La vida de los indígenas en América Latina y el Caribe (ALC) es un cúmulo de contradicciones: fueron sus primeros habitantes, son los guardianes de las selvas y los páramos y de la inmensa biodiversidad que albergan, poseen la sabiduría de sus ancestros y dan sobradas lecciones de coraje, liderazgo y persistencia para defender lo que les pertenece o para mostrarnos el valor de los mayores. Sin embargo, esos 60 millones de individuos que conforman los 826 pueblos originarios de la región están asediados por la pobreza, la malnutrición, las enfermedades, el empleo informal, la discriminación y la invasión de sus territorios.
Esa mirada despectiva, esa concepción del indígena como un ser inferior, un bárbaro, un salvaje, ha estado presente en ALC desde la llegada de los conquistadores a Abya Yala (América para distintas etnias) en 1492. Si bien ya no existen instituciones como la encomienda y la mita, una forma abierta y descarada de esclavitud, en muchos lugares persisten el despojo de tierras para ampliar las fronteras agrícolas y ganaderas, el desconocimiento de su autonomía y derecho al autogobierno, además de las violaciones recurrentes de sus otros derechos.
Con la llegada del coronavirus a comienzos de 2020, esos males enquistados en el continente han tomado fuerza sobre todo entre los grupos minoritarios, de los que forman parte los indígenas, por constituir un terreno fértil para la propagación del virus debido a su vulnerabilidad. Pero también ha sido la oportunidad para sacar a relucir las fortalezas de su accionar colectivo y desde sus instituciones y formas de gobierno han llenado los vacíos que dejan los Estados por su insuficiente o nula gestión. A pesar de las restricciones a la movilidad, no se han quedado quietos porque, como dice Andrés Tapia, dirigente de comunicación de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confeniae), “esperar del Estado prácticamente es esperar la muerte”.
Es así como durante este año largo de pandemia, para alcanzar ese propósito de autogestión han organizado cercos sanitarios para controlar sus fronteras y prevenir el contagio; han recopilado, adaptado a su contexto y divulgado información en lenguas originarias e incluso se han aliado para combatir las mentiras con mensajes emitidos en radioemisoras regionales; han atacado la inseguridad alimentaria con la siembra de huertas caseras con semillas nativas y acciones solidarias para compartir alimentos o intercambiarlos mediante trueque; han dado la pelea por preservar la educación intercultural bilingüe, aunque eso exija un esfuerzo extra de los maestros, y han recuperado sus saberes ancestrales, el conocimiento de las plantas medicinales y sagradas para la prevención y el tratamiento de la covid-19.
En todo este accionar variopinto, ha relucido la fuerza de las mujeres, un liderazgo que en ocasiones alcanza visibilidad mediática, pero que en otras se ejerce en silencio, a partir de tareas recurrentes que, sin embargo, trascienden la cotidianidad, pues con ellas están preservando su cultura y fortaleciendo su identidad indígena.
El Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe (Filac) ha identificado más de 100 buenas prácticas o medidas adoptadas por los pueblos originarios para enfrentar la pandemia. Además de las ya descritas, resaltan la revitalización de modelos de gobernanza indígena, el fortalecimiento de su espiritualidad mediante ceremonias de sanación o para prevenir el contagio y las acciones encaminadas a enfrentar la violencia institucional y dentro de los hogares. Esto, a juicio de esa organización, es un paso significativo que muestra cómo se han apropiado del marco internacional de derechos humanos aprobado en su favor y lo han combinado con sus propias leyes de libre determinación.
La oscuridad de los datos
Los habitantes originarios representan el ocho por ciento de la población de Latinoamérica y el Caribe. Pasado poco más de un año de la llegada del coronavirus, tristemente, en la mayoría de los países ni siquiera hay cifras oficiales desagregadas de contagios o muertes, evidencia clara de la invisibilidad recurrente a la que siguen estando sometidas las distintas etnias. El grueso de los datos disponibles surge de los sistemas de monitoreo propios, pero suelen publicarse con retraso, lo que sumado a su dispersión imposibilita conocer la situación real y dificulta aún más el diseño e implementación de soluciones específicas para cada contexto, que respeten la interculturalidad. Brasil y México comenzaron a desagregarlos, aunque falta afinar los mecanismos de recolección, pues los resultados oficiales no coinciden con los de las organizaciones indígenas.
América Latina y el Caribe es la zona con mayor densidad indígena del planeta. En su territorio se registran 826 pueblos, 462 de los cuales tienen menos de 3.000 habitantes y unos 100 tienen carácter transfronterizo (habitan en al menos dos países).
La poca claridad sobre la situación no se circunscribe al manejo de las cifras de contagios y muertes. Tampoco la hay sobre el proceso de vacunación que avanza lento en muchos países de ALC y que, en general, no responde a planes específicos con enfoque étnico, lo que ha motivado pedidos a los distintos gobiernos para que los tengan en cuenta, así como reclamos por falta de equidad en el acceso.
Es así como en enero de 2021, la agencia de noticias EFE registró la denuncia de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) acerca de “las políticas discriminatorias e inequitativas en la distribución de las vacunas contra la covid-19, una pandemia que ha dejado más de 1,7 millones de casos entre los pueblos nativos”.
Según la misma noticia, José Gregorio Díaz Mirabal, coordinador general de la COICA, afirmó en rueda de prensa sobre la segunda ola de contagios que “más de 1.775.000 casos y más de 42.000 muertos hablan de la magnitud de la ineptitud y del desinterés de nuestros gobernantes”. De acuerdo con el dirigente, la distribución de la vacuna es discriminatoria, pues solo se ha aplicado en “0,0000001 por ciento, es decir nada”.
Ese mismo mes, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) denunció la ausencia de una política étnica diferencial en el plan nacional de vacunación, a pesar de que el virus ya había llegado a 72 de sus pueblos y 537.252 familias estaban en alto riesgo de contagio. Después de mencionar uno a uno los grupos poblacionales que serían vacunados en cada una de las fases previstas, los dirigentes comunitarios se quejaban porque “el Ministerio de Salud y Protección Social no ha convocado a las Autoridades y Organizaciones Indígenas para ser incluidos en dicho plan, por lo cual seremos los últimos o simplemente excluidos, dado que el 79 por ciento de la población indígena en Colombia se encuentra en zonas rurales e inclusive en los territorios más lejanos del país, y según palabras del ministro de Salud, Fernando Ruiz, ‘para zonas rurales es necesario y fundamental tener otros tipos de vacuna que no requieran ultracongelación, solamente refrigeración, así como operativos mucho más simples y sencillos de transporte, distribución y aplicación’”.
El trueque de alimentos entre los pueblos indígenas ha sido una de las estrategias utilizadas para combatir el hambre. En las imágenes, productos intercambiados entre habitantes de la sierra y el Amazonas ecuatoriano.
Dos meses después, en marzo, el Ministerio de Salud de Colombia presentó el plan nacional de vacunación a la Mesa Permanente de Concertación Indígena, según el cual en la fase II se incluye a médicos tradicionales, sabedores ancestrales y promotores de salud por cuenta propia, y en la fase III a los integrantes de la guardia indígena y cimarrona. En esa reunión, el ministro de Salud explicó que se procuraría que a las poblaciones indígenas se despacharan vacunas de una sola dosis y que su llegada al país estaba prevista para mayo.
En ese mismo país y también en marzo, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) informó la decisión de 127 autoridades de 10 pueblos de no acoger el plan oficial porque la efectividad de las vacunas no está 100 por ciento probada y porque el Gobierno no adelantó con ellos una consulta previa. Dijo, sin embargo, que cada individuo es libre de decidir si se aplica la vacuna.
El miedo y la desinformación también llegaron a México donde solo 20 integrantes del pueblo comcaac, en el estado de Sonora, se registraron para recibir la vacuna en febrero pasado y únicamente acudieron 10, según reportó la iniciativa periodística Proyecto Puente. Omar Casanova, uno de los nativos que conforman el equipo de promotores de salud, le dijo a ese medio: “Yéndome más atrás en los años y en los siglos, la comunidad comcaac siempre ha tenido miedo a los cambios” y añadió: “Creo que en esta ocasión fue lo mismo, aparte no hubo mucha información y obviamente decidieron que no y pues no podemos obligarlos, aunque la vacuna pudiera beneficiarlos de buena manera”.
En contraste, un caso que llama la atención en ese país es el de 15 habitantes del municipio zapoteca de Unión Hidalgo, en Oaxaca, que ganaron un amparo para que les apliquen la vacuna contra la covid-19, en una acción promovida por uno de sus integrantes, el abogado Edward Martín Regalado. Aunque el dictamen del juez federal no fijó una fecha exacta para cumplir con el mandato, su impulsor señala que la acción sienta el precedente de que la vacuna es un derecho y dejar por fuera a las comunidades indígenas es discriminatorio. Incluso vaticina que seguramente se promoverán más amparos porque en la localidad hay muchas personas mayores desprotegidas.
En América Latina y el Caribe viven cerca de 60 millones de personas originarias, alrededor del 8 por ciento de la población total, y aún no hay cifras oficiales ni exactas de cuántas de ellas se han contagiado ni cuántas fallecieron. Al 12 de abril de 2021 la Red Eclesial Panamazónica contabilizaba 2.593.269 contagios y 67.318 fallecimientos solo en esta macrorregión (Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, Guayana Francesa, Brasil, Bolivia y Perú).
Aunque en México varias comunidades indígenas han sido vacunadas, persisten barreras tecnológicas y de comunicación. Según el diario El Universal, esto ocurre porque, por ejemplo, se les pide un registro previo virtual, pero carecen de conectividad, de equipos o de conocimiento para cumplir el requisito, sobre todo los ancianos.
Otros países no tienen planes con enfoque étnico, aunque sí están vacunando, pero con retrasos. En Guatemala, el proceso avanza con lentitud y a mediados de abril ni siquiera había concluido la fase I, que comprende al personal de la primera línea de atención (médicos, bomberos y policías, entre otros). Algo similar ha ocurrido en Bolivia, donde en la misma fecha apenas estaba previsto empezar a vacunar a los mayores de 80 años, pero escaseaban las vacunas.
Los ejemplos anteriores ratifican lo consignado por la Plataforma Indígena Regional frente a la covid-19 acerca de que las políticas de cada país para enfrentar el coronavirus han sido muy diferentes e incluso contradictorias “y en ningún caso comunes”, a pesar de que la pandemia es un asunto global. De ahí que recomiende que haya políticas específicas para estos pueblos y que en los equipos diseñadores se incorpore a sus autoridades y organizaciones que los representan.
Mientras eso ocurre, los índices de contagio dentro de las comunidades originarias están creciendo, aunque es difícil cuantificarlos por el ya referido problema de la ausencia de cifras desagregadas con enfoque étnico. Como bien lo dijo José Gregorio Díaz Mirabal, de la COICA, en la rueda de prensa mencionada antes, "el avance de la nueva ola de la covid-19, ahora exacerbada por la aparición de la variante brasileña, afecta a los más vulnerables, y desnuda las tragedias que afectan a nuestros pueblos: la desigualdad social, la pobreza, la marginación y la ausencia de los estados nacionales".
El caso más sonoro y diciente es el de Manaos, un territorio brasileño con población mayoritariamente indígena, que ejemplifica el caos ocasionado por el mal manejo de la emergencia, el colapso de los servicios sanitarios y la tragedia de ver morir asfixiados a los enfermos en el denominado pulmón del mundo. En mayo de 2020, en esa ciudad de dos millones de habitantes, capital del estado Amazonas, se hicieron recurrentes los clamores de ayuda, al tiempo que la población cavaba fosas comunes para enterrar a los muertos. En enero de 2021, los hospitales se quedaron sin oxígeno y comenzó una carrera contra el reloj para trasladar a los paciente estables a otros estados o para conseguir una botella de oxígeno a precios exorbitantes. De acuerdo con una noticia publicada por el diario El País a comienzos del año, la demanda de oxígeno aumentó 160 por ciento con respecto a abril y mayo de 2020, cuando se produjo el primer pico de la pandemia. A su vez, la BBC reportó que el gobierno del Amazonas calculaba que para atender las necesidades de los centros hospitalarios públicos y privados se requerían 76.500 metros cúbicos diarios, pero los tres proveedores de la región solo podían entregar 28.200.
La expectativa de vida de los indígenas es 20 años menor que la del resto de las personas, reporta el Banco Mundial.
Lo que sucede en Brasil no es aislado. El Grupo de Trabajo Socioambiental Wataniba y la Organización Regional de Pueblos Indígenas del Amazonas señalan en el boletín número 21 que “desde la semana del 22 de febrero, Venezuela y la Amazonía nacional experimentan un aumento en la velocidad de transmisión del virus”. También reiteran que aunque la propagación se agrava por la fragilidad del sistema de salud, es difícil estimar la incidencia en los pueblos indígenas “debido a la falta de estadísticas oficiales, desconocimiento sobre el número de pruebas rápidas (PDR) y confirmatorias (PCR) que se han aplicado, así como el seguimiento que se ha realizado”. Agregan que desde el 9 de marzo, el país reconoce la presencia de la variante P2 o cepa brasileña, por lo cual se anticipa mayor velocidad de contagio.
Factores de vulnerabilidad
El incremento de la vulnerabilidad durante la pandemia obedece a factores de riesgo sociales, económicos e institucionales. Los sociales se relacionan con acceso limitado a servicios básicos (salud, agua, saneamiento), inseguridad alimentaria nutricional, prevalencia de enfermedades crónicas (diabetes, hipertensión arterial) y contagiosas (zika, dengue, sarampión, chagas, tuberculosis, tosferina) e incluso con barreras lingüísticas.
Los económicos tienen que ver con la pobreza y las pocas oportunidades laborales, el irrespeto y la violación de sus tierras y el aumento de actividades extractivas que no solo merman la biodiversidad, sino que alteran la vida de las comunidades. El informe "Pueblos indígenas" del Banco Mundial —actualizado en octubre de 2020— reseña que en el planeta hay 476 millones de indígenas y aunque solo son el 6 por ciento del total de la población mundial, 15 por ciento de ellos viven en pobreza extrema. En ALC la pobreza alcanza 14 por ciento y la pobreza extrema llega a 17 por ciento. En 2015, este organismo multilateral señalaba que la probabilidad de que los pueblos originarios vivan en pobreza extrema es 2,7 veces mayor que la de los no indígenas y agregaba cifras particulares para reforzar la gravedad de la situación: en Ecuador la posibilidad de que un hogar sea pobre aumenta 13 por ciento si el jefe de familia pertenece a un pueblo indígena, sin importar su nivel educativo, género, lugar de residencia (urbano/rural) o cantidad de personas a su cargo. En Bolivia sube 11 por ciento y en México 9 por ciento.
En comparación con otros latinoamericanos, el acceso de los indígenas a servicios de saneamiento es 18 por ciento menor y el acceso a electricidad es inferior en 15 por ciento, según el Banco Mundial.
Myrna Cunningham, directora del consejo directivo del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe (Filac), señala que a lo largo del confinamiento se ha hecho evidente que en la mayoría de los países hubo un doble estándar para las medidas adoptadas. Así, el confinamiento se decretó para la población en general, pero no para las empresas, lo que se tradujo en un incremento en concesiones mineras y forestales y en la apertura de caminos en zonas indígenas. “Se aprovechó el confinamiento para avanzar en el modelo extractivista y en ocupar territorios indígenas por los Estados, pero también por el narcotráfico. Por el confinamiento autoimpuesto por las mismas comunidades indígenas, este último comenzó a matarlos para reabrir las rutas”.
Los factores de riesgo institucionales se derivan de la falta de recursos y capacidad de decisión de las entidades públicas para proveer servicios de salud y servicios básicos teniendo en cuenta la interculturalidad. Un ejemplo claro es lo que sucede en las zonas transfronterizas donde los sistemas de salud son muy distintos de un país a otro y las autoridades administrativas no se han puesto de acuerdo para expedir medidas bilaterales que garanticen atención igualitaria a los indígenas de ambos lados.
Pese a que no está en sus manos eliminar muchas de las causantes de estas vulnerabilidades, estos pueblos se empeñan en la defensa del paradigma del buen vivir, según el cual el bienestar es el resultado de la relación entre lo individual (armonía con uno mismo), lo social (armonía con los demás) y lo ecológico (armonía con el entorno natural). En el fondo, se trata de retornar a lo básico, a su esencia originaria y a la sabiduría de los ancianos.
En el contexto de la pandemia esta receta prescribe preservar la vida y tratar a los contagiados, construir lazos de solidaridad y apoyo mutuo y potenciar la capacidad de sus territorios para cultivar alimentos y plantas medicinales que les ayuden a enfrentar el hambre y a prevenir o recuperarse del contagio. Esa es, justamente, la fórmula que vienen utilizando los pueblos originarios para sobreponerse al coronavirus y suplir las no pocas gestiones deficientes de los Estados.
Su lucha no es coyuntural. Como dice Myrna Cunningham, “en esta pandemia nos hemos dado cuenta de que no solo tenemos que entender a los que están en los grupos de poder, sino que debemos educarlos y tender puentes de conocimiento mutuo. No podemos utilizar el argumento del confinamiento o de la emergencia sanitaria para bajar la guardia frente a los factores estructurales que están afectando a los pueblos indígenas. No queremos que otros hablen por nosotros, y eso significa continuar desarrollando nuestras capacidades de forma articulada y estar en los lugares donde se toman decisiones sobre nosotros, porque si no estamos en la mesa, somos el menú”.
Artículo publicado en Saberes ancestrales contra la COVID-19, trabajo periodístico colectivo de CONNECTAS con el apoyo de la Konrad Adenauer Stiftung - Programa de Participación Política Indígena (KAS-PPI) en el que participó nuestro editor general, Alberto Ñiquen.