"Tu caída larga como una habitación abandonada. La velocidad cayendo contra la tristeza y la memoria, perdiste tu nombre entonces, y fuiste un puñado de cabellos, unas uñas, un aullido...”, lee Andrea Cabel, quien visita las oficinas de nuestra redacción, con su reciente libro de poemas.
Subimos a la azotea y conversamos sobre lo que nos interesa a ambos: las comunidades indígenas de nuestra Amazonía. No es antropóloga pero parece, sabe mucho de los awajún, de los huitotos y otras comunidades. Me describe la Curva del Diablo (Baguazo), le sale lo poeta para que yo entienda la belleza de ese lugar, que tras los sucesos tiene ahora un 'lunar', una gran franja quemada hasta ahora. “Los awajún no olvidan. El Baguazo fue una masacre que no solamente ocasionó decenas de muertes, se interrumpió el sentido de la vida, de la cultura, de la naturaleza, tal como la conciben los nativos de la zona”.
Andrea charla sobre los pueblos amazónicos en los que ha vivido, primero acompañando el trabajo de su madre, luego por propia iniciativa y activismo natural. La Amazonía no le es ajena. Pero el mundo tampoco. Desde los 21 años ha estado viajando fuera del país. Académica exitosa, con honores y reconocimientos de las autoridades de las casas de estudios en las que ha estado y ganadora de becas (¿la peruana más exitosa en este último aspecto?). Recientemente terminó un doctorado en la Universidad de Pittsburgh y ahora escribe una tesis relacionada con la Amazonía, con un corpus que no es únicamente literario.
Pero mientras viajaba a la selva para la tesis también se dio tiempo para preparar una colección de sus poemas y acaba de publicar 'A dónde volver', libro prologado por el entrañable Eduardo Chirinos y presentado en la librería La Libre por Victoria Guerrero y Rodolfo Hinostroza. “En la presentación me sentí muy sorprendida con todo lo que dijeron, sentí que un buen lector es peligroso, es quizás más transgresor que el poeta mismo, porque puede verte a ti, a lo que dices, a lo que recuerdas, y a la forma como lo haces. ¿Acaso puede haber algo más complejo que ello? No es solo producir un reflejo, oír un eco, sino diferenciarlo de otros, entenderlo con sus relieves y complejidades”, me cuenta.
El libro nació como una propuesta de su editor, Francisco Laguna, doctor en Literatura de la Universidad de Carolina del Norte, y también escritor y estudiante de la maestría en escritura creativa en la Universidad de Pittsburgh. “Salíamos de una clase de novela latinoamericana del s. XIX y de pronto me propuso la idea, así, como proponiéndome tomar un café. Acepté, pero tomó un año y pico materializar la propuesta. Primero, porque tanto él como yo estábamos abarrotados de trabajo académico y segundo porque yo no estaba conectada con mi yo poético, digamos, con esa especie de magia que aparece y que te hace sentarte a dedicarte a trabajar con la poesía como si fueras un artesano. No estaba en sintonía”, recuerda.
De hecho, Andrea encontró el aire y el espacio que necesitaba, el proyecto fluyó rápidamente, la ayuda de Eduardo Chirinos fue imprescindible y sin duda su apoyo fue quizás el más impactante que alguien le haya dado en su vida. “Me dio su tiempo cuando era lo que menos tenía, me dio su vida, cuando era lo que más nos faltaba a los dos. Fue lo que siempre fue, mi confidente, mi gran amigo, mi compañero de ruta. Y el libro salió cargado de amor y de humildad”, señala.
Estamos, entonces, ante una relectura de sus propios poemas. Un momento de quiebre en el que la poeta toma distancia de sí misma, de sus versos y de sus poemarios y busca relacionarlos de otras formas, busca reentenderlos. En sus palabras: “Releerme, darme otra oportunidad, y darle otra mirada a mi poesía, sea desde los inéditos, sea desde su organización, sea desde su propio diseño, que obedece a un verso mío: un pez alado, una criatura mágica que vive en el no lugar. En el aire salado”.
Andrea, nuestra azotea, la poesía. Toma su libro y nos regala el primer poema:
“Este primer poema que abre el libro fue uno de los últimos que he escrito. Lo hice en el 2012, y lo escribí detrás de un calendario y con tinta roja. Lo escribí luego de una larga conversación con mi padre. Él y yo no somos cercanos, ni hemos crecido o envejecido juntos. Mi padre y yo somos dos amables extraños que compartimos algunos gustos como los postres, la poesía y el amor hacia la belleza. También compartimos el miedo al dolor, y el dolor en sí mismo. En todos esos sentidos, digamos que nos conocimos como muy humanos. Escribí este poema cuando aún no tenía bastón (Andrea había pasado por delicadas cirugías cervicales), entonces hacía movimientos extraños, parecidos a los que hace una criatura mal hecha, y me arrastré hacia el primer papel que vi cerca, y me recosté de nuevo en la cama para comenzar a escribir. Y fue mi forma de no cerrar del todo al menos la comunicación con él. O por lo menos de dejarlo como una presencia en mi vida poética, en mi mundo poético, de cambiar de alguna forma la historia de mi vida en ese momento en el que el dolor me quería hacer creer otras cosas. Por eso es que 'Retratos', el primer apartado del libro, comienza con el rostro de mi padre, porque su rostro es el mío, es el rostro del dolor, y sin embargo, también el de la resistencia”, explica.