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Marco Avilés: “¿Cuántas cosas que ahora estamos aplastando vamos a valorar de acá a treinta años?”

Después de rechazar por años los orígenes de su familia, dejar el periodismo como trabajo e irse de la ciudad donde creció, el periodista peruano vuelve a Lima con un libro de crónicas con las que busca reivindicar su choledad. 

Publicado: 2016-07-22

Marco Avilés es periodista. O lo fue. Aunque lo sigue siendo. Pero de otra manera. 

Avilés fue reportero del diario El Comercio, donde escribió textos que hoy recorren las facultades de periodismo del país. Fue editor de Etiqueta Negra, la revista peruana que hoy en día es un referente de la crónica a nivel mundial. Y fundó la revista/editorial Cometa con la que publicó dos números de formatos gigantes que lo convirtieron en un mentor de los nuevos medios y en un duro crítico del periodismo tradicional y la caótica realidad limeña. Pero un día Avilés dejó el periodismo. “Cometa es el sueño que nunca pensé tener”, decía poco antes, mientras pasaba a formar parte también del grupo de los Nuevos Cronistas de Indias, una especie de guía del periodismo de vanguardia en Iberoamérica. En la televisión lo presentaban como “uno de los periodistas más talentosos del Perú”. Pero un día Avilés dejó el periodismo para casarse, mudarse a Maine (Estados Unidos), aprender inglés y ganar dinero trabajando como pupilo en el cocina de un restaurante y, ahora, llevando a sus citas médicas a decenas de personas que cruzaron la frontera en busca del sueño americano.

Pero un día también, después de unos años, desde allá, anunció su segundo libro: De dónde venimos los cholos (Seix Barral), una recopilación de nueve crónicas que recorren la costa, sierra y selva del país, a las que le ha agregado un primer vistazo de los orígenes de su familia que hasta hace un tiempo ocultaba. Las historias ahondan en la tradición del Takanakuy de Abancay, en el equipo femenino de fútbol de Churubamba, en una familia de no contactados del Río Camisea, en la caída de un proyectil extraterrestre en Carancas, en la pesca anual del paiche en El Dorado, en la afición del cocinero Pedro Miguel Schiaffino por la comida selvática, en el viaje de unos agricultores de Huayana a la feria gastronómica Mistura. Este libro, escribe en la introducción, es “sobre los cholos e indios que, a pesar de los cataclismos que ha vivido el país, se quedaron a vivir en sus pueblos”. Una fórmula con la que Avilés busca recuperar su propia biografía.

“Me di cuenta de qué unía a estas crónicas cuando empecé a ver más claramente mi propia historia”, explica mientras toma un shot de anisado. “Creo que cada escritor tiene una sola historia que contar. Siempre estuve fascinado por la historia de mis viejos, por cómo murió mi mamá, por mis hermanas, mis abuelos, pero recién hace poco me he dado cuenta que esa es la única historia que me interesa contar. Todas las historias sobre las que he ido escribiendo han sido como peldaños para llegar a una azotea desde la que, por fin, puedo contemplar mi propia vida”.


¿Qué preguntas o conclusiones ha despertado en ti el repasar estas crónicas que realizaste cuando te dedicabas de lleno al periodismo?
La más importante ha sido saber qué unía estas historias. Ver mi vida, preguntarme de dónde soy y quién soy, me hicieron llegar a la respuesta. Mi historia es la de ser parte de una familia de la sierra que viene a Lima y se instala acá. Ahora a los treinta y pico años recién me estoy preguntando qué hago acá, en una ciudad de la que siento que no formo parte. Soy parte de un grupo de gente que vino a Lima, pero también mucha gente como yo se quedó. ¿Por qué se quedaron? ¿Por qué no huyeron? Desde un punto de vista del habitante de la ciudad, la ciudad es un foco atractivo y pocas veces vemos qué tan atractiva puede ser la vida en el campo.
¿Cuándo empezaste a ser consciente de que no te sentías parte de la ciudad?
Es un hecho cojudo pero determinante: cuando no me dejaron entrar a una discoteca argumentando que era una fiesta privada. Mis amigos acababan de entrar. Básicamente me estaban diciendo que yo no podía entrar porque no era como mis patas. ¿Entonces qué soy? Evidentemente soy un cholo pero eso para mí nunca había sido importante. Incluso minimizaba esa parte de mi historia, no me gustaba, no quería contarla. En ese momento me di cuenta de eso y, en vez de sentir pena por mí, escribí una carta que se publicó en un diario. Lo peor que me había pasado era que nunca había querido compartir mi biografía. No hay cosa más triste que esa.
Es curioso que sea un hecho concreto el que te hace recapacitar siendo tú alguien que estudió en una universidad, que ha leído, que en el libro agradece a un profesor por haberle hecho aprender a disfrutar la historia del país. ¿Cómo todo ese "conocimiento" no pudo tener el efecto que pudo tener ese hecho en concreto?
No lo sé. Si pudiera volver en el pasado me daría de cachetadas. Me diría a mí mismo que cuente mi historia, que cuente que mi abuela era india, que mis viejos hablaban quechua y que mis hermanas también lo aprendieron. Si yo hubiera podido contar mi vida antes creo que hubiera publicado más cosas relacionadas conmigo mismo. Ahora estoy más interesado en contar la historia de mis viejo, de mis abuelos. Esa una historia fascinante. Mis abuelos eran hacendados, dueños de un montón de tierras y de la gente que vivía ahí a los que trataron como esclavos porque así se vivía en el Perú entonces. A mi abuela la cargaban en andas indios calatos.
¿Recuerdas cuándo hablaste por primera vez de esa identidad que rechazabas?
En la carta que mandé al diario decía que era un cholo frente al mundo, que fue luego una frase que el periodista Daniel Titinger usó para titular un libro suyo. Ahora ando publicando un montón de posts sobre esa vaina, pero hay una vaina bien paja: en Estados Unidos los hijos de muchos migrantes que llegaron indocumentados en los setentas u ochentas ahora han ido a la universidad y están adquiriendo poder para contar la historia de sus viejos y reclamar los derechos que a sus padres les negaron. Algo similar pasa en el Perú, donde los hijos o nietos están adquiriendo voces.
¿Crees que hay una relación entre esta búsqueda narrativa de los orígenes y el discurso oficial que hay en el país desde hace unos años por revalorizar la diversidad y la multiculturalidad?
Después de las grandes oleadas de migración y el terrorismo estamos empezando a darnos cuenta de cosas que han estado ocurriendo durante largo tiempo. Hoy fui a almorzar a un restaurante que no es de comida fusión y donde el chef no es alguien que ha venido después de someterse a Ferran Adriá (considerado por muchos como el mejor chef del mundo). Hay escabeche, patitas de chancho, ceviche, seco, y el ambiente está lleno de elementos que yo reconozco porque los mismos habían en mi jato -y mi jato era misia-: los vasos que te regalaba cerveza Cristal, los platos chinos con las flores mal estampadas, los pomos con galletas de animalitos que comprabas a granel. Están esos elementos, pero en un lugar donde el ceviche te cuesta 70 lucas y todo es caro. Ahí están todas las tías fichonas agarrando esos objetos que empiezan a tener valor, objetos que en los ochentas era los objetos de los cholos. ¿Qué está pasando? Sí, estamos revalorizando, pero esta revalorización también nos habla de un país ahuevado, de un país que necesita que pasen treinta años para darse cuenta de cosas que siempre han estado ahí. ¿Cuántas cosas que ahorita estamos aplastando vamos a valorar de acá a treinta años?
En el libro te limitas a contar las historias que retratas. ¿Hasta qué punto consideras que son también una revalorización u homenaje a esas comunidades?
Por lo menos en las primeras historias lo que hay es un descubrimiento. Mi familia no viajaba porque eran años duros y no era fácil tomar vacaciones. En el texto final cuento que la primera vez que me fui de viaje solo, en el 95, tuvo como final un retén militar que no pude cruzar porque el MRTA había atacado la zona días antes. En los años 2000, cuando ya existe algo parecido a la paz, empecé a viajar a los lugares donde antes no se podía. Recién estamos descubriendo el país. El libro creo que tiene la mirada de alguien que se está fascinando por ese lugar que antes estaba oculto.
Mencionaste que haz llegado a una especie de azotea desde la que ahora puedes ver tu biografía. Antes de partir a Maine, cuando habías creado Cometa, por el tipo de preguntas que te hacían cuando presentabas un nuevo número, te habías transformado en una especie de gurú de los nuevos medios e incluso llegaste a calificar a Cometa como "el sueño que nunca habías pensado tener". ¿Cuán difícil fue dejar eso atrás y llegar a esa azotea?

No fue tan dificil porque Cometa evolucionó muy rápido y así de rápido también llegó a un punto crítico. Trabajabamos mucho con Daniel Silva, las empresas nos llamaban, pero también nos dimos cuenta que no era lo que queríamos hacer. Yo siempre había querido escribir y en esa época no lo hacía. Hubo un cansancio. Para entonces, con mi novia vivíamos entre Maine y Lima y extrañar es recontra jodido. De chibolo uno puede decir que el amor no puede ser más importante que tu carrera, pero no se trata de eso. Se trata de tomar las decisiones correctas y esa era salvar el amor y mi carrera de escritor. Las renuncias también son una forma de salvar algo de ti que no quieres que la rutina termine matando.

Foto: Raúl García / Lamula.pe

La salida de Maine también te alejó de algo que te encoleriza mucho: Lima. La última vez que te vi en la ciudad tenías un yeso por haber golpeado un micro. ¿Estando allá has podido entender algo nuevo de este monstruo limeño que tanto odias?
De hecho. El otro día leí que todo escritor necesita dos países: uno que sea el refugio de tu país original y te permita ver a la distancia ese lugar. La distancia a veces embellece las cosas y uno termina pensando en su comida y sus amigos, pero ahorita estoy en este lugar y me está llegando al pincho. Pero una de las cosas más sorprendentes de esta ciudad es que siempre puede estar peor. Me angustia la bestialidad en la que vivimos y que ha empezado a contaminar espacios sagrados como el de la cocina. El video que la gente ha estado compartiendo sobre un tipo que toca a una reportera en el estacionamiento de un restaurante, por ejemplo. Sí, el tipo es un imbécil, pero es más complejo. Es un retaurante enorme en una calle que no es enorme y no hay playas de estacionamiento. Ese restaurante invita a la gente a venir con carros sin ningún límite porque ofrecen valet parking. Tu vas, dejas el carro, y lo llevan quizá a la puerta de la casa de una señora. El restaurante está siendo parte de todo ese malestar. Entonces pensamos que Castañeda es un huevón, que el alcalde del distrito es otro huevón, pero el cocinero es otro huevón porque no le interesa lo que pasa afuera, y el que llega en el camionetón es también huevón. Y yo soy un huevón por extrañar todo esto también.
En una entrevista decías que a pesar de la epidemia de alcoholismo y de que los carros de desbarranquen en la sierra, te parecía que eran lugares mucho más civilizados que la ciudad. ¿Cuánto crees que le falta aprender al mundo supuestamente desarrollado del mundo supuestamente subdesarrollado?
Un montón. La ciudades son alucinantes porque tienes todo a la mano, pero también tienen un costo como lo es el intoxicarnos todo el tiempo con el humo de los carros. Pero no se trata de preferir el campo o la ciudad, sino de que las personas puedan tener mayor apertura para aprender de un lado y del otro. La última historia del libro trata sobre unos agricultores que vienen trayendo papas a Mistura y lo que me pareció más alucinante es que, siendo la primera vez que vienen a Lima, lo primero que le llama la atención a la señora, cuando se paran en un restaurante de carretera de Ica, es el corral de chanchos aprisionados. Lo primero que se preguntó era cómo podían criar así a los animales. Al final vendieron sus papas en tres días y no se tomaron el tiempo de recorrer la ciudad, sino que se regresaron al lugar de donde vinieron. Nada que vieron les llamó la atención. Nada les sedujo. No he llegado a profundizar más, pero creo que esa imagen es bastante fuerte. Creo que nos compadecen.
Vienes presentando este libro como crónicas con tintes autobiográficos y en algún momento has dicho que ahora eres más un reportero de tu vida. Sin embargo, cuando uno hace su primera introducción en la teoría de la crónica, lo primero que te enseñan es que el personaje no es uno. ¿Qué es lo que te ha hecho tener confianza en tu biografía como para hacerla parte de tu trabajo periodístico?
Hay algo que Gabriela Wiener dice sobre su trabajo, que escribe sobre su vida para que otras personas se sientan también relatados. Hay una conexión entre un texto autobiográfico con las vidas de los demás, siempre y cuando tú seas consciente de eso. ¿Qué estás alumbrando al contar tu vida? Ahora que estoy en Estados Unidos y he llevado diarios de todo este tiempo, veo que ahí está la vida de Marco Avilés pero que también es la vida de un inmigrante que está buscando algo en un lugar que no es su país, que no es familia, que no son sus amigos. ¿Qué hago ahí? Muchas personas que se mudan se enfrentan a preguntas enormes como esa. Escribir en primera persona puede tener un valor siempre y cuando puedas abordar los problemas de muchas personas.
En la época de Cometa hubo como un boom de la crónica. Habían festivales y charlas y más allá de la promoción de esta, una de las insistencias que tu hacías era sobre cómo pagarles a los cronistas hoy en día. ¿Cuánto de eso tuvo que ver también con tu decisión de dejar de tratar de vivir del periodismo?


Dentro de todo lo pesimista que estoy siendo, yo siento que cuando pasé por la universidad me formaron para trabajar en un medio y el ideal en esa época era trabajar en El Comercio o La República. Me formé para eso. Pero, a menos que seas muy obstinado con los medios, tienes que reconocer que no se puede vivir bien así. Lo primero que sentí fue amargura y frustración y empecé a hablar mal de todos los medios. Y ahora son peores, pero ¿dónde se puede hacer periodismo si no es en los medios? Los nuevos medios son valientes pero no son una opción laboral para mucha gente.

Yo quiero escribir y ser reportero y para serlo debes saber mirar, escuchar, investigar, profundizar, etc. ¿Qué puedo hacer con eso? En ese entonces trabajaba en un restaurante para mejorar mi inglés y ahí pasaban muchas cosas. En la noche volvía a mi casa y escribía todo eso: cómo me gritaban, cómo me cortaba los dedos. Y me gustó lo que empecé a leer ahí. ¿Qué pasaría si en lugar de salir a poblar las redacciones de las revistas y de los periódicos, los periodistas chibolos salieran a buscar trabajo de lo que sea para ganar dinero y que escriban en las noches sobre lo que están viviendo y sufriendo? Yo estaba ahí porque necesitaba hacerlo, porque necesitaba aprender inglés y ganar dinero. No había escapatoria. Si me hubiera metido seis meses a esa cocina para contar esa historia me podría haber quitado en cualquier momento. Pero yo ahí me tenía que sacar la mierda y en las noches lloraba porque tenía que botar todo eso. No me podía ir, esa era mi vida. Me di cuenta de eso: una manera de hacer periodismo mucho más profundo es meterte en esos problemas que vive la gente y que no puede salir de esas vidas.

Así como esos trabajos te han replanteado tu visión del periodismo, ¿qué te ha dado el periodismo para esos otros trabajos como el de pinche de cocina o el de traductor de migrantes?
Aprender a mirar, escuchar y a conversar con la gente. Después de un buen tiempo en periodismo uno sabe sacar las historias de la gente. Ahora, cuando llevo a una de estas personas al médico, vamos conversando y me cuenta su historia sobre cómo cruzó la frontera, cómo es no tener documentos y en ese momento siento que sigo haciendo periodismo por más que no lo publique. Y lo publicaré en su momento, pero lo paja de la crónica es que es atemporal. No tengo ninguna urgencia temporal y menos económica para hacerlo. No publicar es una bendición.
En el libro 'Desborde Popular' de Matos Mar, que es como la historia opuesta del tuyo -la explicación sobre por qué la gente sí abandonó sus tierras- señala que este fenómeno planteaba un reto en particular para el Estado: la integración entre las minorías marginadoras y las mayorías marginadas. Después de haber escrito un libro como De dónde venimos los cholos, ¿cuán posible ves que se cumpla un objetivo como ese?
Eso va a tomar muchas generaciones, pero hay que trabajar hacia eso. Una de las cosas como escritor que son muy valiosas es permitir y promover que la gente cuente sus historias, sus biografías, así como ocurrió en la época de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Ahí la gente contaba sus tragedias y tu veías que eso era liberador, porque la gente no era la misma después de hacerlo. Puede ser importante y liberador que la gente con la que vivimos cuente de dónde vienen sin ningún tipo de complejos. Si empezamos a hacer ese tipo de ejercicio nos vamos a sorprender.

Escrito por

Raúl Lescano Méndez

Periodista. Editor de la revista Poder. @rlescanomendez


Publicado en

Redacción mulera

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