El Museo de Arte Contemporáneo inaugura una exposición histórica. Y paradójica: sus principales ambientes arquitectónicos acogerán una compleja recopilación en la que Micromuseo (“al fondo hay sitio”) reúne todas las museotopías elaboradas como respuesta a una carencia clamorosa: hasta hace apenas unos años, Lima era casi la única capital latinoamericana que ostentaba la ausencia funcional de un museo de arte exclusivamente contemporáneo. O siquiera “moderno”.

Nuestro gran vacío museal. Ese término fue acuñado a principios de la década de 1980 por el curador de esta muestra, Gustavo Buntinx, al teorizar los fundamentos de Micromuseo. Pero ya en 1970 Emilio Hernández Saavedra supo prefigurar esos sentidos con una imagen que es ahora el ícono preciso de la exposición toda: El Museo de arte borrado, una fotografía intervenida en la que el entonces tradicional y genérico Museo de Arte de Lima desaparece del contexto urbano dejando como huella un elocuente recorte en blanco. Un vacío. A ser colmado.

©mariela zevallos

Culminado: para entender el vacío museal peruano es necesario hurgar también las museotopías construidas sobre esa falta, esa ausencia, ese abismo. Ese hueco: el vacío museal puede ser eróticamente percibido como algo que clama por ser llenado. De tanta relevancia como este fracaso museológico es la libido distinta que la frustración consiguiente genera en algunos sectores, ansiosos por generar nuevos escenarios, renovadas escenas, para un sentido cultural vigente y autónomo. Donde hay un vacío hay un deseo.

Un erotismo múltiple y complejo. Polimorfo: como esta exposición pone rigurosamente en escena, son por lo menos ocho las museotopías que han alcanzado una presencia sostenida, aunque siempre precaria: ninguna de ellas, por ejemplo, mantiene una sede permanente. Desde el propio Micromuseo, concebido hace treinta años como un proyecto errante de economías elementales para hacer viables sus postulados de una musealidad mestiza, una musealidad promiscua, una musealidad plebeya. Hasta el Museo Leonidas Zegarra, delirado en el 2010 por Fernando Gutiérrez (“Huanchaco”), para recuperar la memoria del director más denostado en la escasa historia de la cinematografía peruana.

©GIUSEPPE CAMPUZANO

Entre ambos extremos se extienden media docena de otras iniciativas prolongadas. El Museo Hawai fue formulado hacia 1999 por Fernando Bryce como una casi surrealista puesta en evidencia de las disonancias que en el Perú habitan ––y definen–– nuestra existencia cotidiana. Al mismo tiempo Susana Torres exhibió por primera vez su Museo Neo-Inka, rastreando los restos de lo sagrado en la trivialización comercial de nuestro pasado prehispánico (“de lo banal resurge el mito”). El LiMac fue concebido dos años después por Sandra Gamarra para organizar en términos incluso fácticos su fantasía personal de lo museable en nuestro arte más inmediato. 

Y el 2003 Giuseppe Campuzano propone la investigación sobre sexualidades alternas que cimentaría al Museo Travesti del Perú. Hurgando otras historias reprimidas, el 2007 Karen Bernedo y otr@s artífices inician la larga secuencia de exposiciones callejeras sobre nuestras violencias recientes que hoy reconocemos como el Museo Itinerante Arte por la Memoria. Una vocación social llevada ese mismo año a otros extremos por César Cornejo cuando idea al Puno MoCA como proyecto de regeneración urbana y artística y social en una de las ciudades andinas más trastornadas por una modernidad mal asumida.


[Foto de portada: ©Puno Moca]


Notas relacionadas en lamula.pe:

'La multitud': Repercusiones personales de una revolución masiva

Teatro: 'A ver, un aplauso!', una ruta ambulante de comedia en Lima

Teatro: Yuyachkani celebra 45 años de vida y teatro