El poeta José Ruiz Rosas ha muerto, y aquí en La Mula lo volvemos a recordar con un texto de otro vate que se nos fue hace un año, Arturo Corcuera.  


José Ruiz Rosas es un poeta de fina estampa y prestigiosa barba. Pienso en Walt Whitman y Rabindranat Tagore, o en la imágenes de los profetas y santos que ilustran las biblias y los breviarios antiguos. Pertenece a la estirpe de los poetas parcos de palabra, ante los que uno tiene que acercarse, todo lo que pueda, para oír el silencio de su propia voz. Ha nacido para escuchar y reflexionar más que para hablar, lo que habla muy bien de él. Se cuenta que en París, cuando Emilio Adolfo Wesphalen visitó a Andre Breton, por ejemplo, no hablaron, solo se miraron, no se dijeron nada, sentados uno frente al otro, hasta despedirse con un fuerte apretón de manos. Ni los huesos crujieron. 

En contraste, con él mismo, la poesía de Pepe lo dice todo. No se está callada. A mí me place leerla, sumergirme en su mundo interior, enriquecerme con ella. Admiro su destreza en el manejo del verso, el soneto fluido y reverberante, riguroso y tierno. Su luz, sin duda, fue hurtada y asimilada del cielo de la Ciudad Blanca, donde vivió tantos años y casi termina nacionalizándose arequipeño. Aquella claridad quedó atrapada en su poesía. El poeta en Lima, como todo habitante de la capital está metido en una nube resistiendo su humedad, contemplando su cielo que semeja la carpa gris de un circo pobre. El poeta añora su clima, sus amistades, hasta su nevada. Reclama, divisando los arenales limeños, la fragante campiña de Arequipa, sus enmudecidos volcanes. A ellos se atribuye su mutismo y la tibieza de su amistad hospitalaria. Su calidez parece succionada del sillar con el que se construye las casas y la pureza de las estrofas de su poesía, concisa y noble.

Hace algunos años, cuando yo viajaba invitado a Hungría, me llegó a Lima una carta de Pepe en verso, en tercetos magistralmente medidos y rimados. En la que me hacía algunos encargos para su hija María Teresa que se hallaba estudiando en Budapest. Yo recibí la epístola la víspera de mi partida, por lo que me vi obligado a responderle desde el avión y depositarla en el aeropuerto de Madrid. Fue así que iniciamos una correspondencia que duró varios meses y que por iniciativa de Harold Alva recién este año se dará a conocer en su sello editorial.

Le daba cuenta en mi carta de la muerte de mi madre y el nacimiento de mi hija Anita en 1975 me había convertido en abuelo de tres nietos diminutos, dos hombres y una mujercita: Gabriel, Micael y Daniela como su mamá. Le decía a Pepe en mis líneas rimadas que a mi hija: “por nombre le hemos puesto, te cuento, Ana Daniela, / Ana por mi mamá (nombrarla nos consuela) / y Daniel es un tío, hermano de su abuela/ que para mí fue siempre un padre cariñoso, / jamás parió la tierra hombre tan generoso / con años y con canas, si lo vieras, hermoso”. Le confesaba mis grandes y pequeños dolores. Pepe Ruiz Rosas, a su vez, me respondía diciéndome: “y transcurres la escala de la broma y lo serio/ como quien no conoce ningún otro misterio/ que saberse una parte de su mismo salterio./ Por eso te refieres a los tuyos y dices/ los momentos más tristes como los más felices/ con los más adecuados tonos y sus matices”.

La misiva mía finalizaba con un aire de aliento primaveral en los días limeños de noviembre: “Bueno, mi caro Pepe, florece hoy la cereza/ primaveral y roja. No quiero más tristeza./ Brindemos por mi viaje y por María Teresa/ que espera tus noticias (eso te lo aseguro) y se pondrá contenta (desde ya te lo auguro). De poeta a poeta: un abrazo de Arturo.”

Ágiles y livianas. Allí están las cartas, de dos poetas amigos, aleteando por cielos lejanos, en espera de que lleguen a las manos de los lectores, antes de que envejezcan los carteros.