Escribe: Pedro Roel Mendizábal, antropólogo
Hemos tenido presidentes asesinados (Balta, Pardo, Sánchez Cerro), dejados morir (Leguía) e incluso uno linchado (Gutiérrez), pero Alan García tendrá entre sus muchas menciones dudosas el ser hasta hoy nuestro único presidente suicida. Atrás quedaron los balconazos, el ascenso meteórico, la hiperinflación, la asunción de la mentira soberana, la apoteosis de Pepe el vivo, el carisma incombustible, la sonrisa de billete de tres dólares, las mil y una componendas y arreglos por lo bajo, del faenón y la plata que llega sola, del mar de abogados y jueces que le protegerían de todo, de Bagua y de El Frontón. Y del Ego Colosal. Un simple disparo – que valiente o cobarde, fue simplemente un acto de desesperación– acabó con toda esa miseria disfrazada de gloria.
¿Qué quedará de todo ello? Nada, y sin embargo algo valioso. Las componendas, las alianzas que conformaron el Congreso que opera hoy, ya no tendrán razón de ser en la medida que servían para encubrir sus fechorías. Era por definición infeccioso: todo lo que tocaba quedaría anexado o encadenado a su juego personal. El Apra, que con todo lo que se diga había sido uno de los partidos que caracterizaban la escena nacional, fue convertido en su accesorio, en una prolongación de su megalomanía, y por ahora no será más que un triste (y hoy lloroso) fantasma. Todos esos intentos de hacer épica una carrera como la suya, con semejantes ¿logros? (¿o cómo llamar a todo eso que hizo, que nos hizo?) no servirán para tapar el enorme fracaso de una carrera, de una trayectoria vital.
¿Qué nos deja? ¿Algo como la Ley de Comunidades Indígenas de 1920, que para muchas comunidades campesinas significó el inicio de la lucha por sus derechos legales? ¿O la Ley de Reforma Agraria de 1969, que alteró definitivamente a la sociedad rural, y dejó obsoletas tanto la propuesta del Apra como la prédica maoísta? ¿O incluso algo como la conscripción vial de los años 1920, o como la liberalización de los 1990? Pues creo que nada, en el plano de las leyes. Si me equivoco, corríjanme. Quizás un monumento, edificio u obra. ¿Algo como el parque de la Reserva (antes de ser parque de las aguas), o la avenida Arequipa, el Centro Cívico, los ministerios de Economía, Educación, Salud, Interior, Pesquería (hoy Cultura)? ¿Califican en ello el Teatro Nacional o el Tren Eléctrico? Posiblemente ¿Y el Cristo de Morro, tan deteriorado como su imagen antes de que se matara? Pues toda esta personalidad bombástica, toda esa apoteosis de la palabra ingeniosa por encima de la sustancia, sólo encubría una simple y llana mediocridad. Siempre creí que la única vez que tuvo una expresión sincera fue cuando pateó a un sujeto que se puso por delante en una fallida marcha contra Toledo. El segundo gesto sincero ha sido el dispararse a la cabeza: toda la sonrisa, la palabrería, la pose –la falsedad, en una palabra– no podría al fin y al cabo salvarlo de la condena, no tanto del Poder Judicial sino del de todo un país que había decidido por fin que ya no lo quería, que ya no le creía. Sin ello, quedaba en nada. Otra vez.
Pero creo que algo realmente valioso ha salido de tal gesto. Quizás suene al más ingenuo optimismo, pero creo que significa el fin de una manera de entender la política, cleptocrática, prebendalista, al fin asesina. La eterna moraleja de quien mal anda mal acaba, por mucho que suene a monserga, sí había sido cierta. Aquel gesto tan simple y tan rotundo nos dice que una carrera como la suya sólo lleva a la perdición y a la ignominia. Ya nada del ingenio y las risas falsas con que lo celebraban Los Chistosos, y todos los que le creían siempre tan astuto. Antes de eso, el mató los sueños de mi generación, y sofocó la esperanza de un país entero, que nunca se le olvide por eso. Pero con su herencia (espero que) reducida a nada, nosotros, al fin y al cabo, descubriremos que tras tantas crisis, sí tenemos salida. Lo que venga, qué será, pero ahora sí tendrá que ser distinto. Ya estamos ahí.