Escribe: Carolina Rodríguez Alzza, lingüista y antropóloga, docente del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Perú.
La COVID-19 ha silenciado finalmente las voces de muchos hablantes de lenguas indígenas. Ellos resistieron durante décadas contra la discriminación frente a las lenguas dominantes que ejercían su poder en distintos espacios. Enfrentaron desde muy niños las prohibiciones de profesores que, en las escuelas, los castigaban por hablar sus lenguas. Sortearon con astucia, en el propio seno familiar, las negativas que recibieron cuando intentaron usar su lengua para dialogar con sus parientes. Resistir con la memoria inquebrantable los convirtió en los últimos guardianes de sus lenguas.
Sin embargo, ellos se despidieron en silencio en medio del desconcierto que traen consigo los síntomas asociados al nuevo coronavirus y la falta de tamizajes a tiempo en las áreas donde vivían. A pesar de sus contribuciones a la preservación de sus lenguas, el Estado una vez más mostró su desidia frente a ellos. No obstante, no voy a hablar de las políticas lingüísticas del Perú que han quedado a las sombras de la pandemia, sino de cómo algunas personas hicieron valer su derecho a hablar sus lenguas, a difundirlas y a legarlas a sus parientes. Este es así un homenaje a los guardianes de las lenguas indígenas, pero más específicamente a las guardianas, es decir a esas mujeres sabias de la Amazonía que dieron vida a sus lenguas y las revitalizaron cuando fue necesario.
Antes de partir, Ilda Ahuanari (79) vio a la lengua Kukama levantarse, como tanto ella quería. Esto seguirá siendo el resultado de los esfuerzos de ancianos que como ella generaron una revolución al hablar en Kukama en la Radio Ucamara de Nauta (Loreto). A pesar de que continuaron siendo asediados debido a su identidad étnica y su lengua, como ocurría desde siglos atrás, a Ilda no le importó más porque el nombre del programa que concurría estaba haciéndose realidad: Kukamakana Katupi ‘los Kukama aparecen’. Ilda también cambió su propia historia y la de su pueblo siendo una profesora diferente a los que ella misma tuvo de niña. Ella enseñaba Kukama y festejaba junto a los niños que aprendían su lengua originaria en la Escuela Ikuari.
Amelia Huanaquiri (89) también atesoró durante toda su vida la lengua Omagua. A pesar de que tuvo que aprender castellano para vivir en centros urbanos, asistir a la escuela y conformar una familia en medio de tantos cambios, la siguió recordando. Por eso, cuando le preguntaron si podía enseñar Omagua, reunió alrededor de sus palabras a sus parientes y a investigadores. En San Joaquín de Omaguas (Loreto), todos escucharon con emoción la lengua que se consideraba casi extinta y que fue la misma que oyó la expedición europea que navegó por primera vez el río Amazonas en 1542. Amelia compartió sus historias haciendo posible el registro de su lengua, para la cual se creó un alfabeto y otros materiales, como un diccionario. Hoy unos niños cantan en Youtube a viva voz “soy Omagua” y que con amor recuperarán su lengua.
Aunque la COVID-19 se ha llevado la vida de grandes guardianas, en otros lugares, otros guardianes de las lenguas indígenas han continuado intactos. Su resistencia frente a esta pandemia nos recuerda que ellos han enfrentado muchos otros episodios de violencia y de enfermedad a lo largo de su historia. A pesar de que actualmente sus pueblos estén conformados por pocas personas y que el número de hablantes sea mucho menor al que tenían cuando eran niños, son ellos quienes continuarán siendo los rostros más vitales del futuro de sus lenguas. Este es el caso de los pueblos indígenas Chamicuro, Iñapari, Iskonawa, Omagua, Resígaro y Taushiro. De manera especial, tomo este espacio para hacer un pequeño homenaje a Pibi Awin, mi maestra iskonawa, quien ha mostrado una vez más que la fortaleza de su palabra y su cuerpo son el centro vital del pueblo.
El inicio de la Emergencia Sanitaria encontró a Pibi Awin (81), sabia del pueblo iskonawa, en la ciudad de Pucallpa. La COVID-19 trajo de nuevo a su memoria las fatídicas escenas epidemiológicas que enfrentaron los iskonawa hace no muchas décadas atrás cuando rompieron el aislamiento que los protegía de las enfermedades de los mestizos. Por eso, prefirió retornar a la comunidad que habita en la cuenca del río Callería (Ucayali). Sin embargo, el virus no tardó en llegar a Callería y la atacó, debilitando aún más su salud. Luego de varias semanas de tratamientos con plantas y pastillas, recuperó la fortaleza y la alegría con las que todos la conocemos.
Pibi Awin ha cuidado su lengua haciéndola resonar a su paso en ese incansable ritmo que caracteriza el andar del pueblo iskonawa. Decidió no darle cabida al castellano, a pesar de que ha vivido en centros poblados del Ucayali donde era la lengua imperante. De ese modo, aseguró las memorias de su vida y las de su pueblo, cifradas en una lengua hablada fluidamente por apenas cinco personas sobrevivientes de los tiempos anteriores al contacto con los mestizos. Ella ha sido una de las principales sabias que participaron en las iniciativas para documentar los conocimientos iskonawa, a través de una serie de estudios de la lengua, un diccionario, una recopilación de tradición oral y un repertorio de diseños. Todo esto es parte del legado que sigue transmitiendo a los jóvenes iskonawa, quienes vienen recopilando y aprendiendo con el claro propósito de revitalizar la lengua de sus abuelos. Es también parte del conocimiento que ha compartido con varios investigadores que, como yo, hemos cuidado a la distancia de su bienestar durante la pandemia esperando el momento para reencontrarla. Pibi Awin así nos ha acogido para compartirnos los conocimientos de su lengua y a través de ella para enseñarnos –como dice mi colega y amigo Luis Miguel Rojas Berscia sobre estas experiencias- a ser gente por segunda vez.
(Foto de portada: Amelia Huanaquiri / Ministerio de Educación)