Por: Augusto Rubio Acosta*
Cuando era niño [eso fue hace mucho], la ciudad donde nací configuraba el ritmo de mi mundo, de mi vida. Sucedía algo similar con la familia y con la gente que me rodeaba. El puerto de Chimbote, sin embargo, era una urbe caótica, fragmentada e inequitativa [así ha sido siempre], compuesta por una maraña de subsistemas cohabitando un espacio físico hostil y contaminado, sin árboles, parques ni jardines, con ciudadanos y autoridades de visión distinta respecto a la habitabilidad, la dignidad, la justicia y ética, y la convivencia.
El espacio público, reducido en nuestro caso a la maltrecha Plaza 28, era el lugar que "interveníamos" para pasear en bicicleta, para leer e intercambiar historietas, y para contemplar el ocaso. Los niños de esa época nos divertíamos también en los circos de la polvorienta avenida Pardo, en la matiné de los cines de la avenida Bolognesi o en las playas no contaminadas del sur de la ciudad. En las tardes de invierno, volábamos cometas en la cancha de Alianza Miramar o íbamos al "Fuerte apache". Participábamos, por supuesto, de la fiesta de San Pedrito, frente al mar de La Caleta.
Era otro tiempo y otra vida, no hay por qué romantizar lo que por entonces acontecía ante nuestros ojos. Los chimbotanos y chimbotanas de entonces "producíamos" una ciudad que, a su vez, nos producía para que la reproduzcamos, en un movimiento constante que adquiría sentido porque "interveníamos" para producir una urbe en algún sentido diferente a la que hoy existe. La vida, en el Chimbote del segundo lustro de los años setenta, no era buena [hay que decirlo]; estaba lejos de la dignificación de la existencia individual y colectiva, de la valoración del ser humano que podría haber servido para producir ciudadanos conscientes y distintos, críticos y autónomos, en las generaciones posteriores.
En el puerto de ese tiempo, con el humo anaranjado y siderúrgico tiñendo el cielo de la Plaza de Armas, coexistían ciudadanos y "no ciudadanos", estos últimos confinados a los cinturones de miseria, excluidos de múltiples formas de la configuración urbana y de la dignidad. La vida y la muerte de una ciudad se decide al sentar las bases de la negación o de la autodestrucción de la misma. Y la contaminación industrial, el capitalismo salvaje, la violencia estructural, la clamorosa falta de educación y la débil o seudorrelevante organización ciudadana, impidieron el contrapoder civil necesario para tomar las riendas de nuestro destino desde la praxis política y gubernamental. Así transcurrió ese tiempo, marcado por grandes movilizaciones sociales que lucharon por reivindicar derechos laborales, pero fueron incapaces de organizarse convenientemente para ganar las elecciones municipales [por ejemplo] y expectorar a las mafias enquistadas en su seno, aportando en lo que hubiese constituido una decisiva transformación hacia el futuro.
Del Chimbote de esos años mucho se habla y romantiza, pero no se reflexiona; mucho menos se ejerce la autocrítica. La muerte del mar es nuestra mayor derrota, junto al haber dejado pasar la historia y sus grandes oportunidades de desarrollo delante de nuestros ojos. Así, nos reducimos a ser una especie de puente para que entren y salgan los saqueadores de riquezas, quienes en múltiples casos reclutaron a un puñado de lacayos y ejércitos de mano de obra barata y sin derechos, a quienes explotaron hasta cuando más les convenía.
La ciudad que yo recuerdo y reconozco no es la que las mayorías atesoran; es más bien un cuadro impresionista poblado de manchas y colores apenas perceptibles, vestigios de una urbe abandonada y arruinada que se ha ido fragmentando y disolviendo [aún más] con el paso de los años. La luz, el color y la atmósfera del Chimbote contemporáneo también transmiten esa realidad subjetiva y emocional a la que me refiero. El caos, afectado por la luz natural y los colores en diferentes momentos del día, aparece como pinceladas sueltas o especie de manchas grises si caminamos por la deprimente avenida Gálvez, por los barrios miserables del distrito del sur o por cualquiera de las inmundas y destruidas arterias de la ciudad. Frente al mar de La Caleta, los reflejos del sol en el océano y la atmósfera etérea de la procesión marítima de San Pedrito, generan una sensación de fugacidad respecto a la ensombrecida realidad que nos toca y que domina el futuro.
Somos una ciudad sin alma y sin ciudadanía, sin dimensión pública ni expresión de una vida colectiva decente; una especie de urbe fantasmal en la que sus habitantes sobreviven evocando "tiempos mejores", quizá los de la indefinida trama social donde el trabajo precario, la corrupción y la criminalidad se normalizaron, donde la contaminación de la bahía y la existencia de seudopartidos políticos no le generó indignación a nadie, donde las viviendas frágiles [como la existencia de la gente en los arenales], los hombres y mujeres al borde [de fallidas esperanzas y confirmada militancia apolítica], sea lo que nos define y caracteriza. Una ciudad late a partir de su corazón, de donde se concentran los flujos e ideas de sus hijos, de la memoria colectiva y de una historia escrita al margen del poder hegemónico.
Yo te quiero, Chimbote, con tus problemas y posibilidades. Lo hago desde hace mucho, tras haberme adentrado en tu proceso histórico, en tu realidad política y cultural, tras haberme involucrado en tu evolución y en tus luchas de distintas formas, quizá no necesariamente comprendidas. Estas líneas no buscan sino alentar el debate público inexistente alrededor del tránsito de un puerto convulso hacia una sociedad más justa. Cuando la población despierte para tomar las calles y constituya una fuerza social que le haga frente al poder político-institucional y al poder económico, recién seremos plenamente ciudadanos. Para ello es necesario construir una base comunitaria fuerte, educada y decidida; esa es la gran utopía contemporánea en el puerto, el reto hacia el cual debemos avanzar los chimbotanos y chimbotanas libres de este tiempo aparentemente perdido, no necesariamente luchado ni afrontado como debería ser; ese es el horizonte hacia el cual quizá nunca llegaremos, pero en cuyo camino se enriquecerá nuestro espíritu, nuestras existencia.
*Escritor y gestor cultural
[Foto de portada: Andina]
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