Por Juan Francisco Ugarte

La mejor película del año es la crónica de la vida diaria de cualquier reportero. Más allá de los casos de abuso sexual, Spotlight es esencialmente la historia de un artículo de periódico. El making off de una primera plana. Durante más de dos horas contemplamos a un conjunto de personas discutiendo entre ellos, hablando por teléfono, persiguiendo documentos, entrevistando a víctimas, escribiendo. «Es porno para periodistas», bromea David Simon, creador de la serie The Wire. Sin embargo, la idea del filme no sedujo a todos los miembros del equipo desde un inicio. Lo primero que dijo Walter Robinson, editor de Spotlight, cuando se enteró de que iban a rodar una película sobre ellos fue: «¿Por qué?». No era simple escepticismo, sino sentido común: un grupo de reporteros haciendo su trabajo en pantalla grande haría bostezar a cualquiera. «En un inicio, ninguno de nosotros pensó que ese proceso de investigación —toda la reportería aburrida— podría ser material para una película que le interese a alguien», dice Robinson desde Boston. Ése es el gran mérito de Spotlight. Desmitifica el oficio periodístico y lo retrata como lo que realmente es: una labor sin héroes, ni glamour, ni grandilocuencia. Es, básicamente, una película sobre trabajar.

Pero también sobre lo que ocurre cuando uno hace bien su trabajo. En tiempos de crisis para el periodismo de investigación, esta cinta es la prueba de que un reportaje puede modificar la realidad. El destape de Spotlight logró no sólo que el cardenal Bernard Law —encargado de la Arquidócesis de Boston, quien encubrió decenas de casos de abuso sexual— renuncie a su cargo, sino que tenga que vender su propia casa para pagar la indemnización de las víctimas. La Iglesia, además, se vio obligada a gastar millones de dólares en todo el país para compensar a las familias. Por su parte, el cura John Geoghan —que abusó de ciento treinta niños— fue sentenciado a diez años de prisión, en donde al cabo de un tiempo murió estrangulado a manos de otro preso. El escándalo, finalmente, forzó al Vaticano a implementar reformas para asegurarse de que ningún pedófilo ingrese al servicio sacerdotal o que continúe en él luego de cometer un abuso. 

Pero si la investigación de Spotlight tuvo tal repercusión fue porque dinamitó la estructura de la Iglesia desde adentro. «La clave estuvo en que logramos acceder a documentos internos de la institución —afirma Sacha Pfeiffer, otra de las integrantes del equipo—. Eso hizo que la historia fuera a prueba de balas». No es ninguna novedad: un periodista de investigación es un espía público. Alguien que vigila al enemigo sin esconderse, que acecha al adversario mostrando todas sus credenciales, que entra a su casa y le dice en el rostro que lo destruirá. Ese enemigo perpetuo es el poder. 

elenco de actores que interpretó a los periodistas del grupo de investigación spotlight del diario the boston globe

«El rol del periodismo es cuestionar a las instituciones poderosas y no mirar hacia otro lado», afirma Pfeiffer. Esto implica dejar de publicar artículos para perderse en archivos asfixiantes, en despachos grises de abogados, en una aburrida papelería judicial. Es un oficio del tiempo y la perseverancia. En la película, el editor de Spotlight (interpretado por Michael Keaton) pide repetidamente a su jefe más días para poder investigar. En una época en que se suele premiar la inmediatez por encima de todo, la cinta ganadora del Óscar es un alegato contra el periodismo de cáscara, contra aquella prensa efectista que no busca una verdad, sino el simple impacto. El trabajo lento y meticuloso, más cercano a la ciencia que al periodismo, tiene que ver con algo que no se enseña: saber prestar atención. Los reporteros son personas entrenadas en escuchar y mirar. Cualquier detalle puede ser una pista, una puerta que se abre para irrumpir en una dimensión distinta. A fin de cuentas, no se investiga para escribir una historia, sino para entender un fenómeno.  

MÁS ALLÁ DE LA PELÍCULA

El día que un sacerdote abusó de él, Patrick McSorley tenía doce años y un helado que se derretía en sus manos. Había salido en auto con el cura John Geoghan, párroco de Boston, quien se ofreció invitarle un dulce tras enterarse de su tragedia: el papá del chico se había suicidado. Estaban volviendo a casa cuando de pronto el hombre de sotana deslizó su mano entre las piernas de McSorley. «Me quedé paralizado —contaría tiempo después—. No supe qué hacer». Entonces el cura de cincuenta años empezó a masturbarlo mientras se tocaba a sí mismo. Al dejarlo en la puerta de su casa, le pidió que mantuvieran el secreto. El chico estaba tan asustado que ni siquiera probó el helado: «Se derritió hasta embarrarme el brazo», recuerda. Él no lo sabía en ese entonces, pero Geoghan arrastraba un larguísimo historial de violaciones a niños. Una de ellos, en el momento del acto, tenía solo cuatro años. Devoto de la sordidez, no le importaba si eran casi adolescentes o si apenas sabían hablar, tampoco si eran hombres o mujeres. Entre 1974 y 1980, el cura violó reiteradamente a siete niños de una misma familia. Con la confianza que se había ganado de la madre, Geoghan los sacaba a comer helados, los bañaba y cambiaba de ropa, les leía cuentos antes de dormir. En todo ese tiempo, también abusaba de ellos: les hacía sexo oral o les pedía que lo masturben mientras rezaba. Sus víctimas eran siempre hijos de familias pobres o disfuncionales, chicos extraviados que veían a un cura como si fuera Dios. 

toma de la película en la que una de la víctimas explica a los periodistas la metodología de su agresor

John Geoghan no era un sádico infiltrado en un mundo de santos: sólo en Boston más de doscientos sacerdotes abusaron de niños durante tres décadas. Era lo más parecido a una epidemia pederasta. Hoy se sabe que las víctimas en esa ciudad llegaron a ser cerca de mil.

El silencio convive con la impunidad, pero también con el miedo y la tragedia. Algunos de aquellos niños se convirtieron luego en alcohólicos o en drogadictos o acabaron lanzándose de un puente. No sólo los habían ultrajado, sino que les habían arrebatado la fe. La vergüenza y la marginalidad colonizaron sus vidas hasta que, de pronto, un artículo periodístico los colocó en primera plana. 

El seis de enero de 2002, el diario The Boston Globe tituló así su portada: «La Iglesia permitió abusos de sacerdotes por años». El reportaje de Spotlight, cuya investigación duró más de seis meses, contaba la historia de John Geoghan y otros curas involucrados en abuso infantil, pero en el fondo denunciaba algo peor: que el cardenal Bernard Law lo sabía todo. Y no sólo eso, sino que encubrió a Geoghan reubicándolo en diferentes parroquias y pactando acuerdos en privado con las víctimas. La lógica era el secretismo: compensar a las familias, trasladar a los sacerdotes, evitar el escándalo. Sin denuncias ni castigos. En vez de solicitar la expulsión de los pederastas, Law prefirió cambiarlos de parroquias y permitir que sigan cometiendo violaciones en otros barrios de la ciudad. Lo importante no era detener los abusos, sino que nadie se entere.

Portada de del 6 de junio del 2002 del diario the boston globe

Pero sucedió lo contrario. Aquel artículo de enero de 2002 fue sólo el inicio: llegaron a publicarse seiscientos reportajes más sobre el tema. De inmediato, se produjo en Boston una onda expansiva del repudio: la gente salió a las calles a protestar, los católicos dejaron de contribuir a la Iglesia, las víctimas que habían permanecido en silencio al fin decidieron hablar. 

Detrás del escándalo se encontraban cuatro periodistas que habían pasado meses explorando archivos llenos de polvo, pidiendo a personas que recuerden lo que habían intentado olvidar toda su vida, buscando documentos ocultos como sigilosos detectives de lo innoble. El éxito de Spotlight no fue sólo revelar cientos de casos de abuso sexual, sino desenmascarar a un sistema diseñado para ocultar los delitos: «Lo que más nos impactó fue la política de la Iglesia y su práctica de cubrir el abuso. Ellos permitían que sacerdotes, comprobados pedófilos, sean transferidos de parroquia en parroquia incluso cuando el Cardenal y sus tenientes conocían su historial de abuso sexual» me explica Marty Baron desde Washington, director en aquel entonces de The Boston Globe. 

Más allá de los casos particulares de las víctimas, Spotlight decidió enfocarse en las cabezas de la institución. «Ningún testimonio de abuso de menores es más impactante que la insensibilidad de los líderes de la Iglesia y su indiferencia ante los niños bajo su cuidado», asegura Baron. Dicha insensibilidad era producto de una rutina eclesiástica de la pedofilia: las noticias de violaciones fueron tantas al interior de la Iglesia que pronto dejaron de escandalizarse. Incluso en Boston existían secretamente dos centros de rehabilitación para curas pederastas. Así como en otras ciudades hay centros para tratar a alcohólicos o a drogadictos, aquí los había para rehabilitar a sacerdotes que violaban a niños. Era la normalización de la infamia.

PERDIDOS EN HOLLYWOOD

el actor michael keaton  (a la izquierda) con el equipo original de the boston globe

Hoy los periodistas de Spotlight, individuos más acostumbrados a una oficina que a la alfombra roja, sienten la súbita celebridad como «lo más bizarro que nos ha pasado en la vida». La película, de pronto, los ha colocado al otro lado de la noticia: ahora son ellos los entrevistados. Ya había ocurrido antes, aunque en menor medida, cuando obtuvieron el premio Pulitzer por servicio público en 2003. 

Pero esta vez es radicalmente distinto: hoy los buscan de todas partes del mundo, reciben cientos de mails al día, son populares en Facebook y Twitter. Sin embargo, ninguno ha olvidado de qué trata todo esto: «La película es, sobre todo, una celebración mundial del periodismo y un reconocimiento a las víctimas en todos los países» afirma Pfeiffer. 

Este oficio no tiene que ver con el éxito, las portadas o los premios, sino con contar una historia de un modo en que impacte y conmueva a los lectores. Hacer que los demás entiendan lo que uno ha entendido. En la medida de lo posible: trasmitir la realidad. 

Hay una escena clave en la película en la que Mike Rezendes, otro de los miembros del equipo, entrega la versión final del reportaje al director del diario. Todos están reunidos en la oficina. Saben que el artículo será un remezón para los lectores. Que han escrito la historia más intensa y poderosa y terrible de sus carreras. Que lo que está a punto de imprimirse en papel es quizás la investigación más importante de la década. Y sin embargo, no están celebrando: están cuestionándose a sí mismos. Se reprochan por qué no llegaron antes a la historia, por qué pasó tanto tiempo sin que ninguno de ellos se dé cuenta. Saberlo no cambiará nada, pero es un recordatorio del oficio: un periodista es un hombre experto en prestar atención. 

Pocos días después de levantar la estatuilla en la ceremonia de los Óscar, Mike Rezendes me responde el último correo: «Lo siento, pero tengo que volcar mi atención al trabajo en Spotlight. Ya no doy entrevistas». Se acabaron los días de fama en Hollywood. Ahora toca dar media vuelta y regresar al escritorio. Volverse invisible otra vez. La vida vuelve a ser la misma de antes, la misma de siempre: un grupo de periodistas trabajando en una oficina.

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