Escribe: María Rosa Salas


Corrían los años sesenta y en ese entonces el director de la Casa de la Cultura era José Miguel Oviedo. Nos había invitado a concurrir a un espectáculo de luces y sonido en el recién inaugurado Museo de Puruchuco ubicado en la carretera central (lo que ahora es Ate Vitarte).

La Casa de la Cultura había invitado a intelectuales y artistas entre los cuales estaban los colaboradores de la revista Amaru, dirigida por Emilio Adolfo Westphalen, Abelardo Oquendo, Blanca Varela, Gody Szyszlo, Cartucho Miró Quesada y muchos otros.

Me alejé de mi grupo (los practicantes de la revista Amaru) y me acerqué a Blanca Varela, ella siempre había sido amable, comunicativa y cálida conmigo. El espectáculo fue impresionante. Se fueron iluminando uno a uno los distintos espacios de la edificación, y a la vez los sonidos instrumentales y vocales acompañaban la iluminación con intensidades distintas, mostrando innumerables características de los espacio del edificio. Estas manipulaciones sonoras y lumínicas transformaban los lugares del monumento arqueológico recientemente reconstruido, en formas inauditas. Los invitados estaban agitados, algunos comentaban que habían visto algo similar en Francia, esperaban que el contenido de este evento fuera mejor, se rumoreaba que los técnicos de luces y sonido habían sido traídos por la Cooperación Cultural Francesa. Todo era muy vanguardista.

Miré a lo lejos y divisé a José María, me acerqué a saludarlo y de improviso me dijo: –¡Fíjate tú, que eres música!! ¿Te interesaría ver y oír algo que pasa al otro lado de estos cerros? …en Cieneguilla! Allí hay muchos monumentos arqueológicos que todavía no han sido tocados, están todavía en buen estado!–, dijo, contento. –Quiero tu opinión sobre lo que pasa por allí–.

Desde que nos habíamos encontrado en el evento de Puruchuco, José María no había dejado de hablarme de Huaycán de Cieneguilla y de las varias ruinas que estaban en ambos lados del río… ¡Todas enteritas! ¡Está cerquita!!….¡¡anímate!!.¡¡¡¡¡Vamos a oír música!!!!

Días después me lo encontré en la Peña Pancho Fierro, quedaba cerca del Conservatorio. Finalmente acordamos visitar las ruinas, quedamos en encontrarnos la semana siguiente, a las 9 am, en el Museo de la Cultura de Alfonso Ugarte.

Y así fue. Salimos de Lima en su VW verde oscuro que él mismo manejaba. El día estaba algo frio y nublado, el aire olía a humedad, pero José ni se preocupó. Dijo con voz categórica –¡Habrá buen clima en Cieneguilla, es como Chaclacayo!–.

Yo, ni noticia de Cieneguilla, ante esa laguna en mis conocimientos geográficos sobre Lima, me concentré en reconocer la ruta desconocida. Bastó con salir del Centro de Lima y se acabó el asfaltado, entramos a una trocha llena de huecos. El VW y su chofer demostraron cierta pericia al volante, pero era saludable fijarse bien en los rigores de la vía, porque seguro que se bajaba una llanta en ese accidentado camino.

Ya me veía ayudando a cambiar llantas. Pasó mi aprehensión, encontré que el camino se volvía bonito, nos adentrarnos en la trocha, los árboles de eucalipto eran como barandas ubicadas a los lados del camino, se sentía el aroma de las hojas. Decididamente había cambiado el clima, se empezó a sentir calor y también a respirar mejor, definitivamente estábamos en clima seco.

Nos tomó bastante tiempo llegar hasta el lugar, que José consideró el adecuado para empezar a ubicar nuestro objetivo. La angosta carretera estaba en mal estado. En realidad, era una trocha polvorienta. Pero José estaba muy entusiasmado, no dejaba de hablar, contaba cómo había llegado hasta Cieneguilla siguiendo el camino que las antiguas deidades andinas, como Pariacaca llegaba desde Huarochirí hasta el mar. José quería comparar los datos toponímicos del manuscrito con los lugares actuales.

De pronto miró con intensidad, como oteando: ¡Bajemos del carro, ahora a subir al cerro para ver cómo están las ruinas! ¡Hay recintos con pescaditos de barro como frisos ornamentales en los dinteles de las puertas, quizás habrá sido un adoratorio! Eso lo dirán los arqueólogos.

La Huaca estaba en muy mal estado, muy sucia y descuidada, nada que ver con Puruchuco. Restos de cáscaras de naranja, papel periódico tirado en todas partes. Pero José estaba feliz. Quería mostrarme algo más que los restos arqueológicos. Entramos al recinto, yo miraba bien donde ponía el pie, se me ocurrió que había arañas o escorpiones.

Me mostró unos recintos pequeños, allí estaban los dinteles adornados con frisos de pescaditos de barro. Llegamos hasta el final de la construcción. Yo estaba tensa, sentía calor, mucho bochorno y me había olvidado de llevar una botella de agua. Estaba cansada, pero él estaba empeñado en mostrarme un misterioso fenómeno.

–Esperemos un ratito, quiero que escuches algo que sucede después del mediodía–.

Nos dirigimos hasta el final del recinto, llegamos a un patio en medio del cual se encontraba una gran piedra pulida, oscura y plana; en cuya superficie los constructores habían labrado dos agujeros redondos. José me dijo: “Cuando las noches son despejadas, ellos echaban agua sobre la piedra hasta hacer rebozar los agujeros. En esos dos espejos de agua, se reflejan las estrellas, ellas les decían cómo iban a ser las cosechas ese año”. Guardó silencio y me contó con voz seria que estaba haciendo la traducción del quechua al castellano de unos papeles de un cura español, de la doctrina de Huarochirí, cura de San Damián. Francisco de Ávila había sido su nombre, Este hombre había hecho escribir en quechua a sus ayudantes indígenas toda la historia de la provincia. Era la historia de las idolatrías de los indios de Huarochirí, durante los primeros años de su mandato como cura de San Damián. Ese hombre con esos papeles escritos en quechua pudo obtener el permiso del arzobispo de Lima para deshacer todos los ídolos de la provincia y rescatar las ofrendas de oro y plata, también los tejidos, la ropa de los tambos donde los curacas guardaban lo necesario para cuando hubiere escasez.

El cura se volvió rico, su fama fue tan grande que hasta lo llamaban desde Argentina, desde Bolivia para que vaya a destruir a los ídolos y tomar el rescate.

En los manuscritos que estaba traduciendo al castellano se nombraban muchos lugares de la provincia de Huarochirí, los cuales todavía existen hasta ahora. Las rutas de Pariacaca, Huatyacuri, Tutayquiri, Cavillaca, rutas que tomaban las deidades para llegar desde Huarochiri hasta el mar. Todas pasaban por Cieneguilla.

Mira, mira. ¡Oye! Poco a poco empezó a soplar el viento, y con él se iniciaron unos sonidos muy peculiares. Me dijo: –“Es la música de la gran antara del viento y los cerros”–.

Efectivamente, caminamos hacia el final de la construcción, en el horizonte se podía ver una especie de cañón zigzagueante formado por las laderas de los cerros, cuyas paredes habían sido labradas por el viento que se abría paso desde el horizonte, hasta la espalda del recinto en Cieneguilla. El viento al pasar por esas formas zigzagueante de tierra y lajas endurecidas producía un sonido lúgubre y profundo, luego cambiaba de tono y se escuchaban sonidos agudos y dulces. Esos sonidos eran semejantes a una gran antara, sonaban festejantes y a la vez serios, pensé contagiada por el entusiasmo de José: “Seguro que señalaban la hora de los rituales para los que antes habitaban esta huaca”.

Nos quedamos largo rato escuchando las melodías del viento. José se había tomado el trabajo de enseñarme a escuchar una nueva forma de música: el paisaje sonoro de la huaca de Huaycán de Cieneguilla.

Regresamos a Lima en silencio. Yo no supe qué decir.

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Cuando regresé de Inglaterra, después de terminar mis estudios en música y canto, un día me fui al centro de Lima y tuve un encuentro intempestivo.

En la esquina de Camaná con Ocoña, alguien salió corriendo del Café Francés y casi me atropella. Era José María. Fue un viernes de noviembre de1969, todo apurado, me invitó a almorzar en su casa en Chaclacayo para el día siguiente. –Tenemos que conversar–. El sábado llegué a Chaclacayo temprano, llevé a mi hijo Diego, conversamos, almorzamos. Luego nos pasamos toda la tarde, cantando. En algún momento sacó su grabadora de campo, la encendió y me enseñó a cantar en quechua todas las canciones que se acordaba de su juventud. Todo quedó registrado en el casete que me regaló. “Apréndelas y cántalas en todas las reuniones que te inviten. ¿Recuerdas cómo hacía yo cuando llevaba a los danzantes de tijeras a las reuniones en casa de Gody Szyszlo? ¡Haz valer esta música, aunque sea a codazos!”.

Y así lo he hecho, amigo, maestro.


* Investigadora especializada en antropología de la música.