En la primera temporada de The Crown, la más costosa de las producciones de Netflix hasta el momento, una joven reina Isabel II de Inglaterra se enfrenta a los distintos retos que implica ser reina de lo que aún era el Imperio Británico durante la década de 1950 mientras lidia, a la vez, con el drama y las maquinaciones de la familia real. Gracias a una elegancia cinematográfica digna solamente de Buckingham Palace y al tratamiento superficial de los dilemas políticos de una era ahora lejana, la serie inserta la dosis exacta de humanidad a una familia que los medios, incluso más que la corona misma, han entronado en un mundo lejano de la banalidad humana.

Puede dar la impresión equivocada decir que The Crown trata de manera superficial su temática política. Una manera menos equívoca de decirlo es que la idealiza. Así, lo que nos muestra el creador de la serie Peter Morgan es una relación complicada pero en última instancia basada en el amor entre la corona, el poder ejecutivo y el pueblo británico. Es en la delicadeza e importancia de esa triple relación que Morgan basa la justificación para cada una de las acciones de ‘la corona’. Al dar por sentada, además, esa importancia, The Crown no tiene necesidad de preguntarse si es razonable o no que exista tal cosa como una monarca británica. Los pocos eventos políticos que la serie recoge se convierten así en fuentes para el drama emocional sin tomar en ningún momento el primer plano, cosa por lo demás adecuada para el retrato serial de una institución política cuyo trabajo es no hacer política.

Sin embargo, si somos capaces de admitir como válido este estado de cosas, The Crown es una serie absorbente que no deja de profundizar en problemas profundamente humanos a través de algunos de los personajes más importantes del siglo XX. Quizá su mayor éxito en este sentido sea el arco narrativo que convierte a la Corona en la verdadera protagonista de su serie epónima: desde el momento en que Elizabeth asume la responsabilidad heredada de su padre como líder del Imperio Británico, empieza una lucha interna entre la persona Elizabeth y la reina que lleva el mismo nombre. Que la lucha solo puede terminar con la muerte de una de las dos queda claro gracias a la repetición constante de la historia de su padre (que todos conocemos gracias a The King’s Speech, material de estudio casi indispensable para ver la serie).

La dimisión del tío de Elizabeth es el fantasma que la persigue durante toda la temporada, y lo que hace palpable tanto para ella como para nosotros la fatalidad de su lucha interna. Las dos opciones que se le presentan a la joven reina son las siguientes: una es seguir el ejemplo de su padre y vaciarse de sí misma, convirtiéndose en un mero envase para darle su lugar a la Corona; la otra es seguir siendo hija, hermana, esposa, ser una reina capaz del afecto y el interés personal corriendo el riesgo de seguir el camino de su tío, que dimitió para poder casarse con la mujer que amaba. Mientras Jorge VI mató a su persona interior, el ex-rey Eduardo VIII decidió seguir siendo un mero mortal, y de todas formas pagó el precio de romper para siempre con su familia.

Mientras distintas situaciones relacionadas especialmente con su esposo William y su hermana Margaret obligan a Elizabeth a considerar ambas figuras y hacen cada vez más apremiante una decisión definitiva, The Crown se da el tiempo para narrar algunas otras historias dentro de la órbita de la familia real. Aunque la mayor parte de ellas sirven solamente para apuntalar el dilema principal que persigue a la reina –la vida romántica de Margaret, la reticencia de William a ser solo una figura acompañante, la dolorosa ruptura interna del dimitido Eduardo–, hay un arco narrativo que confirma la maestría de Morgan y casi amenaza con eclipsar sus logros en el arco de Elizabeth: Winston Churchill.

No será sorprendente para cualquiera que esté familiarizado con la vida del más ilustre, polémico y en última instancia brillante de los Primeros Ministros británicos que la presencia de Churchill en The Crown se convierta rápidamente en una amenaza de ‘golpe de estado’ narrativo. En este sentido, el mérito de Morgan consiste en presentar al personaje bajo una luz algo distinta: cuando inicia el reinado de Elizabeth, Churchill es ya un hombre viejo. Viejo, terco y odioso. Viejo, sabio y elocuente. El agudo contraste entre la ingenuidad benevolente de la reina y el pragmatismo casi autocrático del Ministro tienen un solo punto de encuentro: su fe ciega y conservadora en la importancia de la Corona. Esta tensión tiene como cierre el mejor episodio de la temporada, dedicado casi por completo a Churchill y su reticencia a admitir la inevitabilidad de la vejez: “Asesinos” (#9).

The Crown consigue así pintar un cuadro dramático y bastante realista de las relaciones de Elizabeth II durante la primera década de su reinado, y especialmente de cómo esas relaciones son incapaces de recorrer la distancia que se abre entre las personas una vez que una de ellas debe asumir la imposible tarea de representar el espíritu de todo un imperio y su religión. Elizabeth es descrita varias veces durante la temporada como ‘mediocre’, de ‘habilidades moderadas’, o ‘sin carácter’, y son justamente esas cualidades que la hacen poco interesante como persona las que la convierten en un buen ‘envase’ para la Corona. A través de un despliegue francamente sobrecogedor de fotografía, vestidos y montaje emocional (véase, en el episodio #2, la superposición del discurso de Churchill y el luto de la nueva reina), la serie consigue volver interesante, incluso carismático, un personaje del que en el fondo está diciendo que no es ni interesante ni carismático.

Este éxito, sin embargo, representa también un riesgo en el que cae de manera sutil durante la primera temporada pero cuya importancia se acentuará necesariamente durante las siguientes: si Elizabeth es realmente solo un envase para la Corona, si ella solo hace lo que sea necesario para mantener viva la tradición, si la verdad es que la reina no puede tomar ninguna decisión, ¿para qué sirve toda la institución a la que la serie rinde un homenaje casi descarado? Y, más importante aun: ¿quién será responsable, entonces, por las atrocidades cometidas por ‘la Corona’ como, por ejemplo, el castramiento químico de Alan Turing?

Hasta ahora, en la serie, el conservadurismo extremo de Elizabeth II se ha visto escudado por las ‘necesidades’ de la Corona, por la ‘coherencia’ que requiere la iglesia de Inglaterra, etcétera. Y, por ahora, los únicos afectados son la familia real y sus allegados, pero el verdadero reto para The Crown será hablar de las personas cuyas vidas se vieron efectivamente destruidas gracias a las necesidades y la coherencia de una institución que les es por definición ajena. Con el nivel de adorno y argumentación emocional de los que Morgan ya ha demostrado ser capaz, además, los espectadores corremos el riesgo de creerle que detrás de la Corona no hay una persona a la cual hacer responsable.

Que sirva de lección la ingenuidad de la princesa Margaret al confiar en su hermana: la única tarea de la persona –sí: la persona– sobre quien yace la Corona, en desmedro de sus seres queridos y ni hablar de la gente de a pie, es mantener intacto el estado de cosas.


Notas relacionadas en lamula.pe:

En defensa de Testino, el rey de las falsas sonrisas

Tráiler: The Crown, seis décadas de la realeza británica

Todo el universo Star Wars llega a Netflix, entre otros estrenos

El dilema Netflix: Categorías más que específicas