civilización” en la selva y “mejorar la raza”. Se establecería 1925 el poblado de Villa Rica. Clemente Palma sería uno de los constituyentes que redactó la Constitución de 1919.

4. La primera Constitución, la de 1823, establecía que si no sabías leer y escribir para 1840 no podías ser ciudadano. Es decir, si “los indios” no se alfabetizaban perderían la ciudadanía y, es más, que para ese entonces los considerados como tal eran la mayoría de personas que vivían en el Perú. Y sólo los ciudadanos eran iguales ante la ley. Demás está decir que la mujer así supiera leer y escribir no sería ciudadana hasta 1955.

5. El considerado “indio” era esencialmente la persona quechua hablante y aymara hablante sobre el cual recaía el tributo indígena (herencia colonial) y que a pesar de que San Martín hubiera abolido esta imposición el 27 de agosto de 1821, éste tributo volvería a entrar en vigencia luego de consolidada la emancipación, en el año 1826, pero esta vez bajo el nombre de “contribución personal”. Este tributo sería abolido definitivamente en 1895 por Nicolás de Píerola.

6. El “indio” o la “comunidad de indígenas” no existiría como una personería jurídica sino hasta la Constitución de 1919, casi 100 años después de la independencia, y la propia Constitución establece lo siguiente al respecto: “El Estado protegerá a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades. La Nación reconoce la existencia legal de las comunidades de indígenas y la ley declarará los derechos que les correspondan”. El paternalismo de Leguía en su máxima expresión, partenalismo que en la práctica no extinguió la apropiación de tierras por parte de los hacendados (vinculados muchos a los legisladores y jueces).

7. El Decreto Ley de Reforma Agraria del 24 de junio de 1969, es el último intento legislativo de una seguidilla de intentos frustrados, y que éste además de expropiar las tierras de los hacendados y romper con las relaciones de dominación y subordinación establecidas en la mayoría de casos sobre los considerados “indios”, también cambia su denominación por considerarla peyorativa y pasar así a ser llamados “campesinos”. Algo así como el Libertador José de San Martín cuando prohibió esa terminología “aborigen”, al eliminar el tributo indígena, para dejar de llamarnos indios y pasar a ser llamados “peruanos”.

Cuando en el 2015, en la Facultad de Derecho Pucp, se desarrollaba la última etapa de un proceso de reforma curricular, el curso Bases Romanistas del Derecho (de tres horas pedagógicas a la semana) desaparecía y en su remplazo se consignaba un curso llamado Sistema Románico-Germánico y Derecho Anglosajón (de dos horas por semana). En una reunión que tuvimos quienes eramos adjuntos de docencia del profesor Carlos Ramos Núñez, con un joven profesor que comenzaba su carrera docente, nos informó del interés de la Facultad de quitarle el contenido histórico del curso para pasarlo a uno con enfoque de Derecho Comparado (sic). Más allá de la inviabilidad pedagógica de enseñar un curso de Derecho Comparado en uno de primer ciclo de facultad (y del cuestionable nombre del nuevo curso), puesto que no es posible pretender comparar tradiciones jurídicas sin antes conocer los procesos históricos que los constituyen, el mayor riesgo sería la escasa formación y sensibilidad histórica que tendrían sus estudiantes. Hoy lamentablemente luego de conocer este caso de racismo, reconfirmo la necesidad de introducir cursos que permitan identificar el racismo estructural que también existe en el Derecho. La Historia del Derecho Peruano, por ejemplo, es imprescindible.

Finalmente, si se quiere desterrar al racismo en la universidad, no sólo se debe comenzar con la sanción o buenas intenciones declarativas, sino se le debe atacar desde el conocimiento de nuestra propia disciplina, conocimiento que con mayor urgencia debería darse en toda escuela de derecho de nuestro país en los primeros ciclos, a partir de este caso. Conocimiento que no debería atemorizar a ninguna autoridad académica, salvo que su posición no lo hubiera alcanzado por mérito propio sino por privilegios, arribismo o un favor. Si con este breve texto no le he logrado convencer de la necesidad de aprender nuestra Historia del Derecho en toda escuela de Derecho del país y tener este conocimiento como herramienta para desterrar el racismo, lo invito a leer la colección de Historia del Derecho Civil Peruano, un arduo trabajo en varios tomos de Ramos Núñez. En caso no pueda tomarse todo ese tiempo, puede intentar con el libro por los 100 años de la Facultad de Derecho PUCP, de cuyos últimos 10 años soy autor. Pueden acceder dando click aquí, ya que es de libre acceso.


[Foto de portada: https://hahr-online.com/]


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