No es primicia decir que el mal fundacional de Estados Unidos es el racismo. Tampoco es novedad que, gracias a la actual facilidad de acceso a celulares con cámaras y difusión en redes sociales, este terrible problema se ha evidenciado últimamente de forma terrible pero necesaria. Como bien cuenta este artículo en El País: "Los más optimistas creyeron que, con la victoria de un afroamericano en las elecciones presidenciales de 2008, Estados Unidos entraría a un periodo postracial. Si el comandante en jefe era negro, el color de la piel dejaría de importar y el racismo quedaría reducido a la marginalidad. Obama nunca creyó en estas fantasías".

Que mejor evidencia de lo contado que los casos de violencia policial contra la población afroamericana (además de la espantosa masacre de Charleston). Esos mismos que se han vuelto una lamentable costumbre -mínimo- mensual. Hace unos días, por ejemplo, un niño de 10 años llamado Legend Preston fue perseguido y amenazado con pistolas y escopetas desenfundadas por oficiales de la Policía de Newark, New Jersey, quienes lo vieron jugando basketball en su jardín y lo confundieron con un adulto sospechoso de asalto a mano armada de más de 1.85.

Según se reporta, los vecinos que vieron todo esto formaron un escudo humano alrededor del niño para protegerlo de las mismas fuerzas del orden. Seguro lo hicieron aterrorizados con la idea de que se repita el caso de Tamir Rice, otro niño de 12 años que fue asesinado el 2014 en Cleveland por la policía pues pensaban que la pistola de juguete que portaba era real.

Estas son algunas de las manifestaciones más violentas del problema. Pero no es que se tenga que llegar a la muerte de menores para considerarse violencia. En verdad, el primer eslabón de esta cadena empieza con los 'microrracismos'. Comentarios, preguntas, gestos e intromisiones que pueden parecer para quien los enuncia como solo observaciones neutrales o hasta cumplidos. Pero que asoman un trasfondo agresor. Y si crees que ellas aparecen solo en Norteamérica, mejor lee este testimonio de un voluntario estadounidense en nuestro país.

"Al crecer, estuve casi siempre rodeada por niños blancos. Fui la única niña negra en mis clases de gimnasia, natación, ballet. En casi cualquier actividad que hiciera podía garantizar que iba a ser la única persona en la habitación con piel oscura y cabello ensortijado. Desde una edad muy temprana me he acostumbrado a oír cosas como 'qué raro que te guste la literatura victoriana' o 'me gustaría tener tu piel'. Preguntas como '¿puedo cortar un poco de tu cabello y ponérmelo yo?' o '¿por qué no es suave como el mío?' siempre estuvieron presentes. A mis amigos les parecía normal tocar mi piel y mi cabeza sin preguntar, como si estuviese ahí para su entretenimiento porque me veía y sentía diferente". Así es como la activista, fotógrafa y escritora Margaret Jacobsen empieza la crónica donde cuenta el experimento social que realizó por dos semanas.

"No me había dado cuenta, hasta ese momento, que he tratado durante toda mi vida de hacer que la gente blanca alrededor mío se sienta cómoda con mi otredad. Aún cuando me he sentido incómoda escuchando bromas sobre gente negra, dejando que toquen mi cuerpo y recibiendo cumplidos ambiguos, he puesto las necesidades, comodidad y seguridad de la gente blanca sobre la mía durante 28 años".

Al ver que estas 'microagresiones' se revelaban en todos lados en su cotidianidad, Jacobsen decidió devolverlas y ver qué pasaba. "Todo esto me dio una idea: ¿qué tan seguido la gente blanca recibe comentarios sobre su piel y cabello? ¿qué tan seguido tienen que justificar su amor por Chauncey o Shakespeare? Decidí darles lo que ellos me han estado dando durante toda mi vida: racismo escondido justo debajo de la superficie".

Jacobsen se puso un lapso de dos semanas para ver qué pasaba. ¿Se sentiría empoderada? ¿Lograría hacer que se den cuenta? Para el día 5 de su experimento, debido a las muchas y muy gráficas experiencias que contó, la escritora estaba agotada e irritada de actuar frontalmente por primera vez contra los que decidían (así sea inconscientemente) derribarla. Al haber 'desconectado su filtro' se dio cuenta de "todo el racismo que existe en las conversaciones diarias". Quería luchar, pero estaba cansada.

"Sentir que estaba constantemente en exhibición me despojaba de mi derecho a sentirme como una persona", cuenta Jacobsen. Pero el devolver la agresividad 'encaletada' que había recibido no la hacía sentir mejor. "El hecho de que estuve haciendo lo que hacen conmigo me generó mucho pesar. Honestamente, creo que sólo volveré a ignorar las cosas que la gente me dice y cómo sus palabras me hacen sentir. Simplemente es la manera que conozco para protegerme".

Así de dura y descorazonadora es la vida si eres una persona afroamericana en los Estados Unidos y quieres enfrentar el racismo cotidiano cara a cara. A las dos semanas quedas agotado, pensando en volver a tus mecanismos de defensa contra las 'microagresiones' cotidianas.

Puedes leer la crónica de Margaret Jacobsen aquí.


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