Escriben: Virginia Zavala, Luis Andrade y Claudia Almeida  


El reciente proceso electoral ha estado marcado por descalificaciones referidas a cómo ciertos candidatos usan el lenguaje. Un sector ha señalado, por ejemplo, que Pedro Castillo no sabe hablar y que no se le entiende. En las redes sociales también han proliferado los insultos: se le ha dicho “motoso”, “burro”, “ignorante”, “alfabestia” y otros calificativos denigrantes. Al usar la palabra “festejación” en una entrevista televisiva, la esposa del presidente electo, Lilia Paredes, ha sufrido ataques similares. Estos casos, nada aislados, forman parte de una constante dinámica de discriminación y racialización lingüística que ha atravesado nuestra historia republicana y que todos los peruanos deberíamos comprender mejor.

Desde el lado más conservador, se suele señalar que Castillo, Paredes y otros personajes políticos hablan mal el castellano, y que su manera de hacerlo revelaría su “ignorancia”. Esta es una posición que claramente reproduce la lógica del racismo. Sin embargo, y felizmente, hay mucha gente que no está de acuerdo con lo anterior y denuncia que estamos ante casos de discriminación lingüística. Desde este lado, se intentan explicar las razones que estarían detrás de esos usos, aludiendo a la presencia de interferencias lingüísticas que podrían provenir de lenguas originarias o explicando que se trata de voces propias de variedades regionales del castellano. Asimismo, algunos especialistas se encargan de defender las formas no estándares del castellano desde un punto de vista gramatical, mostrando que se trata de construcciones bien formadas y citando a la RAE para darles más autoridad a sus argumentos.

Hay que notar, sin embargo, que ambos tipos de respuesta tienen en común el hecho de que ponen todo el peso del problema en el hablante discriminado, sea para denigrarlo por su supuesta ignorancia o para legitimar sus usos explicándolos a la sociedad. Aunque no lo parezca, ambas posiciones tienen en común la idea de que el hablante es la fuente de la discriminación (y de que se lo discrimina “por cómo habla”). Por lo tanto, un corolario de la postura conservadora es que el hablante debe “corregirse” para adecuarse a una norma dominante con prestigio para así ya no ser discriminado. Una consecuencia de la otra postura es que la sociedad debe habituarse a ser tolerante con los usos distintos de la norma sin catalogarlos de errores de buenas a primeras.

Pensamos que la segunda mirada presenta también una visión parcial del asunto y, en esa medida, puede terminar siendo funcional a la agenda de los sectores más conservadores del país. Aunque se trata de una tarea especializada e importante, la explicación no pasa solo por entender que el hablante racializado está usando un español legítimo, sino también, y tal vez principalmente, por preguntarse por qué el oyente escucha al hablante como una persona lingüísticamente deficiente. ¿Por qué destaca algunos aspectos de su habla y silencia otros, o hasta los inventa en muchos casos? Digamos, entonces, que es importante voltear la mirada de manera más precisa hacia los sujetos oyentes, sobre todo hacia quienes escuchan desde una posición de privilegio.

Hay que subrayar que los oyentes no escuchan a los hablantes de una forma transparente, sino a través de un velo ideológico que siempre está influido por la posición de estos hablantes en la estructura racial de la sociedad. El lenguaje siempre se escucha y se evalúa desde los cuerpos que lo emiten, y no como una estructura aislada del contexto social. ¿Por qué el castellano de Pedro Pablo Kuczynski no se escucha como un “mal” castellano, pero sí el de Pedro Castillo? ¿Por qué ha llamado tanto la atención el uso de “festejación” por parte de Lilia Paredes, pero no (aunque en tono lúdico) el de “libertad de mentiración” por el presidente Sagasti? ¿Por qué se piensa que tanto Pedro Castillo como Lilia Paredes hablan el quechua cuando eso no es verdad? ¿Por qué se señala, con tanta insistencia, que Castillo “no sabe hablar”? ¿Por qué se le dice “motoso” si él no habla una lengua originaria y su discurso, en ningún caso, presenta fluctuación de vocales (tal como se suele entender el motoseo)? La respuesta que proponemos es que, en realidad, se está escuchando a estas personas desde un velo racializador, que asume que son “indios” o “cholos” y que, en tanto “indios” o “cholos”, hablan mal el español (y, además, necesariamente hablan quechua), más allá de cómo se expresan y de cuál haya sido su biografía lingüística.

Todo esto se vincula con el fenómeno de la colonialidad del lenguaje y el hecho de que el Otro racializado se concibe, por naturaleza, como incapaz de expresividad racional. Los estudios decoloniales en Latinoamérica han señalado que a los sujetos colonizados se los percibe como seres sin lenguaje en sentido humano pleno o, en términos de Veronelli, como “comunicadores simples”. Se trata de un vínculo entre la deshumanización histórica de las poblaciones racializadas y el desprecio por sus lenguajes como manifestación de un “ser” supuestamente inferior. Sabemos, sin embargo, que las formas despectivas sobre el habla de los sujetos racializados reproducen la fantasía colonial e, insistimos, no reflejan solo lo que produce el sujeto hablante (y, en ocasiones, nada de ello en absoluto), sino también, y tal vez principalmente, la percepción del sujeto que escucha. Homi Bhabha ha sostenido que se denigra al Otro para constituirse uno mismo como un sujeto racional unificado.

Si nos centramos exclusivamente en analizar cómo usan el lenguaje los sujetos racializados, perdemos el norte para explicar cómo funciona realmente la discriminación lingüística. Nosotros sugerimos colocar el foco de atención en el sujeto discriminador, sobre la base de preguntas como las siguientes: ¿Qué tensiones está expresando esta súbita tendencia a encontrar “fallas” lingüísticas en personajes racializados del espectro político peruano? ¿Cuáles son las angustias, temores y ansiedades que está expresando el sujeto discriminador en nuestro país? Sabemos, por diversos estudios sociolingüísticos, que en momentos clave de la historia de las sociedades emergen discursos higienistas con el objetivo de ejercer poder sobre ciertos otros. En el Perú, la emergencia de estos discursos se puede interpretar como parte de una lucha para reubicar a los sujetos racializados “en su lugar”, en el marco de una sociedad que en gran medida sigue siendo colonial pero que ha visto el logro de recientes conquistas democráticas desde la subalternidad.

No tomar en serio la voz del grupo de políticos cuya voz se racializa no solo tiene las consecuencias de discriminación que hemos señalado. Tiene, también, como efecto adicional, que se deja en segundo plano la discusión seria de sus propuestas de acción, con todos sus posibles aciertos y vacíos, incluidos los riesgos de afectación de derechos que sus planteamientos acarrean para distintos sectores históricamente excluidos, como las mujeres, los pueblos indígenas y los grupos LGTBIQ+.

Nos encontramos ante una oportunidad importante para repensar nuestras concepciones sobre la discriminación lingüística en un momento crucial para el proyecto nacional como es la festejación del bicentenario. De hecho, el lenguaje constituye una instancia fundamental para nombrar identidades subalternas, para construir discursos denigrantes sobre los otros y para racializar las maneras de hablar de ciertos grupos sociales. A doscientos años de la independencia, todos los estudiantes del Perú deberían comprender que no es posible hablar de diversidad lingüística sin abordar el ejercicio histórico del poder, así como las desigualdades políticas y económicas entre distintos sectores de la sociedad.


En portada:

Festejación / Pancho Guerragarcia / Acuarela/hoja de revista 'la ilustración Española y americana' 1921.


Virginia Zavala y Luis Andrade son lingüistas de la PUCP; Claudia Almeida, lingüista de la UNMSM.