Cuando uno busca ‘Naylamp de Sonomoro’ en Google, surgen tres palabras: Sendero, Terrorismo, Satipo. Allá, a seis horas de Jauja, en lo que conocemos como el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), la noche del 12 de abril de 1990 una columna de Sendero Luminoso entró al centro poblado y asesinó a más de una veintena de personas: la mayoría eran mujeres gestantes y niños. Familias enteras quedaron rotas para siempre. Han pasado 28 años pero para los deudos el duelo recién empieza: acaban de recibir a sus muertos en una ceremonia oficial que intenta devolverles la paz perdida.  

En la plaza principal del pueblo, Vilma Huatuco se reencuentra con su esposo después de 28 años. Ve cómo sus restos son sacados de varias bolsas. Los ponen sobre una sábana que ella misma acomodó para él y son acomodados dentro de un ataúd blanco. Una de las bolsas dice “Fragmentos varios”. Es casi todo polvo. La mujer dice que siente tranquila pero herida, con rencor. El Estado enjuició a los asesinos (que ella llama sinvergüenzas), pero se ha olvidado de ellos, los familiares. Sus dos hijos, en cambio, han elegido servirle a la nación: son policías. Es una de las tantas historias atravesadas en la garganta de las familias de los 24 peruanos que son ‘devueltos’ en ataúdes y ahora reposan frente a un escenario con un cartel en el que se lee “Víctimas de la violencia política”. 

Raúl Puente Delgado fue un sobreviviente de aquella masacre y es ahora el alcalde del Centro Poblado Naylamp de Sonomoro. En sus recuerdos, aquella tragedia está aún vívida. Cuenta que pensaba que habían sido un par de muertos, pero que al recorrer el pueblo al día siguiente lo encontraron todo manchado de sangre, brazos, piernas y torsos abiertos desperdigados por las calles. Ahora, la escena es distinta pero igualmente dura: 18 ataúdes, seis cajas, un ministro de Justicia ausente y una misa católica que, dice él, no debería realizarse porque muchos de los muertos eran evangélicos o de otros credos.

Las autoridades en el escenario se pasan pañuelos por la cara. No por los ojos sino por la frente: hace un calor durísimo. No hay un ambiente de pesadumbre. Los desaparecidos de Naylamp son distintos. Siempre se supo dónde estaban, lo que se quería era un entierro digno, que se les reconozca como víctimas de Sendero, y a sus familiares como víctimas de la violencia política, con las reparaciones que eso conlleva. El mismo día de la ceremonia, la Municipalidad les entrega un terreno para que construyan sus viviendas. “Es simbólico, no hablemos de costos”, dice el alcalde de Pangoa sobre las reparaciones económicas. El fiscal anuncia el nombre de cada una de las víctimas, y sube el familiar a cargo del recojo de sus restos para recibir el certificado de defunción. Nos acercamos a uno de ellos después de que recoge el certificado de su hermana, una mujer que estaba embarazada cuando la asesinaron. Nos dice tímidamente, casi con culpa, que no puede hablar ahora. Que le falta recoger dos certificados más.

El Ministerio Público entregó los restos de 24 víctimas. La Ceremonia de Restitución de Restos Humanos y Elementos asociados a Graves Violaciones a los Derechos Humanos estuvo a cargo del titular de la Fiscalía Especializada para casos de Terrorismo y Derechos Humanos de Junín, Mario Orellana.

Hay momentos en los que la resignación es una virtud, y es una virtud que se aprende. Pero la indignación también. En Pangoa lo saben bien desde aquella noche de abril. Los desaparecidos eran ronderos. Fueron asesinados por querer levantarse contra Sendero. Todavía en el 2003, los campesinos de la zona pedían armas y municiones al Estado para poder defenderse de los remanentes terroristas. Su pesadilla fue más larga de lo que imaginamos.

Al oscurecer, se arma un pequeño velatorio en el auditorio municipal, que queda debajo de la plaza de armas. Son pocas las personas que asisten. Cada familia arma sus ramos y un pequeño rincón de velas frente al ataúd que les corresponde. Afuera, arriba, la plaza está viva. Escolares se juntan a charlar, jóvenes hacen break dance allí donde horas antes se llevó a cabo la ceremonia, parejas coquetean. Hay un televisor gigante que se mantiene prendido hasta muy entrada la noche y que proyecta, entre otros contenidos, imágenes de las exhumaciones de la mañana. Las familias parecen no darse cuenta. O no les molesta. Algunos de ellos ríen, beben, comen, se toman fotos frente a los féretros, se abrazan. Están enojados y tristes. Están aliviados y perdidos. Muchos han faltado a sus trabajos para poder asistir; otros tantos no han podido llegar a la ceremonia porque no podían dejar sus labores.

Al día siguiente es la romería al cementerio. Ha llovido, pero las familias llegan puntuales. La misa del día anterior comenzó una hora y media más tarde de lo programado. Los acompaña la banda de la escuela distrital. Son casi tan numerosos como los deudos. El cementerio no queda muy lejos, el camino es de barro y ha empezado a lloviznar. Podría haber sido peor, es lo que dicen muchos. En el trayecto, pasamos por una escuela primaria, cuyos alumnos han salido a saludar la procesión. Agitan banderas blancas y blanquirrojas. En el colegio nos enseñaron que el rojo de la bandera del Perú simbolizaba la sangre derramada para conseguir la Independencia. El blanco era la paz que vino después. Los 24 ataúdes que marchan frente a estos niños son del mismo blanco. ¿Les seguirán enseñando el colegio lo mismo?

Al llegar al cementerio, encontramos el amplio portón vehicular cerrado. El único acceso es la puerta peatonal, por donde solo puede pasar una persona a la vez. Ningún familiar reclama, solo entran. Se hacen más discursos. “Tenemos las normas para convivir pacíficamente, pero el Estado debe hacer que estas instituciones funcionen. Esto sucedió por falta de presencia del Estado, especialmente en zonas rurales”, es el resumen de lo que dicen las autoridades, quienes sienten que fue un éxito, pero que no ha sido suficiente.

Muchos de los sobrevivientes dejaron el distrito después de lo sucedido. Escaparon de la violencia que los dejó sin nada. Hoy han vuelto para recuperar a sus muertos. Tratamos de despedirnos de uno de ellos. De Wilmer. Al día siguiente él regresará a su rutina: buscar entrar de personal a alguna hacienda, a alguna fábrica, a hacer las labores que aún le permite hacer la herida que le dejaron en la espalda las balas senderistas. Volverá a su hogar, pondrá la foto del entierro en algún lugar de su sala. Quizás esta sea la única imagen que tiene de ellos, sus ataúdes en un mausoleo. Quizás prefiera eso: el recuerdo del recuerdo al recuerdo mismo. Porque aunque para la sociedad ellos son solo unos más de los desaparecidos de Naylamp; y para el país son una cifra más de las 865 personas desaparecidas, halladas y entregadas a sus familiares; y para el Estado un caso menos de los 19.464 pendientes por resolver, para él alguna vez fueron todo. Ese todo que le arrancaron de golpe.



(Fotos y video: Patricio Lagos / La Mula)