Keith Richards sabe en qué se ha convertido. En Under the influence, el nuevo documental producido por Netflix y dirigido por el tres veces nominado al Grammy por sus películas sobre músicos, Morgan Neville, Richards sabe que es uno de esos músicos que él admiraba de pequeño, como Muddy Waters o Chuck Berry. Cuando habla, usualmente termina las oraciones con una risa que pareciera derivar en una tos y que deja entrever el grado de locura de la anécdota que cuenta. Pero cuando se le pregunta si se ha dado cuenta de quién es hoy, levanta los ojos, sonríe tímidamente, y dice “sí, lo sé”.
En realidad, Richards demuestra desde el comienzo del film que sigue siendo un gran hacedor de frases para el bronce. Su facilidad para ello radica en una razón simple: 53 años siendo el guitarrista de The Rolling Stones no es una vida convencional y hablar con fidelidad de esta solo se puede hacer con metáforas propias. Esa es la esencia de la narrativa del documental. Pero ese simple “sí, lo sé” resalta particularmente entre el resto de respuestas porque son pocos los que pueden aceptar una verdad semejante: sí, me he convertido en mi propio héroe. Pero también porque marca la particularidad que Under the influence transmite durante todo el documental: es el ídolo contando su historia desde la felicidad y tranquilidad plena de serlo, casi como si hablara ya desde el cielo.
De hecho, la vitalidad de Richards a los 72 años es el principal aspecto que al mundo no deja de sorprender. “Keith Richards es, aparte de las cucarachas, el único organismo que sobreviviría a una hecatombe nuclear”, escribieron hace poco sobre él en El País Semanal. Si su existencia parece cuestionar todos los conceptos sobre la salud y la sobrevivencia, Richards esta vez se regodea también cuestionando la idea de lo que significa crecer. A estas alturas de la vida, Richards dice lo que su actitud demuestra: él no envejece, evoluciona. Y se vanagloria de ello.
Todo esto le da una frescura única a la película. A tal punto que Neville evade, en la mayoría de ocasiones, anécdotas dramáticas o el lado oscuro de la vida de un rockstar de tal nivel. Se ha criticado que los poco más de ochenta minutos de la historia no son suficientes para abordar el pensamiento de Richards. Pero ese no parece ser el objetivo, en realidad. Under the influence amplía la mirada sobre un músico del que siempre se ha pensado que pasa los días fumando porros y bebiendo whisky, por decir lo menos. De esa etapa de su vida parece ya haberse dicho lo suficiente y aquí se considera que el espectador ya tiene, por lo menos, alguna idea general de ello. En todo caso solo basta ver las arrugas que han dejado en su rostro las casi tres vidas que ha vivido en una sola, durmiendo solo dos veces por semana cuando consideraba a su cuerpo su propio laboratorio de experimentos. Sobre el alcohol, las droga y las miles de mujeres, solo hay guiños de humor. El trabajo de Neville, por el contrario, es solo el rostro alegre de una vida.
El rostro alegre que, más precisamente, se desprende de Crosseyed Heart, el último disco de Richards, grabado hace dos años y lanzado hace unos meses. El tercer álbum de estudio que graba es, justamente, un repaso de sus mayores influencias y le permite al director rastrear los hechos más importantes, aquellos que han sobrevivido al tiempo y se han convertido en lo que podrían ser los quince temas del último disco como solista de uno de los más grandes personajes de la historia del rock.
Al material de archivo, el detrás de cámaras de Crosseyed Heart y la plenitud de Richards, Neville ha agregado escenas lentas en las que se lo ve caminando por las calles de Nashville hasta Chicago y recorriendo los bosques que rodean su casa. Es inevitable preguntarse si Under the influence no es un documental sobre el momento en que un icono de la música empieza a dejarnos para continuar su evolución.