Esteras, muros provisionales, dinero insuficiente para la reconstrucción, pesimismo en algunas personas, esperanza en muchos otros, servicios de salud empeorados, aumento de delincuencia en zonas vulnerables de Ica, un Estado ineficiente para enfrentar en general esta problemática y otros serios problemas, son los que aún persisten a pesar de haber pasado tanto tiempo.

A nuevo años de aquel terremoto en Pisco, que dejó 597 muertos, 1,289 heridos, más de 400 mil personas damnificadas, 91,240 inmuebles afectados, las secuelas de aquel desastroso movimiento telúrico son ahora lo cotidiano. Ellas son parte de la densidad de esa provincia, y que se perciben en las creencias de su gente, en sus sentimientos, y también en sus reclamos en relación a todos estos años.

A continuación presentamos cuatro crónicas escritas por estudiantes de la PUCP, testimonios que evidencian más de lo que aquí hemos dicho.

El terremoto continúa

Por Leslie Rosas desde Pisco


Casi nueve años desde que la calamidad se hospedó en Pisco, ciudad ubicada en Ica, en la costa sur del Perú. Llegó un miércoles 15 de agosto a las 6:40 p.m. acompañada de un terremoto de 7.9 grados en la escala de Richter. Fue inesperada. Nadie la quiso, pero, 106 meses después, sigue ahí, entre esteras y bonos de reconstrucción de viviendas insuficientes.  

El terremoto del 2007 que asoló Perú y dejó cerca de 600 muertos es recordado e inmortalizado en la memoria de quienes lo perdieron todo. 2291 heridos y 431 mil afectados despiertan a diario con el aroma del caos, el pesimismo y la delincuencia. Algunos lo hacen desde sus dormitorios separados por esteras y madera y otros, desde sus cuartos recién construidos con material noble.


Foto: Leslie Rosas

Aquel momento en el que 76 mil viviendas fueron afectadas por el movimiento telúrico, Flora Gutiérrez, una sobreviviente al fenómeno natural, estaba planchando en la cocina de su casa, a ocho cuadras de la playa -la cual estaba construida con adobe, en el primer piso, y concreto, en el segundo-. “Salí hacia el hall y vi cómo el segundo piso se me venía encima. Quise correr hacia mi pasadizo que da para la calle, pero ya no podía: mi pared y la que colindaba con la casa de mi vecino comenzaron a caerse encima de mí”, narra. Boca abajo, entre escombros y con la cabeza a salvo en un ángulo de oxígeno, formado por una viga atravesada en la maceta que solía poner en su pasadizo, Gutiérrez pensaba en la ligereza del paso de la vida a la muerte. No recuerda si respiraba. Estaba inconsciente hasta que divisó una estrella y el peso de las ruinas sobre su cuerpo le anunciaron que estaba viva. Habían transcurrido una hora y 19 minutos cuando escuchó la voz de su sobrino que la llamaba desesperadamente. “Hijo”, le respondió y cuatro horas después, diez de sus vecinos lograron retirar todos los escombros que estaban sobre su cuerpo y liberarla de la muerte; aunque no de la hemorragia interna que afectó a sus pulmones y que la tuvo diez días inconsciente en el hospital de Essalud en Ica.

El Perú es un país propenso a movimientos telúricos porque, entre otros factores, se ubica en el Círculo de Fuego del Pacífico -una zona con el 75% de la sismicidad del planeta-. Según Félix Hernández, director de Defensa Civil en Pisco, para dicha región, esta situación se agrava porque cuenta con un suelo licuable; es decir, con agua subterránea muy cerca a la superficie –aprox. al 1.80 m.-, lo que ocasiona que ante eventos sísmicos, el suelo se agriete y las edificaciones con más de dos pisos se hundan. 

FOTO: LESLIE ROSAS

“La gente ha muerto porque todo Pisco era de quincha y barro”, sostiene Ángel Aronés, quien perdió su casa en uno de los terremotos más devastadores que ha sufrido el Perú en las últimas tres décadas. La geografía de la ciudad y el material de las construcciones hicieron de Pisco la zona más vulnerable en el terremoto del 2007 y provocó daños que hasta el día de hoy se ven y se sienten en las calles de esta provincia. Si bien es cierto, el gobierno emprendió un plan de reubicación, a través del Bono Familiar Habitacional (BFH), para Defensa Civil este fue mal distribuido. “El problema es que en una casa vivían familias extensas, cuando las reubican en zonas no vulnerables, las ‘segundas familias’ -es decir, la familia del hijo del propietario de la casa- se quedan en la zona vulnerable y construyen su vivienda sobre aquel suelo inestable”, explica Hernández. Situación que continúa poniendo en peligro a la población ante un eventual terremoto de similar o incluso menor magnitud.

Aronés, a quien también llaman ‘Charly García’, se encontraba en el boulevard que une a la Plaza de Armas con la Plaza Belén –en el centro de Pisco- cuando la angosta calle comenzó a temblar. “Mientras caminaba divisé a un grupo de músicos en un balcón. Al iniciar el terremoto, todo ese balcón se vino abajo. Eso me dio la intensidad del fenómeno”, narra. Corría en zigzag al encuentro de su esposa e hijo de dos años en el mercado Modelo N° 1, el movimiento continuaba y las luces se apagaron. “He pisado gente, solo escuchaba gritos y cabezazos entre las personas que se chocaban, porque no se veía nada”, cuenta. No habían pasado ni dos minutos desde el primer remesón y el cielo se encendió “como un fogonazo de revolver”. Algunas personas, alarmadas por aquella luz, gritaban “es el fin del mundo”, mientras que otras eran calcinadas por las antenas que caían estrepitosamente. “Cuando vi a mi hijo y mi esposa, se acabó el terremoto para mí. El abrazo que nos dimos fue el mejor del mundo”, reveló. Al volver a su casa, en el centro de la provincia, encontró ruinas y desconcierto.

Según el diario El País, pocos días después del infernal evento, Julio Favre –encargado de afrontar las tareas de reconstrucción en el sur peruano- anunció: “Hay que comprender que aquí tenemos una buena oportunidad para hacer una gran ciudad, por lo que se debe comenzar con el plan de desarrollo rápido, pero la entrega de las obras sí demoraría”.

Ni desarrollo, ni obras. Para Carlos Cavero, quien perdió a su papá en el evento sísmico producto de la caída de la pared de su casa, Pisco se encuentra inmerso en la delincuencia, debido a la falta de trabajo y zonas recreacionales. El pesimismo de quienes no recibieron los bonos de vivienda prometidos por el gobierno azota la provincia.

A Gutiérrez le llegó el bono de 6 mil soles luego de seis meses. Esta bonificación debía canjearse por materiales de construcción o el trabajo de algunas constructoras como Techo Propio. Un bono que para muchas personas fue insuficiente. “Con los seis mil soles que nos dieron después de cinco meses –en los cuales vivimos en esteras en la calle- solo me alcanzó para hacer la base de mi casa. Después, cuando mi hijo empezó a trabajar, ya pude construir mi casita”, protesta la señora Ana, de 67 años, que vendía golosinas en la Plaza de Armas –a tres cuadras de su casa, en la calle San Miguel- cuando el terremoto comenzó.

En contraste, Aronés nunca tuvo dicho bono entre sus manos, pues vivía en un callejón de la Beneficencia Pública en donde cada habitante era dueño de su construcción. Sin embargo, no contaba con título de propiedad, lo que impidió que reciba el certificado de damnificado para el posterior canje de bonificación.

La entrega de obras tal vez tardaría, pero ya han pasado cerca de nueve años y según Milagros Jordán, primera damnificada a quien le reconstruyeron su casa, existen cientos de personas en una zona llamada ‘La Cuchilla’ que hasta el día de hoy continúan viviendo en esteras.

Ante la desesperación por encontrar un lugar para vivir, miles de familias invadieron una zona llamada el Alto Molino –a 5 minutos de la entrada de Pisco-. Aquí viven familias que construyeron sus casas con ayuda del gobierno como la de Jordán y otras como la de Aronés que lo hicieron por cuenta propia. Cuatro años tuvieron que pasar para que el llamado ‘Charly García’ y su familia dejaran las carpas y terminaran su casa de material noble, en la cual, hoy dicta clases de matemáticas, lenguaje y ciencias a estudiantes de colegio. En el 2009 Alva Castro –ex Presidente del Congreso- anunció la aprobación de la Ley N° 29398 que hacía a todas las familias del Alto Molino propietarias de los terrenos que ocupaban.

Hasta el 2013, según el diario La República, se había desembolsado 9140 soles de BFH en la provincia de Pisco. Un monto que no se ve reflejado en la zona que sigue vistiendo con esteras y ‘muros de la vergüenza’ –fachadas de material noble que ocultan al interior módulos de madera y esteras-. Para Cavero, quien no recibió la BFH porque la casa en la que vivía estaba a nombre de su difunto padre, esto también tiene que ver con el desaprovechamiento de los beneficiarios de las bonificaciones: “Mucha gente vendió el bono. Fue a la ferretería en donde podían canjearlo por materiales de construcción y en lugar de pedir esos materiales, pidieron 3 mil soles al contado a cambio de pasar ante el gobierno como si les hubieran dado todos las herramientas”. Una muestra del desinterés de las personas, quienes a pesar de haber sufrido la devastadora consecuencia de no estar preparados ante un fenómeno natural de dicha magnitud, no priorizan su seguridad.

La luz regresó algunos días después del terremoto, pero las calles de Pisco se ven cada vez más oscuras. Aún hay personas que han reconstruido sus casas en las zonas más vulnerables de la provincia, esteras que albergan a familias y señores que no cuentan con una maleta para casos de emergencias y no saben qué hacer ante un eventual sismo de similar magnitud. Hernández sostiene que se espera un sismo de 8.8 grados entre Pisco y Chincha. La caótica provincia quizás no lo sabe, pero es probable que la historia se repita.

Sin anestesia ante la desgracia

Elviz Jáuregui, enviado especial desde Pisco.


El Perú tiene una larga historia de actividad sísmica por su localización en el “Círculo de Fuego del Océano Pacífico”. El último más devastador (7,9 grados en la Escala de Ritcher) ocurrió hace nueve años en la ciudad de Pisco, provincia del departamento de Ica, al sur de Lima. A pesar de los miles de damnificados que dejó el desastre, los centros de salud y los hospitales presentan hasta el día de hoy muchas deficiencias para afrontar un nuevo sismo de igual o mayor magnitud.


El amanecer del jueves 16 de agosto, la ciudad de Pisco lucía un panorama desolador aún más dramático que la noche anterior cuando no se podía apreciar con claridad la real magnitud de la tragedia producida por un fuerte terremoto de 7,9 de intensidad. El evento sísmico propició la muerte de 350 personas y alrededor de 10mil damnificados en tan solo los 3:33 que duró. Al asomarse la luz del día, el puerto donde se produce la bebida aguardiente más emblemática de aquel país, exhibía casas, casonas y medianos edificios completamente destruidos y hundidos, otros colapsados o partido en dos; centros de salud con paredes agrietadas, fluido eléctrico inservible y gente agonizando en todos los espacios y cubículos. La hecatombe dejó a la iglesia de San Clemente, construida hace cinco siglos atrás, reducida entre escombros, polvo y cuerpos de infortunios feligreses que quedaron atrapados. La Plaza principal, al centro de la ciudad, se convirtió, literalmente, en una morgue pública donde los cadáveres aumentaban a cada minuto del día. En las calles y alrededores, los llantos, ruegos, plegarias y pedidos de ayuda desesperados se hacían con mayor impotencia. Nadie se esperaba una desgracia tan violenta.

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Siempre hay una actitud muy alegre y entusiasta en el doctor Víctor Sánchez, ginecólogo principal del Hospital de Essalud(El Seguro Social de Salud) de Pisco. La mirada perspicaz, incrédula, avispada y positiva no la ha perdido a pesar de que después de la noche del 15 de agosto, su labor se extendió en cuatro días continuos tratando de salvar vidas a cientos de pacientes agonizantes que llegaban a sus manos. Es el penúltimo sábado de junio y su rutina de trabajo en el área de emergencia (tiene que suplir el horario de la única designada) culmina al caer la tarde. El personal administrativo, las enfermeras del lugar y los guardias de seguridad concuerdan en un punto en común sobre su persona: “Es el más antiguo que trabaja acá”. Hace 30 años fue derivado por sus superiores del Hospital Rebagliati de Lima hacia Pisco para apoyar como asistente de un doctor de trayectoria destacada. Sin ningún pero, y con la ilusión intacta de ejercer su responsabilidad social, acató la orden con la consigna de regresar. Sin embargo, hasta el día de hoy no se arrepiente de haberse quedado: Aquí formó una familia, viven sus hijos y se siente un pisqueño más.

Al hablar sobre el terremoto se conmociona y entristece a la vez. En su rostro fluyen, a pesar de su labor, sentimientos de culpabilidad y de angustia. Sus primeras palabras hacen referencia a los numerosos reportajes y entrevistas en las que fue partícipe. “No es fácil hablar de muertos y heridos cuando los tuviste en tus manos”, comenta con voz pasiva mientras le ordena a la enfermera que su horario de refrigerio acaba de comenzar.

A sus 65 años, su mente sigue lúcida como si la catástrofe que azotó Pisco fuese ayer. Él, como los pocos encargados de la salud pública que atendieron aquel día en el antiguo hospital Antonio Escarboja Haza a tres cuadras de la Plaza de Armas, aún viven para contar una de las experiencias más caóticas que lo marcó de por vida.

“Escuchamos un remezón muy fuerte, parecía un temblor de menor grado, pero en minutos se repitió con una gran intensidad que las lunas se quebraron inmediatamente. Parecía que el local se despegaba del suelo, por encima de la tierra. Las mujeres gritaban sin parar, algunos pacientes que fueron operados recientemente salieron corriendo despavoridos, la luz de los pasadizos destilaba a medias hasta que nos quedamos totalmente a oscuras”, rememora con zozobra aquel episodio trágico donde apenas pudo escapar al patio, al lado de miles de creyentes que con lágrimas en los ojos le rezaban incesantemente al Señor de la Agonía, el patrón de Pisco.

El hospital, resquebrajado por el interior y exterior, con el servicio eléctrico inservible y con miles de objetos desperdigados por los suelos, se preparaba para recibir a cientos de heridos con diferentes contusiones en el cráneo, cuerpo y extremidades. Mientras pacientes y enfermeras corrían desesperados por los pasadizos, la señora Virginia de Tipacti, restablecida del corte en el brazo izquierdo que sufrió dentro de las instalaciones del sanatorio, escapó a toda prisa al producirse una nueva réplica en toda la provincia. “Le advertimos que no se mueva, pero voló preocupada por sus hijos que estaban en su casa. Al salir del interior de la unidad de emergencia, una cornisa se desprende del ala del techo lateral del hospital. El objeto le cae a la altura del estómago y la secciona en dos. Fue la única que murió acá”, relata el doctor Sánchez.

Al día siguiente, como define el ginecólogo, el complejo quedó una desgracia. Al llegar las autoridades de la PNP (Policía Nacional del Perú) y de Defensa Civil constataron que el nosocomio de tres pisos de alto quedó inclinado en 60° hacia el lado derecho y hundido 10 metros abajo. Era habitable hasta que se termine de recibir a todos los heridos. “Atendimos como pudimos: Sacamos las camillas, reagrupamos a los pacientes y saturamos a los más graves. Las enfermeras, doctores y personal de guardia realizamos todas las funciones hospitalarias.”, evoca Sánchez.

Los reflectores automáticos ayudaron con la luz por la noche. En medio de la penumbra de los heridos agonizantes en los pasadizos, el doctor Sánchez alcanzó a saturar a más de 50 pacientes que pugnaban ser atendidos por la gravedad de los daños físicos que sufrieron. Los de cuadro crítico eran derivados al Hospital Rebagliati, a la capital de Ica.

La delincuencia, en medio de la turbia situación de las familias del lugar, empeoró la salud de muchos. El terremoto hizo que la cárcel de Chincha, provincia al norte de Ica, se cayera y con ella cientos de presos escaparan. Al salir estos, las fechorías de los facinerosos produjeron un saqueo general en los interiores del centro de salud. “La zona del comedor y alimentos quedó totalmente vacía. De la farmacia se llevaron absolutamente todo. Nos quedamos sin vendas, bisturís y anestesia. Tuvimos que comprar de nuestros bolsillos y de los pacientes los medicamentos y accesorios que desaparecieron.” crítica con nostalgia el doctor Sánchez.

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Después del fuerte sismo, Irma López y su menor hijo regresaron corriendo a su casa ubicada en la cuadra 12 de la avenida Túpac Amaru, al norte de la Plaza principal. Al llegar, parte de su segundo piso estaba destruido, pero la puerta de entrada estaba intacta. El cerrojo del lugar le impidió ingresar por lo que tuvo que romper la ‘chapa’ de seguridad. Dentro de su hogar, los gritos de dolor de su hijo mayor, al cuidado del recinto, la hicieron entrar en pánico. El muchacho estaba tapado superficialmente por una pared de concreto en su encima y con miles de vidrios rotos alrededor de su cabeza. “Con varios vecinos removimos los ladrillos que tenía encima y lo llevamos en un mototaxi hasta el hospital. Llegamos a las 7:30 y nos dijeron que no había camas disponibles. Lo atendieron en una banca de espera y apenas le dieron una pastilla para la infección.”, recuerda la señora López.

Al pasar una semana, las autoridades municipales comunicaron al personal de servicio del hospital Antonio Escarboja que debían abandonar el nosocomio por precaución y que toda la infraestructura sería demolida. “Nos acondicionaron carpas en los suelos de la cancha deportiva Irma Cordero, (voleibolista peruana autóctona de la ciudad). Así atendimos dos años seguidos hasta la inauguración del nuevo complejo hospitalario”.

El lucero que no se apagó

Por Alejandra Baluarte desde Pisco

Nueve años después de lo que categoriza como los peores días de su vida, Lucero Martínez cuenta su particular historia de supervivencia. Además reflexiona sobre la situación de su querido Pisco y de su propia existencia.


I

Lucero tiene 28 años, se acaba de graduar como abogada y trabaja en un estudio jurídico en Ica, donde pernocta de lunes a jueves. Cada viernes regresa a su ciudad natal para estar con su familia. Tiene una habitación reservada en casa de su abuela. La construcción ha sido carcomida por el tiempo, pero siguió en pie luego de la desgracia y, aunque resquebrajada, se mantiene en pie, como quienes la habitan.

foto: Alejandra Baluarte

Como es vivaz y carismática, tal vez pocos creerían la historia que Lucerito, como le dicen sus amigos, esconde. En su mente habitan crudos recuerdos de un 15 de agosto que nunca olvidará. Un martes negro que se llevó a gente muy cercana y le permitió vivir para contarlo.

“Eran las 6 de la tarde. Mis amigas y yo –precisa- estábamos en casa de una de ellas, haciendo un trabajo para el colegio (Lucero cursaba el cuarto de secundaria). Yo estaba pensando en que luego tenía que pasar a la iglesia, con las chicas y después a ensayar marinera”.

A su lado estaban Brigitte y Ana (cuyo nombre original prefirió mantener en el anonimato), compañeras de clase y de actividades extracurriculares. Como la preparación para el sacramento de la confirmación, a la que asistían en la iglesia principal de Pisco, denominada San Clemente.

“Terminamos de hacer el trabajo - cuenta Lucero- y mis amigas sugirieron pasar por la iglesia, a ver si aún estaban mis compañeros de la confirmación para unirnos a ellos. Caminamos hacía el templo y me pareció ver la puerta, por donde ingresábamos comúnmente, cerrada. Decidí irme pues debía cambiarme para para el ensayo en la academia de marinera. Dejé a mis amigas en la plaza, esperando verlas más tarde”.

De camino a casa pasó frente a la academia de marinera a la que debía asistir, un pequeño recinto ubicado cerca al centro de Pisco, que le dio a Lucero los conocimientos para desarrollar su talento innato, el de danzar. La hoy galardonada bailarina de marinera vio que aún no había nadie, ni siquiera su instructor. Aceleró el paso hacía su morada.

Por su parte, Briggite y Ana decidieron ingresar al imponente y antiguo templo de San Clemente, el mismo estaba repleto de gente debido a una misa de honras que conmemoraba al familiar de un importante político pisqueño. Desde el salón parroquial, llamaron a Lucero. “Me comentaron –recuerda- que aún había gente de la catequesis, que vaya rápido. Me paré de la cama para ponerme la ropa del ensayo, salir hacía la iglesia y luego a bailar marinera. Eran alrededor de las 6 y 30 de la tarde”.

En realidad eran las 6 con 39 minutos y la peor catástrofe de la historia de Pisco estaba por comenzar. “Colgué el teléfono –evoca- y todo comenzó a moverse, pero no parecía tan fuerte. No me alarmé, igual me puse lo primero que pude y caminé hacía la puerta”.

Estando afuera, junto a su familia, Lucero se sentía segura. El temblor paró, pero no esperó más de un minuto para regresar con una furia inimaginable. Y sobrevino el dolor.

“No podía mantenerme parada, sentía que me hundía. Mi familia se abrazó y comenzamos a rezar”. A continuación una serie de imágenes transcurren como flashes en la cabeza de Lucero, le cuesta detallar todo lo que vio: las casas de sus vecinos cayéndose y la suya inclinándose hacia un lado; gente gritando, orando, gimiendo de dolor, luces en el cielo (“explosiones” producidas por el fuerte choque de las placas tectónicas), personas corriendo desesperadas. Niños llorando ante la ausencia de sus padres y otros desgarradores detalles.

Luego de 175 segundos el terremoto acabó, pero para Lucero la penumbra recién comenzaba.

II

A pocas horas del fatídico terremoto y en plena noche, Lucero y algunos de sus familiares huyeron a la zona más alta de Pisco, La Villa, ante la alerta tsunami. Allí se encontró con la madre de Ana. “Me dijo –explica- que la última vez que vio a su hija fue saliendo de su casa junto a nosotras. Le dije que ella y Briggite se quedaron en la iglesia. Yo sabía que se había caído. Sabía que Ana podía estar muerta”.

Lucero no podía pensar en otra cosa, sus mejores amigos estaban juntos en el templo, también su prima hermana y varios conocidos. “No podía con la angustia y la culpabilidad. Yo debí haber estado ahí. Le pedí a mi papá que ayudara con la búsqueda. Que me ayudara a encontrar a Briggite, a Ana y a Patty, mi prima”.

Al día siguiente encontraron con vida a Brigitte y Lucero regresó al centro de la ciudad para verla. “El hospital era un mar de cadáveres y heridos de gravedad. Caminaba y la gente me pedía ayuda. Mi amiga tenía un pie destrozado, su familia me pidió que no se lo diga. Tuve que mirarla a la cara y sonreírle, consciente de que podía perder la pierna. Estuvo 6 meses en recuperación y pasó por varias operaciones”.

Casi todas las personas con las que Lucero pasó las horas previas al desastre murieron. “Me iba enterando de cosas. Mi academia se cayó, murieron 2 personas que conocía. De mi grupo de confirmación solo se salvaron 3, entre ellos mi amiga (Briggite) y yo. El coro del que participaba desapareció. Casi todas las casas de mi cuadra quedaron hechas polvo, menos la mía. Todo a mi alrededor se cayó y yo quedé en pie”.

A 3 días del suceso, Lucero tenía las maletas listas para viajar a Lima a refugiarse en la casa de un tío. Pero algo le impedía partir: Ana seguía desaparecida. Le pidió a su hermano mayor que la lleve una última vez a la plaza. La familia de su amiga se había rendido en su búsqueda. “Yo sabía que tenía que ir, ya había visto mucha desgracia y pensé que soportaría. Pero no estaba preparada para lo que vi”.

Docenas de cadáveres apilados en la plaza esperaban ser reconocidos. Despacio, pero con temple, Lucerito se acercó a las cintas de seguridad que encerraban los cuerpos tendidos en el piso. Exigió pasar aludiendo que era la única que podía reconocer a una de las personas que se encontraban en la iglesia durante la catástrofe, pues solo ella sabía cómo Ana iba vestida.

“Comencé a caminar –relata- y solo miraba la ropa de los fallecidos. Mientras tanto le describía a un perito la apariencia de mi amiga. Era chiquita, flaquita y terca como nadie. El señor me guió hacía un cuerpo, vi sus zapatitos. Era ella. Sus pantalones que le quedaban grandes ahora parecían reventar. Estaba hinchada y morada. Comencé a gritar y llorar, al punto que mi hermano tuvo que tirarme una cachetada”.

Su prima Patty sería encontrada días después, cuando Lucero ya se encontraba en Lima. “Me sentía destrozada. Estaba viva, pero ¿A qué costo? Todo resultaba demasiado doloroso”. Hoy su mera existencia le resulta poco creíble. “No sé cómo sobreviví-afirma-, pero hoy estoy segura que la vida tiene para mí una misión importante. Hace años no lo podía entender”.

Recuadro: Nueve años después 

El saldo final del fatídico 15 de agosto fue de 596 muertos y 200 desaparecidos, casi 70 000 viviendas destruidas o inhabitables y un aproximado de 400 000 damnificados, según cifras oficiales.

Sentada en la sala de la antigua vivienda de su abuela, Lucero, quién aún baila marinera aunque ya no va a la iglesia con la misma devoción de hace 9 años, reflexiona sobre el Pisco de hoy: “Estamos heridos aún. Desde el terremoto mi familia no ha recibido un solo sol para la reconstrucción de mi casa. Por eso todos vivimos aquí. Y claro, no somos los únicos”.

El Estado peruano, que en el 2007 tenía como presidente a Alan García Pérez, dispuso la entrega de módulos de vivienda y bonos monetarios para la construcción o reparación de las edificaciones afectadas. Sin embargo, muchos damnificados no recibieron un solo sol.

Muchos viven aún en precarios módulos, aunque las fachadas de dichas casitas intentan ocultar la realidad. A estas paredes de material noble, que el estado colocó para cubrir las viviendas prefabricadas, se les dice “muros de la vergüenza”. “Prefiero mil veces dormir aquí en esta vieja casa, que vivir en un módulo con fachada falsa”, sentencia Lucero.

FOTO: ALEJANDRA BALUARTE

Los llamados muros de la vergüenza cubren la fachada de viejos módulos.

Hoy Lucero puede hablar del 15 de agosto con relativa tranquilidad, ha aceptado que su destino era el de sobreviviente y honra todos los días la memoria de sus seres queridos. “Ellos ya no están, pero yo sí y en mi viven sus sueños, sus ideales, yo sigo haciendo lo que ellos amaban: bailar, cantar, luchar”.

Sobre su “pisquito lindo”, Lucero afirma: “Basta con caminar unos minutos por Pisco para darte cuenta de que las heridas siguen abiertas”. La abogada y bailarina tiene razón, así lo confirman los terrenos llenos de escombros, las casas inclinadas, los muros de la vergüenza, los módulos viejos; pero sobre todo, las almas heridas para siempre.

Pisco: Los funerales del terremoto

Por Eduardo Prado 

Luego de nueve años, Enrique Vergara -trabajador de la funeraria de la beneficencia de Pisco- recuerda qué pasó con los ataúdes y nichos en los días posteriores al caos.


A primera vista la ciudad parece ser el set de una película de terror: sus casas, calles y avenidas principales tienen un aura fantasmal. Una sensación que aumenta por la presencia de algunas murallas -mandadas a construir por el gobierno de Alan García- que esconden en su interior vacíos de tierra y escombros. Los pobladores lo llaman “el muro de la vergüenza”. Incluso la plaza, un viernes por la noche, es un lugar silencioso donde los más chicos se reúnen a saltar en bicicleta o montar skate. Después de casi una década, Pisco, el epicentro del terremoto, no se ha recuperado de manera física ni emocional de aquel movimiento que llegó a los 8.0 grados en la escala de Richter y dejó 519 muertos y 2291 heridos a nivel nacional.

Aquella tarde de agosto del 2007, Enrique Vergara estaba a punto de entrar a la ducha cuando todo tembló. Apenas tenía un año trabajando en la funeraria de la beneficencia de Pisco. En esos segundos, Vergara recuerda que lo primero que se le vino a la cabeza fue la cara de su hijo. Corrió hacia la calle y vio cómo las parederes de concreto realizaban movimientos serpenteantes. Como si estuvieran hechas de goma. Frente a él se posaban los escombros de un estudio jurídico que acaba de ser pintado por la mañana.

Cuando ahora revisa los viejos archivos de la funeraria, las páginas del registro de fallecidos se llenan de nombres a partir del 16 de agosto. Por aquellos días solo contaban con 18 ataúdes en stock: no era necesario tener más para una ciudad donde las cuatro únicas funerarias que operaban se daban suficiente abasto. Cuando sucedió el terremoto, el Estado se ofreció a subvencionar la compra de sus cajones para las personas que más los necesitaban. Sin embargo, hasta el día de hoy, la funeraria no ha visto ni un sol de ese acuerdo. Luego llegaron dos mil ataúdes provenientes de Lima para amortiguar el déficit de cajones. La plaza se convirtió en un cementerio comunal, donde los cuerpos se apilaban unos junto a otros, y las personas buscaban refugio mientras los bomberos establecían allí su base de operaciones. A un costado, mientras el lote de la capital aún estaba en camino, el negocio de la venta de cajones por parte de las otras funerarias empezó a florecer.

En el registro oficial de personas fallecidas en Pisco luego del terremoto, la funeraria de la beneficencia contabiliza a 271 víctimas. Esta es la única funeraria en Pisco que vende nichos debido a que el cementerio también pertenece a la beneficencia. Además, los principales ingresos que recibe la beneficencia provienen de la venta de ataúdes, nichos y terrenos: en base a eso pueden operar con orden. Preparar un nicho para el entierro de alguna persona es un proceso que requiere tiempo y dinero. Sin embargo, luego de la catástrofe, ante la necesidad de las familias por encontrar un espacio dónde puedan descansar sus fallecidos, tuvieron que ser utilizados temporalmente los nichos que habían sido reservados por otras familias. En algunos casos, si el dueño del nicho era un amigo o conocido, se hacían tratos por plazos de un año para que los ataúdes se coloquen en estos espacios, mientras sus familiares ahorraban para el cambio de lugar. Luego de ese lapso de tiempo, el traslado se vuelve más difícil debido a que el cuerpo alcanza un nivel casi completo de descomposición. En otros casos, las personas abordaban los nichos de forma autoritaria sin previo aviso, y esto provocaba peleas entre los dueños y los deudos. Enrique Vergara recuerda que los ataúdes terminaban en el suelo luego de esas peleas.

Algunos días después, cuando los nichos se agotaron, y el tiempo apilaba más y más cadáveres, se tomó la decisión de ir hacia los terrenos posteriores del cementerio y sacar un tajo enorme de tierra con una excavadora. Allí se colocaron los ataúdes de la forma más ordenada posible. Hoy, en medio de esa fosa común, muchas personas nunca sabrán cuál es el lugar exacto donde se encuentran descansando sus familiares.

Luego de nueve años, Pisco parece haber olvidado la experiencia del terror. Casi nadie acude a los simulacros de terremoto, y las estaciones de bomberos no cuentan con una correcta coordinación, ni mucho menos con equipos suficientes para atender una eventual emergencia de ese tipo. Hoy en Pisco existen más funerarias -son siete ahora- pero no nuevas formas de evitar las tragedias. Los habitantes de esta ciudad también se acostumbraron a las facilidades de las donaciones. Incluso hasta el 2015, Vergara cuenta que algunas personas llegaban a la funeraria pidiendo ataúdes gratis. Han vivido, y lo siguen haciendo, en un limbo donde no han entendido que el próximo terremoto puede suceder en cualquier momento. O, tal vez aún peor, saben que puede pasar, pero ya les dejó de importar.


Los alumnos autores de las crónicas son alumnos del curso 'Taller de corresponsales', dictado por Ramiro Escobar.


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