Cambio en mando en el Palacio de Nariño. Este martes, el presidente Juan Manuel Santos deja la presidencia de Colombia luego de ocho años en el poder, y se va defendiendo el mayor logro de su gestión: los acuerdos de paz con la exguerrilla de las FARC de noviembre de 2016, muy cuestionados internamente, sobre todo por el expresidente y actual senador Álvaro Uribe, mentor político del nuevo mandatario, Iván Duque.
"Cuiden la paz, defiéndanla", ha insistido Santos, pero lo cierto es que su sucesor ya anunció que hará cambios a lo pactado en La Habana con las FARC , sobre todo en lo que se refiere al la justicia transicional y a la participación política de los exguerrilleros.
Cuando llegó a la Casa de Nariño, en el 2010, el mandatario saliente, un político moderado y miembro del establishment colombiano, se propuso unir a su país alrededor de la paz, pero no logró, al menos en los términos que hubiese querido, porque el proceso generó muchas resistencias internas, y hoy deja el poder con un país profundamente dividida en torno a ese acuerdo.
Más allá de las críticas, Santos logró poner fin a un conflicto armado de más de medio siglo. Lo intentaron hacer varios de sus antecesres, incluido el propio Uribe. Hoy las FARC ya no existen, se constituyeron como partido político y dejaron las armas. Se desmovilizaron 11.000 guerrilleros, según datos del Alto Comisionado para la Paz.
Pero así y todo, la implementación de los acuerdos de paz han sufrido retrasos y el camino parece estar lleno de obstáculos; Santos tampoco logró réditos políticos de su mayor logro: deja el poder con un grado de impopularidad que ronda el 60%, alimentada principalmente por los sectores críticos con la paz encabezados por Uribe. El saliente presidente anunció que se retira de la política activa, que no hará lo que hicieron con él, es decir, que dejará gobernar a su sucesor. "Cada gobierno tiene su tiempo, y el mio se acaba este martes", ha dicho.
Sea como fuere, los acuerdos de paz son irreversibles en sus aspectos centrales, porque así lo estableció la Corte Constitucional. Y, bajo esa premisa, todos los actores del proceso deben trabajar en la reconciliación de un país dividido, con secuelas muy profundas en su tejido social producto de la guerra y el narcotráfico.
"Esta es la paz que dejamos en plena construcción, que no es mía ni de mi gobierno, sino de todos los colombianos", afirmó Santos hace dos semanas en la sesión inaugural de la legislatura.
“Y estos son algunos de sus resultados más visibles: miles de vidas salvadas, miles de víctimas y heridos que ya no se producen, más inversión, más turismo, más trabajo, más recursos naturales protegidos, más progreso en el campo”.
En ese julio pasado, los colombianos asistieron a otros dos hechos históricos. El primero, cuando la cúpula de la antigua guerrilla encabezada por Rodrigo Londoño, alias Timochenko, compareció ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal encargado de juzgar los crímenes de la guerra, para que responda por los crímenes de las FARC, en concreto por el delito de secuestro sistemático que se le imputa. El otro suceso se dio una semana después, cuando algunos exguerrilleros asumieron oficialmente sus curules en el Congreso para ser parte de una sistema que hasta hace poco querían destruir.
Sin embargo, hay varios asuntos pendientes: primero, el irresuelto problema de la violencia, que incluye el conflicto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con el que aún no hay avances significativos en los diálogos de paz; el accionar de los grupos disidentes de las FARC, el narcotráfico y el aumento de los cultivos de hoja de coca, que el año pasado superaron las 200.000 hectáreas, un nuevo récord; a lo que se suma el asesinato de líderes sociales, uno cada tres días desde la firma de la paz, y el aumento de la actividad de las bacrim (bandas criminales) que operan en el país.
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