Escriben: Erika Busse y Olga González ( Macales College, St Paul, Minnesota)*   


Las últimas palabras de George Floyd condensan la experiencia de opresión de la población negra en los Estados Unidos. “No puedo respirar” se escucha como un clamor que tiene resonancias históricas desde la época de la esclavitud. El método de restricción de movimiento usado por la policía como el uso de la rodilla para comprimir el cuello de Floyd nos remite al uso de la argolla de hierro sujeta al cuello de los esclavizados para impedir su posible huida. Y su “ejecución” a plena luz del día y delante de testigos también nos confronta con imágenes de linchamientos de negros como espectáculo público durante la época de la segregación racial. No es casualidad que muchos activistas y manifestantes consideren la muerte de Floyd una versión moderna de linchamiento.

La punzante frase “No puedo respirar” tendría que llevarnos a preguntar sobre las instituciones y relaciones de poder en nuestra sociedad que continúan estrangulando y asfixiando a sus ciudadanos negros. Si bien el problema es nacional, también es necesario resaltar que Minneapolis tiene una historia de segregación racial que se refleja en la geografía de la ciudad desde 1910, cuando se dieron los primeros convenios raciales para evitar que ciertas áreas de la ciudad fueran ocupadas por personas que no eran blancas. Al cabo de treinta años la ciudad se volvió tremendamente segregada limitando la presencia de personas que no eran blancas a un número reducido de vecindarios, tal como existen en la actualidad. Por otro lado, la brecha económica entre familias blancas y negras en las ciudades gemelas, como se conoce a Minneapolis y Saint Paul, es una de las más grandes cuando se compara con otras ciudades grandes en los Estados Unidos. ¡Cuán paradójico que se las describe como una de las ciudades que ofrece mejor calidad de vida en el país! Pero la realidad es que las ciudades gemelas albergan la mayor cantidad de disparidades en los Estados Unidos. 

FOto:  Olga González

Según el Censo de Población de Estados Unidos, el ingreso medio de un hogar típico negro es de US$40,258 al año, mientras que un hogar blanco es de US$68,145 al año. Esto se traduce en viviendas más precarias, inseguridad alimentaria, ausencia de seguro médico y acceso insuficiente a servicios de salud, y oportunidades desiguales de educación. El actual contexto de la pandemia del COVID-19 ha hecho más evidente estas inequidades sociales que a su vez han convertido a la población negra en una de las más vulnerables a la infección. En lo que va de la pandemia hasta el 28 de mayo, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés) estima que la porción de población negra que ha muerto por COVID-19 representa el 23% de casos reportados, cuando en términos de población total en Estados Unidos representan el 12%.

El sesgo racial también impera en el sistema de justicia. La policía tiende a ejercer una vigilancia mayor en vecindarios negros que en la de blancos, y esto deriva en el desproporcionado encarcelamiento de personas negras y sentencias de cárceles más duras. De acuerdo con el Pew Research Center, la población negra en el sistema penitenciario corresponde al 33%. La brutalidad policial que ha causado la muerte de hombres negros y mujeres negras durante los últimos diez años tampoco es un fenómeno nuevo. El uso de la fuerza indiscriminada para capturar a negros se remonta a los sistemas de patrullaje de esclavos que surgieron en el sur del país a principios de los 1700. Más adelante, a principios del siglo XIX se forman los primeros departamentos policiales, en su mayoría conformados por hombres blancos, en ciudades como Boston, Nueva York, Albany, Chicago y Filadelfia, con el propósito de controlar “las clases bajas peligrosas” que incluían tanto a la población negra como a inmigrantes pobres. Aunque en la actualidad el gobierno federal prohíbe el uso de métodos racistas para “restaurar el orden”, personas negras y otras minorías tienen una mayor posibilidad de ser asesinadas por la policía en comparación con los blancos. El índice de ciudadanos negros asesinados por la policía es más del doble comparado al de ciudadanos blancos. George Floyd, ciudadano africano-americano de 46 años de edad, es la víctima más reciente de la policía.

Foto: Erika Busse

La policía arresta** a George Floyd hacia el final del lunes 25 de mayo, día en que se celebraba a los caídos durante las varias guerras de los Estados Unidos, y que marca el inicio del verano en este lado del mundo. La denuncia de un billete de US$20 supuestamente falso con el que hace una compra constituye el motivo de su arresto. Esposado, de cara al suelo y ya inmovilizado, Floyd es sometido por un policía a 8 minutos y 46 segundos de asfixia. Indiferente a los gritos ahogados de Floyd de “por favor, no puedo respirar” y haciendo caso omiso de los transeúntes que le imploran que lo suelte, el policía sigue con su rodilla clavada contra el cuello de Floyd, incluso después de este haber perdido la conciencia. Al llegar al hospital, Floyd sería declarado muerto. El dolor, la indignación y la desmoralización por su asesinato han generado un gran conflicto social y una cadena de protestas y motines en las ciudades gemelas y en aproximadamente 40 ciudades y en el 50% de estados en todo el país. Cabe destacar que, aunque seguimos en estado de alerta por COVID-19, gente de todas las edades y de diferentes condiciones sociales y raciales han tomado las calles para protestar y rendir homenaje a George Floyd. En el presente contexto el COVID-19 no es el único problema de salud pública, pues el control policial y el racismo también son problemas de salud pública que afectan principalmente a los ciudadanos negros.

Las primeras protestas se realizaron después de que imágenes del asesinato de Floyd circularan la noche anterior en un video filmado por uno de los transeúntes testigos del incidente. Acto seguido, los cuatro policías implicados en la muerte de Floyd son despedidos por el Departamento de Policía de Minneapolis. Ante tan flagrante impunidad, las movilizaciones siguen cobrando mayor intensidad el jueves 28 de mayo, cuando un grupo de manifestantes toma el recinto al cual pertenecen los policías responsables y lo incendian. Es recién entonces que el policía que asfixia a Floyd con su rodilla es arrestado y acusado de asesinato en tercer grado y homicidio involuntario en segundo grado, lo que puede significar una pena de hasta 35 años de cárcel. Las movilizaciones continuaron puesto que los manifestantes consideran que el cargo imputado no corresponde a la gravedad del delito cometido y que además los otros tres policías que estuvieron en la escena del arresto de Floyd también deberían ser arrestados y enjuiciados.

FOTO: ERIKA BUSSE

FOTO: ERIKA BUSSE

FOTO: ERIKA BUSSE

Al tercer día de manifestaciones sociales, el gobernador activa la guardia nacional para “restaurar el orden social” y “restaurar la paz.” El Tercer Recinto es incendiado y más negocios, tanto grandes como pequeños, son destrozados y saqueados. Al cuarto día, el gobernador impone tres días de toque de queda, y para entonces la muerte de George Floyd a manos de la policía deja de ser el eje central para el gobierno. Es el caos y la destrucción provocados por una serie de grupos sin clara identificación, y que podrían ser anarquistas y de ultraizquierda, supremacistas blancos, o simplemente “foráneos”, lo que se convierte en foco de preocupación para el gobierno. El racismo policial y su concomitante violencia se convierten en instrumentales para el aparato represivo, y no resuelven los problemas en nuestra sociedad. El tuit incendiario de Donald Trump que decía “si hay saqueo, hay disparos”, el llamado reciente que le hace a los gobernadores de las ciudades a “dominar” a los manifestantes, y la última declaración a tipificar las manifestaciones como actos de terrorismo interno, no hacen más que reforzar el uso de la violencia contra la población civil e infundir un miedo indiscriminado.

El sábado 30 de mayo con helicópteros sobrevolando la ciudad desde muy temprano y hasta bien entrada la noche, las organizaciones barriales de la ciudad de Minneapolis alertaron a los vecinos de la “inminente situación de guerra” que se podía vivir esa noche. Dichas comunicaciones aconsejaban guardar todo lo que estaba a la vista en la entrada de las casas o en los garajes, sobre todo aquello que pudiese atraer a los manifestantes interesados en destruir la propiedad privada. Como nunca, conversamos con nuestros vecinos (manteniendo los 2 metros de distancia social), intercambiamos nombres y teléfonos en caso surgieran problemas con los “agitadores” a quienes “no les importa nuestra comunidad.” Esta narrativa nos demuestra precisamente cómo el discurso de seguridad ciudadana prevalece sobre el de la justicia social. Para aquellos vecindarios de mayorías blancas y clases acomodadas, la restitución del orden y el retorno a lo “normal” se convierten en prioritario, olvidándonos que son justamente ese orden y esa noción de normalidad lo que impiden lograr justicia por la muerte de un vecino, en este caso George Floyd.

En su afán de recuperar el orden establecido, la ciudad, el Estado, la policía y los medios de comunicación intentan crear polarizaciones entre los manifestantes descritos como pacíficos y constructivos en su forma de hacer activismo y los considerados revoltosos y peligrosos. Los primeros marchan en las calles a plena luz del día realizando actos de desobediencia civil, y también participan en actividades cívicas como el reparto de alimentos para ayudar a los que han perdido sus negocios y empleos, y la limpieza de las calles para eliminar la basura y los vidrios rotos producto del ataque de los agitadores a edificios. Los últimos son identificados como grupos sin liderazgo que queman y destruyen a su paso sin importarles los lazos comunales, ya que no pertenecen al lugar. Sin embargo, hay activistas de organizaciones antirracistas que ven estas manifestaciones como una “consecuencia de una justicia retardada y negada” y que siguiendo a Martin Luther King Jr. deben ser entendidas “como la voz de los no escuchados.” 

FOTO: ERIKA BUSSE

FOTO: ERIKA BUSSE

FOTO: ERIKA BUSSE

Foto: Olga González

FOTO: ERIKA BUSSE

Lejos de recuperar el viejo orden que ha permitido que un policía, con el aval de otros tres, matara a George Floyd en plena luz del día, requerimos de un nuevo orden que desmantele el racismo y elimine la violencia policial y la ideología de supremacía blanca. Necesitamos un nuevo orden para el cual la paz no sea un instrumento de opresión sino el resultado de haber hecho justicia. Es esencial no perder la perspectiva de qué es prioritario en este contexto de conflicto social, si la pérdida de vida humana o la pérdida material. Un edificio puede recuperarse, pero no la vida de George Floyd. Solo enjuiciando y encarcelando a los cuatro policías responsables por su muerte podrá la comunidad ver visos de justicia. Quizás entonces podamos respirar.

FOto: Olga González

La lista de mujeres y hombres negros que han sido asesinados a manos de la policía es larga, y en en la mayoría de los casos los policías fueron exculpados o tuvieron una pena menor. 

Di sus nombres: Charleena Chavon Lyles; Korryn Gaines; Sandra Bland; Alexia Christian; Mya Hall; Meagan Hockaday; Janisha Fonville; Natasha McKenna; Tanisha Anderson; Aura Rosser; Sheneque Proctor; Michelle Cusseaux; Pearlie Golden; Gabriella Nevarez; Yvette Smith; Miriam Carey; Kyam Livingston; Kayla Moore; Shelly Frey; Malissa Williams; Alesia Thomas; Shantel Davis; Sharmel Edwards; Rekia Boyd; Shereese Francis; Aiyana Stanley-Jones; Alexia Christian; Philando Castile; Alton Sterling; Eric Garner; Michael Brown; Walter Scott; John Crawford III; Ezell Ford; Dante Parker; Laquan McDonald; George Mann; Tamir Rice; Rumain Brisbon; Jerame Reid; Matthew Ajibade; Frank Smart; Tony Robinson; Anthony Hill; Phillip White; Eric Harris; William Chapman II; Brendon Glenn; Victor Manuel Larosa; Jonathan Sanders; Freddie Blue; Joseph Mann; Salvado Ellswood; Albert Joseph Davis; Darrius Stewart; Billy Ray Davis; Samuel Dubose; Michael Sabbie; Brian Keith Day; Christian Taylor; Troy Robinson; Asshams Pharoah Manley; Felix Kumi; Keith Harrison McLeod; Junior Prosper; Lamontez Jones; Paterson Brown; Dominic Hutchinson; Anthony Ashford; Alonzo Smith; Tyree Crawford; India Kager; La’vante Briggs; Michael Lee Marshall; Jamar Clark; Richard Perkins; Nathaniel Harris Pickett; Benni Lee Tignor; Miguel Espinal; Michael Noel; Kevin Matthews; Bettie Jones; Quintonio Legrier; Keith Childress Jr.; Janet Wilson; Randy Nelson; Antronie Scott; Wendell Celestine; David Joseph; Calin Roquemore; Dyzhawn Perkins; Christopher Davis; Marco Loud; Peter Gaines; Torrey Robinson; Darius Robinson; Kevin Hicks; Mary Truxillo; Demarcus Semer; Willie Tillman; Terriel Thomas; Sylville Smith; Terence Crutcher; Paul O’Neal; Alteria Woods; Jordan Edwards; Aaron Bailey; Ronell Foster; Stephon Clark; Antwon Rose II; Botham Jean; Pamela Turner; Dominique Clayton; Atatiana Jefferson; Christopher Whitfield; Christopher McCorvey; Eric Reason; Michael Lorenzo Dean, Breonna Taylor; George Floyd…  

 

Foto abridora: Olga González


* Escrito en conjunto desde Minneapolis-St Paul, Minnesota. 

** Lejos de proteger la identidad de los policías implicados, nuestra opción de no identificarlos individualmente es para evitar el discurso que culpa a unas cuantas manzanas podridas, y más bien, para resaltar la responsabilidad de la institución policial.