Escribe: Francisco Tafur


27 de junio. Llegamos a la Plaza Bolívar frente a la sede del Congreso de la República. Centenares de ciudadanos del colectivo LGTBIQ+ y activistas que apoyan el movimiento por la libertad son impedidos -en un primer momento- de ingresar al lugar a donde habían sido invitados. Entre la avenida Abancay, que no fue clausurada, y la vereda frontal amurallada por oficiales, se aglomera la multitud. 

Caballos montados por las fuerzas de orden, una plaza vacía, reporteros desesperados. Todo mientras las arengas que reclaman pacíficamente se hacen escuchar: “Vivan los derechos por la igualdad”; “Abran las rejas, permitan el ingreso que nos prometieron”; “No a la opresión, sí a la libertad”.  

El presidente del Congreso, Daniel Salaverry, ya había autorizado el martes la concentración con un tuit que no daba pie a ninguna duda: “Aprendamos a ser una sociedad tolerante, todos tienen derecho a expresarse respetuosamente y merecen el mismo trato. Si algo ha caracterizado mi gestión, es la apertura y tolerancia. Las plazas son de la ciudad y para el uso de todos”. El gesto fue respetuoso pero el trato no fue el mismo, recordando el ingreso del colectivo ultraconservador “Con mis hijos no te metas”.

Los policías parecen no estar al tanto de los mensajes de la cabeza parlamentaria; las disputas por entrar continúan. La libertad de expresión, la gente, los colores y los carteles llamativos son opacados por la circunstancia.

El golpe de una cámara en mi cabeza interrumpe mi anonadada observación de principiante y noto cómo los representantes mediáticos se abalanzan sobre la entrada. Los sigo apurado y los adelanto. Algo está sucediendo. Las congresistas Marisa Glave e Indira Huilca discuten con el oficial a cargo de la seguridad de la zona. Logro ponerme al frente del caos abriéndome paso entre empujones, codazos y voluminosas equipos audiovisuales que bloquean mi visión y rodean a las parlamentarias.

“Lo que se está haciendo es discriminación a una población que ha sido invitada por nosotros”, reclama una indignada Glave al oficial. “Le pedimos, por favor, que nos dejen ingresar de una vez”.

Cuando escucho discriminación, lamentablemente la imagen de Héctor Becerril pasa por mi mente junto con su orgullosa confesión: “Yo discrimino”. Pienso, nuevamente con la ingenuidad de novato, ¿bajo qué circunstancia una autoridad política puede darse el lujo de semejante declaración? ¿es un delito? ¿por qué no ha tenido mayor repercusión?

El oficial se limita a decir: “La Plaza Bolívar, como la Plaza Mayor, son lugares públicos y no puede haber concentraciones, preconcentraciones o marchas”.

Indira Huilca interviene explicando la naturaleza del evento. “Ustedes son los que los están manteniendo en la calle”. Mientras, Glave llama al ministro del Interior, Carlos Morán, para solucionar el problema. Le pasa el teléfono al comandante. Una breve conversación, cuestión de segundos. “Ya está aclarado el tema, mil disculpas, de repente ha habido esta ligereza pero lo afinamos”. Por fin entramos a la plaza por delante de los casi dos centenares de personas para captar su histórico ingreso a un espacio que le pertenece a todos.

Ni los flashes, ni los policías, ni el inesperado conflicto anterior, ni el clima de invierno limeño, superan la algarabía y euforia que se deja sentir. La plaza, antes vacía, se llena de música, colores, banderas, carteles y, sobre todo, incontables sonrisas.

El propósito del movimiento y lo importante de reunirnos esta tarde es el respeto a la diversidad de identidad de género y orientación sexual, tema de primordial urgencia en una sociedad tambaleante como la nuestra. Pero lo que se transmite trasciende a un brote de libertad aún más imponente que el propio Congreso.

En cuestión de minutos he aprendido que existe una bandera LGTBI pero también una trans y otra bisexual, y lo que oigo en las voces valientes que acompañan los mensajes en las pancartas me permiten entender que el venir aquí hoy no ha sido en vano. El libertador sobre su caballo, que aún es homenajeado por luchar contra la opresión, parece mirar desde lo alto orgulloso de otra lucha justa.

Los congresistas activistas salen del Parlamento rodeados de gente y en cuestión de minutos saludan desde el pequeño escenario. Cometo el error de seguirlos en vez de anticiparme a su llegada y tengo que pasar por lo mismo: codazos y empujones, aunque no malintencionados. Todos querían la noticia. El sol ilumina la plaza y uno a uno van tomando la palabra. Escucho atento y una frase queda grabada de boca de Alberto de Belaunde, parlamentario abiertamente gay elegido por voto popular.

“Tenemos una serie de proyectos presentados que lamentablemente duermen en el país. Exigimos que este debate se pueda dar en la siguiente legislatura”.

La ley contra crímenes de odio, ley de identidad de género, el matrimonio igualitario, entre otros. Derechos que se exigen por justicia y que son mal calificados como privilegios por quienes no creen, o no quieren creer, en la igualdad. O en todo caso sí, privilegios, pero para quienes que sí gozan de ellos y por tanto no se dan cuenta de todo lo que una comunidad históricamente vulnerada pasa hasta hoy.

Este sábado se realiza una nueva edición de la Marcha del Orgullo y promete convocar a mucha más personas que en las anteriores. Es necesario promover los derechos de todos para avanzar como ciudadanos de una democracia y, por tanto, como país. Hoy lo he entendido, como el novato que se abrió paso entre empujones y codazos para cubrir sin duda un hecho histórico, lo he entendido.

El novato y todo el Perú ya tenemos plan para este sábado a las 3 de la tarde en el Campo de Marte y otras ciudades del país.