Gabriela Wiener

Karina Pacheco pertenece a ese grupo de autores peruanos que han rastreado obsesivamente las distintas y complejas capas que envuelven a sociedades postcoloniales como la nuestra, con toda su carga de clasismo, racismo, sexismo, segregación y odios. Lo hizo en su primera novela La voluntad del molle, que el Fondo de Cultura Económica ha decidido reeditar diez años después y que tiene aún enorme vigencia. Dos hermanas de la clase media alta cusqueña descubren a la muerte repentina de su madre que ésta mantenía una vida secreta de la que nunca fueron conscientes, la historia de un amor y un hijo perdidos, arrebatados. A través del hallazgo de una serie de fotografías y cartas escondidas en un baúl, las chicas repasan el lado de B de la historia de su familia que es a la vez la historia de una sociedad violentada por sus abismales diferencias. Así transcurren veinte años de violencia política en el Perú, que la escritora cusqueña desgrana página a página: las desigualdades que bullen como en una olla de presión, el levantamiento terrorista de Sendero Luminoso, la escalada de la criminal represión, las cárceles peruanas, el drama de los desaparecidos y el impacto de este conflicto en las vidas íntimas de la gente. Y en medio de todo la búsqueda de la verdad y la justicia como condición para la paz y la reconciliación.

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Este libro nos toca a todas. No creo que haya casa en el Perú donde no exista escondido un baúl al menos simbólico lleno de oscuros secretos que podrían revolucionarlo todo. No hace falta rascar mucho para encontrar historias entre nosotras similares o emparentadas con la de La voluntad del molle, ¿verdad?

Así es. Demasiados “baúles” sin abrir en las casa peruanas. Somos una sociedad que da mucha importancia a las apariencias, y estas exigen poner bajo la alfombra aquello que no cabe dentro de los cánones socialmente ensalzados. Y encima somos una sociedad acostumbrada a no hablar ni dar importancia a las heridas y vergüenzas más hondas, privadas y colectivas, de manera que pasamos por agua tibia muchos hechos gravísimos, como si tapándolos dejaran de existir. Quien puede pagárselo busca un psicólogo, pero hay hechos que requieren ser revelados y conversados, no en la intimidad y hasta cierto impunidad que te da el diván de un especialista, sino de manera más abierta con quienes están implicados o sufren las consecuencias del “secreto”. El asunto es hasta qué punto estaríamos todos dispuestos en una familia (o en esa familia más grande llamada país) a hablar de lo que ha permanecido oculto.


¿Por qué se esconde?

Muchas veces se esconde por vergüenza, por temor a la crítica de terceros o de la propia familia, pero veces se esconde por temor a herir o preocupar a quienes nos rodean contándoles hechos trágicos o vergonzosos que nos puedan haber ocurrido o que les ha ocurrido a gente que queremos. Y sin embargo, esos baúles, sea cual sea su forma, incluso la de silencios incómodos, casi siempre están dando pistas de su existencia. Y mientras no aparezca quien o quienes se lancen a hurgar o a tratar de entender lo que se esconde, allí siguen, persiguiéndonos como fantasmas.


Me gustaría que hablaras de esa institución peruana que conocemos como la “doble vida” y sus consecuencias más hondas, y quizá que nos contaras cómo decidiste partir de la imagen de dos hermanas descubriendo los treinta años de existencia paralela de su madre y de la comprobación de que, como dice un amigo, “de cerca nadie es normal”.

Sí, pues, lo de la “doble vida” es toda una institución. ¡Cuántas “doble vidas” estarán viviendo muchas personas que conocemos y ni cuenta nos damos! En parte, creo que esto se relaciona con lo anterior, hay gente que lleva vidas dobles para no enfrentarse a la crítica social. En el tema de las dobles vidas lo más conocido, por lo extendido e incluso aceptado que ha estado, es el de hombres que han tenido familias paralelas o hijos fuera del matrimonio, hasta que aparecen mujeres y niños que durante décadas se han mantenido “bajo la alfombra”, y cuando se les conoce, suelen vivir bajo un “rango inferior”. Claro que eso también se relaciona con el machismo, que levanta esa idea penosa de que la virilidad de un hombre se mide por la cantidad de mujeres que tenga o “conquiste”. Pero estoy segura de que la posibilidad de mujeres viviendo dobles vidas sería igual igual, y que deben haber muchos casos, la cuestión es que como la crítica y la sanción social contra una mujer que tenga dos o más parejas es lapidaria, estos casos se ven menos, y cuando se dan, se llevan con mucho más sigilo y secreto, como ocurre con la madre protagonista de esta novela, que lleva una doble vida durante décadas, no solo por las sanciones sociales, sino para evitar que la verdad de su otra vida convulsione la de sus hijas. Por ello quise hurgar en un caso de este tipo: una familia en apariencia “ideal” (papá, mamá y dos hijas modernas e independientes) que se revela como una mascarada tras la cual se han escondido muchas dobles vidas, y detrás de todo ello una serie de tragedias privadas y colectivas.


¿Qué te parece que sean casi siempre las mujeres las que hacemos este tipo de descubrimientos en los hogares, las que rompen con el silencio? Y a una escala mayor, claro, que sean las madres –las de mayo o las rosas cuchillos– las que no se cansan de buscar.

En las dos hermanas, Elena y Elisa, en una más que en otra, aparece ese asumir la responsabilidad de la búsqueda, ese rol que las mujeres tantas veces y en diferentes contextos solemos cumplir. No creo que esto tenga que ver con una cuestión biológica, ocurre que a las mujeres históricamente se nos ha asignado una mayor responsabilidad sobre el cuidado de los espacios domésticos, mientras los hombres suelen estar demasiado ocupados con el trabajo fuera de casa. Además, cuando hay guerras y conflictos, la mayoría de muertos y desaparecidos son hombres, los sobrevivientes siguen trabajando o siguen yendo a la guerra, entonces la tarea de la búsqueda recae casi naturalmente en las mujeres. Además, al estar más atentas a estos ámbitos, suelen ser las que están más alertas de los secretos y problemas hondos que laten en ese interior. Y el sentido de la curiosidad y la posibilidad de albergar y compartir secretos y confidencias a nosotras nos está más permitido (felizmente).


Nos enteramos de los secretos familiares por ellas...

Yo tengo una familia extensa enorme compuesta por parientes sanguíneos y de afinidad y allí me doy cuenta de que de las muchas historias íntimas que se guardan, gran parte me ha sido relatada por mi madre, tías, abuelas, hermana, primas. Pero así como las mujeres cumplimos bastante con el rol de “buscadoras” infatigables, de sanadoras de heridas, también hay muchas que cumplen con celo el de “encubridoras” de los secretos y vilezas de hombres y mujeres de su familia. Muchas veces son las madres, tías, abuelas y otras mujeres de confianza las más estrictas para hacer cumplir con los mandatos de la sociedad. Quienes hemos estado siguiendo la página del movimiento “Ni una menos” lo pudimos constatar con sorpresa y tristeza. En los muchos testimonios, desgarradores, de mujeres que se animaron a contar sus historias de abusos físicos, sexuales y psicológicos, me atrevería a decir que en la mitad se cuenta que cuando años atrás quisieron compartir o desahogar el hecho con madres, abuelas, tías, estas les dijeron “no hables de esto con nadie”, “lo estás inventando”, “es mejor que lo olvides”, lo cual dejaba a esas víctimas todavía más hundidas y a los perpetradores impunes.


En el Perú hay un degradé de color que es como un escalafón de lo bueno y lo malo. Cuanto más cholo o indio o negro eres más escoria también. Pero me interesa que hayas tenido la valentía de contar que el racismo también se vive en el seno de las familias como una carrera contra la oscuridad de la piel. Padres y madres discriminando a sus nietos, a las parejas de sus hijas e hijos, la hermana sintiéndose más fea que su hermanita por ser más chola.... ¿El laberinto de la choledad también mueve tu libro, Karina?

Sí, es un tema que me revuelve. Veo el racismo como un cuchillo que continuamente está desgarrando a medio mundo y sin embargo su práctica sigue normalizada. Cada cual se siente más choleando al que ve más oscuro de piel, o con rasgos menos occidentales, menos “socialmente aceptados”. No solo ocurre con colores y apellidos, se da con otros rasgos intrínsecos que son parte de nuestro origen. Te digo, a mí me molesta un montón cuando veo gente del Cusco o de otras regiones andinas que al irse a vivir a Lima cambian su acento, dejan incluso de pronunciar correctamente la “s” porque resulta que en Lima esto se asocia con la sierra más indígena que en lugar de ser vista con respeto se mira con minusvaloración o desprecio (¡Es tan absurdo!). En la novela me interesaba abordar el racismo desde el interior de la familia porque del otro (hacia los que no son “familia”) se habla más porque es más evidente. Pero generalmente es al interior de las familias donde primero se aprende a ser racista y es ahí donde se empieza a ejercer o a sufrir el racismo, y como esto se da en un entorno cubierto al mismo tiempo por afectos, es el que menos se ve y probablemente el que va calando más hondo. Cuando un X cholea a un Y con el que no tiene ninguna relación de amistad o parentesco, supone una afrenta, genera una herida, y ese maltrato lo puedes sentir y asumir como tal; pero cuando el X es tu abuelo, tu madre, tu hermano, o tu propia amiga y no te cholea usando un insulto sino con palabras como “qué lindo tu primito, bien blanquito, rubiecito” (y una no tiene esos colores); o “por qué no habrás sacado tú los ojos azules de tu abuelo”; o “felizmente tu papá salió clarito, no feíto como tu tío” (claro, lo “feíto” se mide por la tonalidad oscura de la piel), etc.,etc., etc. Y sea que el racismo venga de un extraño en forma de insulto, o de un ser querido con palabras suaves, quien sufre el racismo es quien siente vergüenza y no lo confronta, ocurre un tanto como con las víctimas de una violación, sienten vergüenza, se sienten culpables por el agravio cometido por otro.


Una cosa son los Puentes de Madison y otra muy distinta es amar en la sierra del Perú en los 70 y 80, incluso 90. ¿Qué te interesaba contar de esta interrelación, ese puente entre lo que pasaba dentro y lo que pasaba afuera?

Que las “pequeñas injusticias” que se cometen puertas adentro de las casas y que no parecen ni delitos ni cosas mayores, suelen ser reflejo y no pocas veces son el sustento de las grandes injusticias que se dan fuera. Esa abuela, que llena de mimos a sus nietos, en nombre del amor a su hija y por el cuidado de su propio prestigio, es un ser despreciable, que llega a ser extremadamente despiadado con quien se interponga en su camino. Está segura de que está haciendo lo necesario. Esa figura se puede extrapolar a quienes en la idea de construir “desarrollo”, “paz” o “crecimiento” para el país (un país que solo parece incluir a quienes viven en las ciudades, en los ámbitos más cercanos), no dudan en atropellar a quienes obstaculizan el paso, o los negocios, esos a los que históricamente se ha considerado actores secundarios, sino desechables.


Hay una fuerte identificación entre esas dos chicas jóvenes, contemporáneas a nosotras quizá, las hermanas, y el lector o lectora de este libro. Si bien allí aparecen muchos de los actores del conflicto que vivimos, la mayoría son gente del pasado, anclada en sus prejuicios y en su visión anacrónica de la vida. También la narradora rompe con eso. ¿Dirías que son tus ojos los que miran a través de los ojos de estas chicas?

Algo hay de mis ojos en ellas, pero también de los ojos de varias amigas y amigos, y aún más, cuando escribimos interpelando(nos), acaso también miramos con las inquietudes y los silencios de quienes nos precedieron, hombres y mujeres que se quedaron con las preguntas ardiendo, mas sintiéndose incapacitadas para buscar, hurgar o revelar, porque les tocó tiempos más difíciles, o porque las heridas que sufrieron o infligieron les dejaron sin la posibilidad de comunicar. Muchas personas de la generación de mis padres me dicen que la novela les ha gustado mucho, imagino que esto será porque situaciones así han conocido muchas, y por más que en su época se hayan guardado bajo siete llaves muchos “baúles” oscuros, a todos nos late fuerte la necesidad de que se abran y liberen.


José Carlos Agüero en la presentación en Lima habló de que este era un libro sobre “los cómplices”. Porque todos sabían algo que no dijeron y que ocultaron. ¿Estás de acuerdo?

Sí. Están quienes comenten la ofensa o el delito; pero de otro lado se hacen cómplices los que miran a otro lado, los que prefieren no cuestionar ni siquiera preguntar qué pasó ni por qué, de manera que permiten que la herida siga latiendo, incluso creciendo, y al no dar solidaridad pueden incluso alimentar la impunidad de el/la agresor/a. En la búsqueda que emprenden las hermanas de la novela, está el ánimo por descubrir qué vida doble tuvo su madre a partir de las evidencias que dejó; pero al rebobinar atrás en sus propias memorias, se dan cuenta de que a lo largo de su vida tuvieron muchas posibilidades para preguntarle a su madre, para detenerse a atender esa tristeza que literalmente ella intentaba maquillar.


¿Esta es también la historia de lo que somos o de lo que nos pasaría como sociedad, la guerra, por ser como somos, por lo distintos, por lo desiguales?

En uno de sus primeros ensayos sobre la violencia política de los 80, Carlos Iván Degregori habló de “los hondos y mortales desencuentros”; esas pocas palabras sintetizan mucho de las causas y consecuencias de aquella tragedia. Pero seguimos sin aprender. Treinta años después, con tantas vidas que costó aquello, ni la sociedad ni los políticos están dispuestos a tomar nota de las lecciones. Seguimos acomodados a una sociedad fragmentada, terriblemente estratificada, donde unos desprecian, desconfían e incluso desearían que los otros desaparezcan (y viceversa).


¿No se está haciendo nada para revertirlo?

Son muy pocos los esfuerzos para construir puentes, respetos, entendimientos, políticas e instituciones que nos saquen de esa historia repetida de desencuentros y de desigualdades indecentes. ¿Cuándo vamos a aprender? Quién no va a querer celebrar que hoy tengamos mayor estabilidad económica, pero de allí a caer en una borrachera con la idea del crecimiento, sin preguntar de dónde viene, y a quiénes se está llevando por delante….hay un trecho. Por poner solo un ejemplo, están comenzando a salir noticias sobre la destrucción del medioambiente y los millares de mujeres y niños que sufren explotación laboral y sexual en los campamentos de minería ilegal en Madre de Dios. En realidad, esto viene ocurriendo hace más de 20 años a vista y paciencia de quien quiera verlo, pero como pasa en la selva y Madre de Dios se ve tan lejos, en las grandes ciudades todos atentos a hechos banales, al fin y al cabo, las víctimas de la trata de personas pertenecen a los sectores más olvidados y siempre relegados de nuestra historia; y por último, como del negocio de la minería siempre “chorrea” algo a las ciudades, mejor miremos a otro lado, que no nos malogren la fiesta. Solo cuando las consecuencias de esos olvidos empiezan a tocar nuestras puertas saltamos a preocuparnos, y casi nunca aceptamos que tenemos una responsabilidad y que pudimos haberlo evitado.


El molle. ¿Qué es para ti esa planta, qué representa voluntad, terquedad y renacimiento?

En el pequeño huerto que tenían mis abuelas en Urcos había un molle que yo miraba de niña como si estuviera habitado por un espíritu bueno, muy viejo, y era lindo jugar cerca. Hace mucho que ese huerto desapareció pero lo sigo recordando así, invencible, a pesar de todo el cemento que ocupa hoy su espacio. Los molles son muy característicos del Perú y son árboles que, como la verdad, aparecen cuando les viene en gana, incluso sin que nadie los haya plantado y pueden crecer grandiosos aunque no reciban cuidados; por el contrario, hay quien los planta y no brota; el molle va por libre y es capaz de regenerarse aun en condiciones muy difíciles. Me pareció una buena metáfora para la novela. Por eso aparece en un momento crucial, como una especie de guardián de la memoria; un guardián que no impone, solamente se mantiene erguido y sugiere, acaso por ello su voz finalmente se oye mejor.


(Foto cabecera: Alberto Ñiquen)